«La Democracia» - Carlos Alberto Sacheri (1933-1974)
Uno de los temas más candentes
tanto de la ciencia como de la práctica política contemporánea, es el relativo
al régimen o sistema democrático. La vehemencia de las discusiones deriva de la
constatación del fracaso universal de las democracias modernas, en las cuales
los respectivos pueblos habían cifrado sus más vehementes anhelos de
prosperidad y de paz. Resulta paradójico, en efecto, observar el vigor con el
cual las naciones modernas han adoptado por doquier el sistema democrático como
el mejor (y hasta el único) medio de gobierno político, cuando por otra parte,
esos mismos pueblos padecen frecuentes crisis en el plano institucional y hasta
erigen en jefes con grandes atributos a líderes de fuerte personalidad.
La situación de crisis de las
democracias requiere una revisión de los principios mismos del sistema, para
descubrir si las fallas observadas son inherentes al mismo o si, por el
contrario, son debidas a una aplicación deficiente del régimen.
El equívoco democrático
En primer lugar ha de aclararse
cuál es el plano en que se sitúa el problema de la «democracia». Un error muy
difundido hoy asimila indebidamente la democracia como forma de gobierno y como
forma de vida; así se oye hablar de un «estilo de vida», de «valores» y de
«espíritu democrático». Tales expresiones son muy equívocas y generan
innumerables errores.
La democracia es una forma de
gobierno, esto es, un sistema o régimen del poder en la sociedad política. Es
una de tantas, con sus ventajas y sus limitaciones, sus modalidades y
adaptaciones más o menos adecuadas a las necesidades y tradiciones de los
pueblos. Por ello, concebirla como una forma o estilo de vida implica una
deformación grave de su naturaleza y alcances reales.
Lamentablemente se usa y abusa
del término democracia, hasta hacerle revestir los significados más
contradictorios. Así los comunistas calificarán de «democracias populares» a
las tiranías soviéticas, mientras regímenes plutocráticos occidentales se
presentarán como abanderados de la democracia. Otros hablan de la
democratización de la enseñanza, de la cultura, de la Iglesia, o de la empresa,
etc., aumentando la confusión existente. Para no incurrir en errores análogos
debemos distinguir: 1) la democracia política o república en el sentido
formulado por Aristóteles, S. Tomás y la doctrina social católica; 2) el
democratismo o mito pseudorreligioso de la democracia, formulado principalmente
por Rousseau y el liberalismo político; 3) la democracia como caridad social hacia
los sectores más necesitados (así habla León XIII de «democracia cristiana» en
Quod Apostolici Muneris). Nuestra atención se concentrará en la distinción
entre el sentido legítimo y el ilegítimo de «democracia».
Democratismo liberal
La concepción más corriente de «democracia» hoy por hoy
es heredera directa del democratismo liberal, expresado por J. J. Rousseau en
su «Contrato Social». Veamos sus tesis principales.
La democracia no es una forma de gobierno entre otras,
sino «la» forma mejor y única legítima, absolutamente hablando. El mito
democrático erige a la multitud en suprema fuente de toda autoridad y de toda
ley, lo cual desemboca en un panteísmo político (ya no es Dios la fuente de toda
autoridad, sino el pueblo divinizado). Las doctrinas liberales de la soberanía
popular, la voluntad general, el sufragio universal, la necesidad de los
partidos políticos, el slogan «libertad – igualdad – fraternidad» son
expresiones de la democracia-mito. La misma definición de Lincoln «gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo» está viciada de liberalismo, pues la
clave está en la expresión «por el pueblo»: para el liberalismo es todo el
pueblo quien gobierna como único soberano y la autoridad no es sino la
mandataria o delegada por la multitud. Esta puede revocar su mandato en
cualquier momento e investir a otra persona con el poder. Por otra parte, la
multitud tiene un derecho de control sobre todos los actos de gobierno.
Tal concepción de la democracia coincide con la
«democracia pura» que Aristóteles y S. Tomás han denunciado como forma
corrompida: «Si el gobierno inicuo es ejercido por muchos se le llama
democracia, es decir, dominación del pueblo, cuando, valida de su cantidad, la
plebe oprime a los ricos. Todo el pueblo llega a ser, entonces, como un único
tirano» (De Regno, I, c, 1). Esto es debido a que en la democracia pura,
gobierna todo el pueblo, en cuyo caso los más pobres se imponen por la sola
razón de su número a todos los demás grupos sociales. En su forma pura, la
democracia está centrada en los valores de libertad e igualdad como fines
supremos; esto conduce a un igualitarismo puramente cuantitativo, pues todos han de ser igualmente libres en todo sentido. Con lo cual se establece una
nivelación por lo más bajo, según una igualdad aritmética que tiende, por su
propia dinámica, a un igualitarismo de los bienes económicos, por ser los
inferiores.
Por lo expuesto, no ha de extrañar que la democracia
«pura» tienda por un lado a la demagogia y por otro, al socialismo y al
comunismo. A la primera, por cuanto la multitud-gobernante rechaza toda
obediencia y toda exigencia, desembocando en una anarquía en la cual sólo
triunfan los demagogos o aduladores. Al socialismo comunista, por cuanto el
igualitarismo por lo bajo, enemigo de toda diferenciación, configurará «una
colectividad sin más jerarquía que la del sistema económico» (Divini
Redemptoris); en la cual la libertad puramente formal del ciudadano-masa será
sacrificada en aras de la igualdad absoluta.
Democracia y Orden Natural
Si la «democracia pura» es una forma corrompida de gobierno y si la mentalidad moderna está viciada por el mito democratista
liberal que es expresión de aquélla, ¿cabe concebir una democracia sana?
La doctrina del orden natural responde afirmativamente,
a condición de evitar los errores antes denunciados. La democracia no ha de ser
definida como gobierno de todo el pueblo –cosa utópica– sino como régimen en el
cual el pueblo organizado tiene una participación moderada e indirecta en la
gestión de los asuntos públicos.
Para su instauración han de respetarse los siguientes
requisitos:
1) Como toda forma de gobierno, la democracia moderada
tiene por fin supremo el bien común nacional y no la libertad ni la igualdad.
2) No es ni la mejor ni la única forma legítima de
gobierno, pero puede ser la más aconsejable en ciertos países, según las
circunstancias.
3) Para existir debe contar con un pueblo orgánico y no
una masa atomizada e indiferenciada; ello supone el respeto y estímulo a los
grupos intermedios según los principios de subsidiaridad y solidaridad.
4) De ningún modo es el pueblo el soberano, sino quien
ejerce la autoridad, derivada de Dios como de su fuente suprema. La autoridad
ha de ser fuerte, al servicio del cuerpo social y respetuosa del orden natural;
y no un mero mandatario o delegado de la multitud.
5) La democracia ha de basarse en el respeto de la ley
moral y religiosa, que han de reflejarse en la legislación positiva. El orden
natural es la fuente de toda ley humana justa.
6) La participación popular ha de ser moderada e
indirecta para que haya democracia orgánica. Moderada por cuanto no puede
basarse en el sufragio universal igualitario del liberalismo (que es injusto,
incompetente y corruptor), sino en una elección según niveles de competencia
reales en el elector y el elegido. Indirecta, por cuanto el pueblo puede
determinar quienes han de ejercer el poder, pero no gobernar por sí mismo.
7) Ha de evitarse el absolutismo de Estado actual, que
erige a éste en fin, mediante la representación orgánica de los grupos
intermedios políticos, económicos y culturales.
8) Ha de contar con una verdadera élite gobernante que
se destaque por sus virtudes intelectuales y morales.
Tales son las
exigencias básicas de una democracia sana para el mundo de hoy.
* En «El Orden Natural», 5ª edición, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires, 1980.
La 1ª edición fue publicada por IPSA en 1975.