«La salud y la salvación» - Gustave Thibon (1903-2001)

He aquí un buen artículo para meditar en estos tiempos de preocupación por la salud corporal.

  Un estúpido accidente de circulación –término bastante presuntuoso, puesto que yo iba tranquilamente andando, con toda la limitación de velocidad que implica este arcaico medio de desplazamiento– me ha llevado a sufrir una operación quirúrgica. Y mi corta estancia en la clínica me ha dado ocasión de meditar sobre el doble privilegio del oficio del cirujano.
    Primer punto. Si, como dice Simone Weil, los mejores oficios son aquellos en que el obrero ve directamente el vínculo entre su trabajo y el resultado de su trabajo, la tarea del cirujano responde, por excelencia, a este ideal. Al reducir una hernia o una fractura, o cuando se extirpa una vesícula biliar o un apéndice, nos encontramos con que un ser no amenazado en su existencia, pero sí gravemente mermado, recobra, en corto plazo, el uso de su cuerpo. ¿Hay alguna tarea más apasionante que la de manejar un cuchillo que realiza tales prodigios?
    Segundo estimulante para el cirujano. No sólo su trabajo es apasionante en sí mismo, sino que, al tener por objeto a un ser humano, interesa más apasionadamente aún a la persona sobre la que es ejercido. Todo cirujano puede contar con una intensa colaboración afectiva por parte de sus pacientes: en él se concentran toda la esperanza, toda la angustiada confianza de una criatura presa de la desgracia y que espera de él su salvación. Si, como afirma el gran psicólogo Prinzhorn, la Geltungsucht (el deseo de ser reconocido y apreciado por el prójimo) es una de las necesidades esenciales de nuestra naturaleza, hay que reconocer que el cirujano se encuentra colmado en este punto de una manera excepcional: para convencerse de ello basta entablar una conversación con los enfermos en la sala de espera o en los pasillos de una clínica...
   Una sola sombra oscurece el cuadro: esta atención tan ferviente y universal, que va unida al trabajo quirúrgico, proviene del instinto de conservación, cosa común a todos los seres vivos y completamente desprovista de cualidad espiritual. La famosa ley de Auguste Comte –a saber, que la energía de los móviles es inversamente proporcional a su calidad– se aplica aquí a fondo. Un profesor que estaba de paso en mi clínica me hizo la siguiente reflexión: «Todos los enfermos escuchan ávidamente los comentarios del cirujano sobre la enfermedad, mientras que yo, que enseño latín, difícilmente logro interesar a uno de cada diez alumnos: los demás agitan, impacientes, sus piernas o bostezan de aburrimiento, esperando el final de la clase». Contesté que los hombres son más propensos, por naturaleza, a salvar su piel que a alimentar su espíritu: de ahí la aplastante superioridad, en lo tocante al prestigio y a la autoridad, del hombre que maneja un escalpelo sobre el que explica a Virgilio o a Séneca. Los alumnos discuten cada vez más con sus profesores, pero nadie discute con el cirujano cuanto está a punto de operarse. El espíritu subalimentado puede hacerse la ilusión de estar en plena salud, pero las exigencias de un cuerpo que desfallece son tan evidentes como imperiosas...
   Se puede hacer la misma deprimente constatación en otras mil circunstancias. Imaginemos una familia cuyos miembros están a punto de pelearse, llevados por esos refinamientos de egoísmo y de susceptibilidad a los que una seguridad material demasiado grande da, tan a menudo, rienda suelta: pues bien, si estalla un incendio  en la casa, todas estas complicaciones de la vida afectiva parecerán irrisorias ante la amenaza que concierne a la vida sin más.
   Y ¿qué diremos del debilísimo impacto que tiene, en la inmensa mayoría de los mortales, la llamada de las realidades divinas? Un día, el cura de Ars imploraba en estos términos a un pecador recalcitrante: «Vamos, señor, ¿no quiere usted tener piedad de su alma?» Si el mismo individuo se hubiera caído a un río, no habría habido necesidad de suplicarle que tuviera piedad de su cuerpo y que cogiese el cable que se le tendía. Pero el alma sí que puede esperar –tanto más cuanto que muchos no están muy seguros de que exista.
    Lo cual lleva a plantear el siguiente problema: ¿cómo conferir a los móviles superiores –los que nos invitan a formar nuestro espíritu y a purificar nuestra alma– ese peso de necesidad y de urgencia que caracteriza a las necesidades y a los intereses temporales?; ¿dónde encontrar, en el orden moral y espiritual, el equivalente de la sencillez y la energía correspondientes al instinto de conservación?
    Sólo la fe religiosa puede darnos la respuesta. Nos enseña que el hombre tiene un alma, que esta alma –en tanto que facultad de discernir lo verdadero de lo falso y el bien del mal y, de ese modo, participar de la infinita perfección de Dios– puede perderse tanto como el cuerpo y antes de la muerte corporal, y que nuestro primer deber es impedir que esta chispa de eternidad se nos apague. Es la llamada de la salvación con todas las maniobras de salvamento que de ella derivan. El santo es aquel que, ante los peligros que amenazan a su alma y a la del prójimo, reacciona con el mismo vigor y la misma espontaneidad que cualquiera de nosotros reaccionaría ante los peligros de la muerte física.
   Faltos de fe, podemos prolongar indefinidamente la duración de nuestra existencia terrestre y progresar en el conocimiento y en la conquista del mundo exterior. Pero todos estos tesoros, cuya interna clave hemos perdido, no tendrán más sentido ni más precio que los más maravillosos espectáculos ante unos ojos que no miran. La tristeza y la revolución, que hacen estragos en los países privilegiados materialmente, son los signos inequívocos de este agotamiento de la fuente invisible...
   Tales eran los pensamientos que poblaban mis obligados ratos libres en la clínica y que se resumen todos en esta pregunta: ¿cómo llevar a los hombres a conceder a su salvación por lo menos tanta importancia como a su salud? Las dos palabras tienen la misma etimología: ¿por qué no tienen el mismo poder de atracción?

 * En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1978.

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