«Carta a la Srta. Susana Fouché. Directora de la A. C. de Enfermos de Berck» - Paul Claudel (1868-1955)
Vaya esta publicación en homenaje de
aquellos desvalidos físicamente que yacen en sus lechos de dolor; y de sus padres, y de los religiosos y laicos, que consagran sus vidas a su cuidado en sus casas, o en «hogarcitos» y «cotolengos», por amor a Cristo.
Me pide que hable en este primer
número de su Boletín a aquellos que usted llama los «disminuidos» de Berck,
disminuidos en efecto en cuanto a la actividad material, pero también
«crecidos», almas crecidas y profundizadas en sus cuerpos maltrechos. Entre
ellos, si es que puedo escoger, me dirijo, no a aquellos en quienes la
enfermedad es un simple accidente, sino a aquellos, empleando una expresión que
parecerá muy cruel, en quienes la enfermedad es una vocación, una conversión
definitiva de toda la naturaleza. Me dirijo a los aclimatados, a esos pacientes
a la manera de Pascal que no esperan curación, pero que, una vez que han
aceptado su estado, vuelven hacia esa condición extraña que es la suya, la
mirada lúcida del cristiano y del prudente y son capaces de meditar esta frase
sustancial: «Mi esperanza está del lado de mi atención».
El dolor es una presencia, y
ella exige la nuestra. Una mano nos ha cogido y nos sostiene. Ya no podemos
escaparle, ya no podemos eludirla, ya no podemos distraernos. Nuestro oído está
continuamente aplicado a este trabajo que se realiza en nosotros, a esta obra
de lima y acero, a esta operación en nuestro cuerpo de una voluntad que no es
la nuestra y de una ley extraña a nuestra conveniencia física. Hay algo que
aprovecha de todo este mundo orgánico en el interior de nosotros mismos, algo
de lo cual, estando sanos, no tenemos conciencia y que solamente se nos revela
por la exploración o por el asalto, o por la embestida, o por la ocupación, o
por el bloqueo de este enemigo ingenioso e íntimo, cuyas relaciones con
nosotros algo tienen a la vez de la persuasión y la violencia.
Una pregunta continua está
presente en el espíritu del enfermo: ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué soy yo
inmóvil? Los otros ríen, corren, trabajan, gozan de este hermoso y vasto mundo,
siguen un camino y una carrera, producen una obra, educan una familia, se
ocupan entre sus semejantes de una cantidad de cosas útiles y deliciosas. ¿Qué
es lo que me ha ocurrido? ¿Por qué me dejaron de lado, impotente, inútil,
extendido desde la mañana hasta la noche durante días y meses y años sobre la
misma cama en compañía de acontecimientos minúsculos y de esta materia del
tiempo que los normales ni siquiera perciben? ¿Por qué he sido yo el escogido?
¿Qué me ha valido esta designación nominal, esta elección para el papel pasivo
y la proyección, en la cortina de mi lecho, de este programa de agotadoras
torturas que es mi lite y el fin para el cual parece que he nacido?
A esta
pregunta terrible, la más antigua de la humanidad y a la que Job ha dado una
forma casi oficial y litúrgica, solamente Dios, directamente interrogado estaba
en condiciones de responder y el interrogatorio era tan enorme que el Verbo
solamente podía satisfacerlo, proporcionando no una explicación, sino una
presencia según esta expresión del Evangelio: «No he venido a explicar, a
disipar las dudas con una explicación, sino a llenar, es decir, a reemplazar
con mi presencia la necesidad misma de la explicación». El Hijo de Dios no ha
venido para destruir el sufrimiento, sino para sufrir con nosotros. No ha
venido para destruir la cruz, sino para extenderse sobre ella. De todos los
privilegios específicos de la Humanidad es aquel que escogió para sí mismo; del
lado de la muerte nos enseñó que estaba el camino de la salida y la posibilidad
de la transformación. Nos ha enseñado a preferir a todas la fábulas de los
poetas y a todas las fantasías de la imaginación estos duros primeros pasos,
espantosamente reales y practicables. Ha considerado que, en la naturaleza del
Hombre, el sufrimiento es lo esencial. Gracias a Él éste ha dejado de ser
gratuito, paga ahora algo y ese algo es Cristo quien ha venido a traérnoslo. Ha
venido para mostrarnos lo que somos capaces de adquirir y de reparar pagando,
de adquirir y de reparar por nosotros mismos y por los otros con una moneda
cuyo curso es universal y cuyo gasto por lo demás nos es impuesto, pues no se
nos ha dejado otra libertad que emplearla o perderla totalmente. De este
modo el hombre que sufre no es inútil ni
está ocioso. Trabaja, y adquiere por su colaboración con la mano bienhechora y
cruel que está en obra sobre él, no por cierto bienes perecederos y relativos, sino
valores absolutos y universales que tiene a su disposición. Está completamente
traspuesto en la necesidad. Ciertamente su sufrimiento es necesario en el
sentido de que no tiene la libertad de rechazarlo, más por otra parte él mismo
es necesario al sufrimiento. Algo ocurre, para lo cual su cuerpo y su alma, o
digámoslo en una sola palabra, su presencia, es indispensable, pues no podría
existir sin él. Todo en él se ha vuelto acto por el sacrificio que se ha
operado. ¡Y qué maravilla! su trabajo consiste en ser trabajado; él mismo es
quien proporciona la materia de esta elaboración misteriosa, su alma es la que
sufre la operación de manos tan sabias y delicadas como las de un artista o un
creador, hay alguien que trabaja en él, que le impide volver al estado vulgar y
que le pide otra cosa, que le dirige pacientemente y según un modo
misteriosamente emparentado con su propia naturaleza, cien y mil veces la misma
demanda (en el antiguo sentido jurídico de la palabra) hasta que haya respondido
la respuesta esencial que se desea de él y éste sí que generalmente se confunde con el último suspiro.
De este modo el sufrimiento se
parece a la gracia en el sentido de que es una elección gratuita, aun cuando no
sea prohibido hallar a veces entre la naturaleza y el don de Dios una relación
de conveniencia. Sin embargo, la diferencia consiste en que podemos sustraernos
a la una pero no al otro que nos domina por la fuerza. La una llega al cuerpo a
través del alma, el otro se dirige al alma a través del cuerpo. La una es como
un envenenamiento, el otro como un asalto. Pero ambos nos separan del mundo y
nos entregan a alguien que está con el mundo, no como parte en el todo, sino
como la causa en el efecto. Es la causa que nos ha hecho, que no está contenta
de su obra y que la vuelve a tomar y nos obliga a que advirtamos su existencia.
El Enfermo como el Santo es alguien a quien Dios no deja tranquilo. Un ritmo
nuevo interviene en el engranaje automático de nuestros efectos y de nuestras
causas; chocamos; un accidente interior se ha producido, un dedo se ha
introducido que obstruye y pincha y nos obliga a algo diferente en cuanto al
movimiento y a la acomodación.
Y ya que hablamos de movimiento
y que todo el mundo se mueve, ¿no es necesario que haya también entre los
hombres, algunos inmóviles, esos amigos de Dios que él ha escogido para que
«pasen» menos, para que se asocien más estrechamente a esta duración que es el
velo del eterno Presente? ¿Para que hayan testigos
así como hay actores?
Queridos amigos yacentes,
privados de todo excepto de esa fuerza tenaz y esencial, que os retiene a la
vida y que quizás sea necesaria para mantener muchos otros hilos tendidos que
se unen a vosotros sin que lo sepáis; vosotros sois aquellos que se ha hecho
entrar a la fuerza, como los invitados de la Parábola. Vosotros sois para
siempre o durante algún tiempo los Invitados
a la atención. Todas esas personas sanas que se mueven y
actúan, que vosotros envidiáis ¿estáis seguro de que viven tanto como vosotros?
¿La vida para ellos no es acaso un sueño en el cual el engranaje de la idea y
del acto, del hábito y del gesto se opera, por decirlo así por sí mismo y casi
sin intervención del pensamiento? Pero tú, Dios mío, has hecho una amarga
elección. ¿Acaso el gusto de un puñado de cerezas, por ejemplo, no es distinto
para el convidado satisfecho que las prueba distraídamente al final de un buen
almuerzo, que para el viajero sediento y hambriento que las saborea no
solamente en la boca y paladar, sino también en lo más profundo de su corazón y
de su estómago? ¿Acaso un ramo de hermosas flores frescas, un plato desbordante
de gruesos racimos de uvas no producen más alegría en la cabecera de un enfermo
que en la mesa de té de una parisiense? En el primer caso ha habido un simple
roce veloz de la mirada y del espíritu: el esclavo no tiene derecho a detenerse
un segundo; menester es que vaya a su tarea. En el segundo caso hay comunión, y
la presencia solemne al lado nuestro de esas bellas cosas hechas por Dios,
tiene algo de sacramental. El instrumento de esa comunión es la atención, el
resorte es la necesidad, la materia profunda es el consentimiento como en ese
sacramento que San Pablo llama el gran sacramento y que es el Matrimonio. Por
el consentimiento nos abrimos sin reserva a todas esas cosas bellas y buenas
que se nos ofrecen y les permitimos que sean
plenamente, con relación a nosotros, todo lo que el creador les ha ordenado que
sean. ¿Pero no sería una idea feliz
que en vez de consentir simplemente a esta fruta o a esta bella rosa consintamos a Dios? ¿Que prestemos
atención a Él, aunque ello sea más difícil? ¿Que consintamos desde lo más
profundo de nuestra alma y nuestro cuerpo a Él y aprovechemos el estar ya
vencidos para capitular, para tirarnos a fondo, para capitular sin condiciones
en una total y silenciosa comunión que no deje una pulgada de nuestro
territorio sin ocupar? ¿Esta humanidad que Él ha hecho, por qué no habría Él de
gustarla una vez más? ¿Este cáliz que nos dio a beber, por qué nuestro
sufrimiento no habría de servirle para refrescar su paladar? Las flores,
después de todo, no eran más que buenos signos para halagar un momento nuestra
contemplación. Pero nosotros prestamos oído a un llamado continuo y personal de
nuestro nombre. Somos como el minero sepultado que escucha a lo lejos, el trabajo
y la respiración entrecortada del amigo que se esfuerza en liberarlo.
Corresponde a nuestro corazón adelantarse, ayudarlo mediante una recta y santa
inmovilidad en lugar de estorbarlo con todos estos pobres gestos inútiles. «Hoy
estarás conmigo en el Paraíso». ¡Oh, Señor, has dicho hoy mismo y no mañana; sí, en este instante de la suprema tortura me ha ocurrido lo que tú anunciabas y no
podía comprender las palabras sino sobre la cruz!
* En Revista «Baluarte», Buenos
Aires, Número 19, Marzo – Abril 1934.