«La Inmaculada Concepción» - San John Henry Newman (1801-1890)

   Por «la Inmaculada Concepción» de la Virgen Santísima entendemos esa verdad revelada según la cual María fue concebida en el seno de su madre santa Ana, sin pecado original.
  Desde la caída de Adán, toda la humanidad –sus descendientes– son concebidos y nacen en pecado. Mira –dice en el salmo Miserere el autor inspirado–, mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Este pecado, que nos pertenece a cada uno de nosotros y que es nuestro desde el primer momento de nuestra existencia, es el pecado de incredulidad y desobediencia por el que Adán perdió el paraíso. Nosotros, como hijos de Adán, heredamos las consecuencias de su pecado, y por causa suya perdimos aquella vestidura espiritual de gracia y santidad que el Creador le había dado a él en el momento de crearlo. Todos nosotros hemos sido concebidos y hemos nacido en ese estado de pérdida y desheredamiento; y la forma normal para sacarnos de él es el sacramento del bautismo.
    Pero María no estuvo nunca en ese estado. Ella estuvo exenta de él por un decreto eterno de Dios. Desde toda la eternidad, Dios –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– decidió crear el linaje humano y, previendo la caída de Adán, decidió redimir a todo ese linaje por la Encarnación de su Hijo y sus sufrimientos en la Cruz. En aquel mismo instante incomprensible y eterno en que el Hijo de Dios nació del Padre, se proclamó también el decreto de la redención del hombre por medio de Él. El que había nacido desde toda la eternidad nació, por un eterno decreto, para salvarnos en el tiempo y para redimir a todo el linaje humano. Y la redención de María se determinó que tuviera lugar de esa manera especial que llamamos «la Inmaculada Concepción». Para ella se decretó, no que fuese purificada del pecado, sino que fuese preservada del pecado desde el primer instante de su existencia, de manera que el Maligno no tuviese que ver nunca nada con ella. Por eso María fue hija de Adán y Eva como si éstos nunca hubiesen caído: ella no compartió con ellos el pecado, pero heredó los dones y las gracias (y mucho más) que Adán y Eva habían tenido en el paraíso. En esto consiste su prerrogativa, que es el fundamento de todas las verdades salvíficas que nos han sido reveladas acerca de ella.
    Digamos, pues, con todas las almas santas: Virgen purísima María, concebida sin pecado original, ruega por nosotros.

* En «María, páginas selectas», Ed. Monte Carmelo, 2002.

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