«Carta al Padre Caron» - San Carlos de Foucauld (1858-1916)
El rincón del Sahara, que yo
solo tengo que trabajar, tiene dos mil kilómetros de Norte a Sur, y mil de Este
a Oeste, con cien mil musulmanes dispersos por este espacio, sin un cristiano,
si no son los militares franceses en todos los grados; estos últimos son poco
numerosos; noventa o cien, diseminados en esta extensión; pues en las tropas
saharianas sólo los cuadros son franceses; los soldados son indígenas. Yo no he
hecho una sola conversión en serio desde hace siete años que estoy aquí; dos
bautismos; pero Dios sabe lo que son y serán las almas bautizadas; un niño
pequeño, que los Padres Blancos educan –¡Dios sabe lo que será!– y una pobre
vieja ciega: ¿qué habrá en esa cabeza y en qué medida su conversión es real?
Como conversión en serio, cero, y aún diré alguna cosa más triste, y es que
cuanto más voy viendo, más creo que no hay lugar a buscar hacer conversiones
aisladas (salvo casos particulares), por el momento, siendo la masa de un nivel
tan bajo, el apego a la fe musulmana tan fuerte, el estado intelectual de los
indígenas hace difícil, al presente, hacerles reconocer la falsedad de su religión
y la verdad de la nuestra.
Salvo caso excepcional, no se podría ahora buscar más que
conversiones aisladas, conversiones interesadas y solamente aparentes, lo que
es la peor de las cosas. En lo referente a los musulmanes, que son semibárbaros, el camino no es el mismo
que con los idólatras y fetichistas, gentes del todo salvajes y bárbaros, teniendo una religión del todo
inferior; ni como con los civilizados.
A los civilizados se les puede proponer directamente la fe católica, son aptos
para comprender los motivos de credulidad y para reconocer la verdad; a los
completamente bárbaros, lo mismo, pues sus supersticiones son tan inferiores,
que se les hace bastante fácil comprender la superioridad de la religión de un
solo Dios... Parece ser que con los musulmanes el camino es civilizarlos
primero, instruirlos, hacerles gentes parecidas a nosotros; hecho esto, su
conversión estaría casi hecha, pues el islamismo no se puede defender delante
de la instrucción; la Historia y la Filosofía le hacen justicia, sin discusión:
cae como la noche ante el día.
La obra a hacer aquí, como con
todos los musulmanes, es, pues, una obra de educación moral: educarlos moral e
intelectualmente por todos los medios: acercarse a ellos, tomar contacto, ligar
amistades, hacer caer, por las relaciones diarias y amistosas, sus prevenciones
contra nosotros; por medio de la conversación y el ejemplo de nuestra vida,
modificar sus ideas; procurar la instrucción propiamente dicha, hacer, en fin,
la educación entera de estas almas; enseñarles por medio de escuelas y colegios
lo que se aprende en los mismos; enseñarles por el contacto diario y estrecho
lo que se aprende en la familia; hacerse de su familia... Obtenido este
resultado, sus ideas serán modificadas infinitamente, sus costumbres mejoradas
por ellos mismos, y el paso al Evangelio se hará fácilmente. Sin duda alguna,
Dios lo puede todo; puede, por su gracia, convertir a los musulmanes y lo que
quiera en un instante; pero hasta ahora no ha querido hacerlo; parece, aún más,
que no esté en sus designios conceder esta conversión solamente a la santidad,
pues si la reserva para la santidad, ¿cómo es que San Francisco de Asís no la
ha obtenido? Quedan por emplear los medios que parecen más razonables, todo, y
santificándose lo más posible y acordándose que se hace el bien en la medida en
que se es bueno.
Estos medios, lentos e ingratos,
con pueblos que nos rechazan y desprecian, que nos llaman «salvajes» y
«paganos», que están tan alejados de nosotros en costumbres, lengua y en tantas
cosas; estos medios lentos e ingratos son la educación por el contacto y la
instrucción. Sobre todo, es necesario no desanimarse ante la dificultad, sino
decirse que cuanto más la obra es difícil, lenta e ingrata, más es necesario
ponerse apresuradamente a la obra y hacer grandes esfuerzos; la frase de San
Juan de la Cruz «no se deben medir los trabajos según nuestra debilidad, sino
nuestros esfuerzos en los trabajos», debe estar continuamente ante nuestros
ojos.
¿Qué hacer solo ante esta tarea?
Por vocación debo tener una vida oculta, solitaria y no una vida de predicación
y de viajes. Por otra parte, las almas de estos lugares, para los cuales yo
estoy solo, exigen, en tanto que no haya otros obreros, ciertos viajes. Procuro
conciliar las dos cosas. Tengo dos ermitas, a mil quinientos kilómetros una de
otra. Paso tres meses en la del Norte, seis meses en la del Sur y tres meses en
ir y venir cada año. Cuando estoy en una de las ermitas, vivo en ella en
clausura, procurando hacer una vida de trabajo y oración, una vida de Nazaret.
En el camino, pienso en la huida a Egipto y en los viajes anuales de la Santa
Familia a Jerusalén... En las ermitas, como en el camino, procuro tomar
contacto, en tanto que me sea posible, con los indígenas, haciéndoles pequeños
servicios, hablando con ellos, divirtiéndoles como a los niños, por medio de
estampas o cuentos, procurando empezar un poco esa parte de la educación que se
hace en el seno de la familia. En la ermita, es la vida del claustro, pero en
la forma en que ella lo es para el Hermano portero, encargado de recibir las
personas y de hacerles el bien en lo posible... Pero, en suma, esto no es nada
al lado de lo que sería necesario hacer. Haría falta, no un obrero, sino un
centenar; con obreros, y no solamente ermitaños, sino también apóstoles, yendo
y viniendo, tomando contacto y asimismo instruyéndoles.
Este pueblo Tuareg es particularmente interesante, puesto que musulmán de
nombre solamente, poco ferviente, está muy cerca de nosotros por sus
costumbres, su viva inteligencia y su facilidad para intimar. Desgraciadamente,
está bien lejos de nosotros, por su extrema ignorancia, sus prevenciones y su
poco gusto por la instrucción... Es necesario trabajar y rogar al Padre de
Familia que envíe obreros a su campo.
9 de febrero 1909
Sus oraciones me son demasiado
preciosas para que yo no se las pida, de cuando en cuando, para mí y para los
pobres infieles que me rodean. Esta parte del reino de Jesús queda
dolorosamente abandonada. El venerado y santo prefecto apostólico del Sahara no
dispone más que de algunos sacerdotes para unas poblaciones dispersas sobre
inmensos espacios, y usted se dará cuenta que las dificultades no faltan,
viniendo de todas partes... En este momento estoy al sur de In Salah; al fin
del verano volveré a Beni Abbés, cerca de la frontera de Marruecos, y allí la
miseria espiritual es mayor todavía, pues numerosas gentes están en un abandono
más grande aún... Rogad por tantas almas, que después de mil novecientos años
no han recibido aún la Buena Nueva, o han perdido el conocimiento y el recuerdo
después de tantos siglos. Recomendad estos pueblos a las oraciones de las almas
piadosas. ¡Hay por aquí partes del campo del Padre de Familias bien
abandonadas! Lugares donde las almas, desprovistas de nuestros medios de
salvación, esclavas del error y del vicio, caen en el infierno en masa...
Cristo ha muerto por cada una de ellas... ¿Qué no debemos hacer por estas
almas, de las cuales el precio es la Sangre de Jesús? Rogad para que el Padre
de Familia envíe obreros, buenos obreros a su campo; ¡y rogad por el pobre y
miserable obrero que soy yo, a fin que sea lo que quiera Jesús!
* En «Escritos Espirituales», 5ª edición,
Editorial Herder – Barcelona – 1988.
blogdeciamosayer@gmail.com
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