«El mensaje social del Evangelio» - Marcel Clément (1921-2005)
[...]
Los judíos esperaban,
ciertamente, un enviado de Dios. Pero la exégesis legalista de las profecías lo
dibujaba con los rasgos de una autoridad sin falla que vendría a hacer reinar
la justicia en el mundo en nombre del Señor Yahvé y que provocaría una especie
de mutación, de renovación general. Algunos soñaban en un rey guerrero que, a
ejemplo de Judas Macabeo, liberaría a los judíos de la ocupación romana. Los más
espirituales imaginaban que las demás naciones (los «gentiles») se convertirían
al judaísmo. Los más nacionalistas soñaban en una conquista temporal de los
otros pueblos. Todos coincidían en esperar que éstos quedarían sometidos a
Israel «como escabel bajo los pies de un
hombre poderoso».
En este contexto, la labor de
Jesús no es fácil. Los propios apóstoles no están exentos de ambiciones
políticas. Esperan que Jesús restablezca el Reino... Disputan por las
precedencias.
La revelación será, pues,
progresiva. En cierto sentido, todo ello se traduce en una ascensión. Jesús
partirá siempre del ejemplo material para hacer comprender el significado
espiritual.
De este modo obrará respecto a
su identidad. No reivindica, desde el principio y sin distinción, la calidad de
Hijo de Dios. Si lo hubiese hecho así, habría precipitado la oposición de
algunos y favorecido la ambición de sus discípulos.
Así, al principio habla, en la
línea de la profecía de Daniel, del «Hijo del Hombre». Cuando la fe esté suficientemente
asegurada (pero todavía no confirmada) en los apóstoles, los invitará a la
discreción, como lo hará también respecto a los beneficiados de sus milagros, e
incluso a los demonios que se expresan por boca de los posesos. Sólo en el momento
en que toda desviación temporal de su misión resulte imposible reivindicará
solemnemente, públicamente, en términos claros, la dignidad de «Hijo de Dios»,
ante sus jueces.
Del mismo modo, Cristo hará que
los que le siguen pasen poco a poco de la preocupación por la salud del cuerpo
a la de la salud del alma.
Los enfermos acuden a Él en gran
número, porque los cura. Ésta es la causa, al principio, de que hablen de Él en
Galilea. También las familias. Éstas no tienen más preocupación que la curación
de aquél a quien acompañan.
Un día, Jesús, paradójicamente,
declara a un paralítico que le presentan: «Tus pecados te son perdonados». Los
escribas y fariseos lo tachan de blasfemo, y Cristo responde: «¿Qué es más fácil: decir ‘tus pecados te
son perdonados’ o decir ‘levántate, y anda’?». Y después de curar el alma,
curó el cuerpo para que todos supieran «que
el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar los pecados» (Mc., 2, 9-10).
En Caná, Jesús cambió el agua en
vino. En varias ocasiones, junto al lago Tiberíades, multiplicó los panes. De
este modo, manifiesta su amor, pero al mismo tiempo prepara los espíritus a un
nuevo milagro: el de la transubstanciación, en la última Cena, del pan
trasformado en su cuerpo y el vino cambiado en su sangre.
En el pozo de Jacob, enseñará –y
comunicará– la vida mística a la Samaritana según una pedagogía semejante: Él
le pide agua del pozo para hacerle comprender, por analogía, que Él ha hecho
surgir en su alma un manantial que brota para la vida eterna.
Evidentemente, según esta
pedagogía, que va del sentido visible al invisible, hay que interpretar la cita
de Isaías utilizada, demasiado literalmente, por Harvey Cox[1].
La liberación es la de los cautivos del pecado y, por ende, la de la esclavitud
de Satanás. Se trata de una liberación espiritual.
Estas «ascensiones», finalmente,
concurren a convencer que el hombre no se alimenta sólo de pan, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios, y que, si el alimento del Hijo consiste en hacer
la voluntad del Padre, también debe ser el de aquellos que, en el Hijo, oran al
Padre y le dicen: «Hágase tu voluntad». Ellos adoran y obedecen en espíritu y
en verdad.
En esta revelación progresiva de
la Fe, Jesús hará comprender, a través de múltiples analogías y numerosas parábolas,
que la condición esencial para escapar a la tiranía de Satanás y recibir en el
alma el misterio del Reino de Dios, es la pobreza.
Aquí como en otras partes, Jesús
se esfuerza en hacer pasar a sus discípulos del sentido literal al sentido
espiritual, o, si se prefiere, del sentido que revelan la carne y la sangre al
sentido que revela el Espíritu.
La palabra «pobre» suele
designar a aquéllos que no tienen dinero suficiente para vivir decentemente.
Son miembros dolorosos, sufrientes, del cuerpo social, del cuerpo místico. El
aprendizaje de la pobreza, cuando el corazón es puro, da una viva sensibilidad
al sufrimiento de los demás. Da también una generosidad a veces sorprendente (Mc., 10, 43). En una palabra, la
pobreza aceptada, ofrecida, conduce a la situación humana a la fe más pesada de
soportar –sobre todo cuando es la pobreza de un padre o de una madre de
familia– y la más capaz de afinar el corazón, de hacerlo permeable al
sufrimiento de los otros, solícito, solidario por ser sufrido. Esta pobreza
aceptada es, en cierto modo, la escuela natural de la cruz de Cristo.
El Evangelio emplea este sentido
común. Sin embargo, propiamente hablando, no es el «sentido evangélico».
Pues es evidente que los ciegos,
los sordos, los paralíticos, todos aquellos cuyo cuerpo no está intacto, son
igualmente pobres. Es evidente que el huérfano, el niño minorado, el marido
abandonado, la viuda, el preso, todos aquéllos que están frustrados en sus
afectos, son igualmente pobres, verdaderos pobres. En ningún caso puede
identificarse este sentido más universal con una clase social, sea la que
fuere, con un nivel de vida material sea el que fuere. Nada sería más odioso
que hacer de la pobreza evangélica el privilegio de una clase social... un
«privilegio de clase».
Porque la pobreza evangélica no
es solamente sinónimo de todas las formas físicas, intelectuales, culturales,
afectivas, sociales de privaciones o de frustraciones humildemente aceptadas.
Está, sobre todo, destinada a servir de hito pedagógico para que
independientemente de la forma concreta que pueda revestir la pobreza, los
discípulos de Jesús penetren en lo que es el secreto, la actitud interior, la
disposición espiritual de desasimiento, de despojo y, finalmente, de abandono
total en las manos del Padre.
Jesús manifiesta su irritación respecto
a los ricos –es decir, todos aquéllos que están apegados a lo que poseen de
material, de carnal, de intelectual, de afectivo, de social, de poder, de
reputación, de voluntad propia– para despertarlos. ¡No se trata, como algunos
parecen creerlo hoy día, de suscitar el odio contra la clase «burguesa»! Se
esfuerza en sacudir a todos aquellos que están sumergidos en las cosas de la
tierra, tanto los pequeños ricos como los grandes, y esto, en todas las clases
sociales.
Profundamente, el rico es el que
rechaza volver a convertirse en un niño pequeño. El pobre perfecto es el niño.
Porque no tiene nada, lo espera todo. Porque sabe que su padre le ama, lo cree
todo y espera todo. Porque no sabe ver el mal, ama a todos. Porque conoce su
debilidad, su ignorancia, sus límites, y que sólo puede vivir en dependencia de
su padre, se alimenta con el pan que le da su padre, con la palabra viva del
padre, con la voluntad del padre.
La bienaventuranza de los pobres
de espíritu es, finalmente, la perfección del espíritu de hijo respecto al
Padre celestial: la sumisión afectuosa y de la mente, el ejercicio de la
caridad fraterna, atenta, infatigable.
Esto es lo que explica la
insistencia con que Jesús subraya que «los pobres son evangelizados». ¡Y qué
pobres! Los sordos, los ciegos, los cojos, los leprosos, los paralíticos, la
mujer adúltera, la cananea, la samaritana, la pecadora pública... Nadie queda
excluido del llamamiento a vivir del amor filial al Padre y fraternal a los
hermanos en razón de discriminaciones sociales, raciales, económicas o del tipo
que sean. Esto explica también el que Jesús evangelizara a un Nicodemo, doctor
en Israel; a un Zaqueo, jefe de los publicanos, recaudador de impuestos; a un
José, hombre rico de Arimatea, que era bueno y justo, precisa Mateo, y que
también esperaba el Reino de Dios, en cuanto discípulo de Jesús.
Todos éstos son pobres en
sentido evangélico, pues todos tienen el corazón circunciso. Se trata de un
misterio del corazón del que sólo Dios puede juzgar.
Como se ve, la pobreza
evangélica, la pobreza en espíritu ocupa un lugar central en el anuncio del
Evangelio del Reino.
Pero no ciertamente el lugar de
un combate social. Se trata de un misterio espiritual, de un desapego del alma
a través de los acontecimientos contingentes, a menudo crucificantes de la
existencia. Abrazar la pobreza, en este sentido, no es comprometer a los
militantes en una «inserción crítica y
contestataria de todo lo que el sistema tiene de incompatible con la esperanza
que aporta el Evangelio»[2].
Es exactamente lo contrario: ser crítico respecto de sí mismo, contestatario de
todo lo que, en nuestra existencia personal, es incompatible con la esperanza
que trae el Evangelio.
[...]
En «Cristo y la Revolución», Cruz y
Fierro Editores, Colección Clásicos Contrarrevolucionarios – Buenos Aires, 1977.
[1] En un punto anterior al aquí transcripto,
Clément cita a este autor –Cox– quien en su obra La ciudad secular, mediante ciertas citas evangélicas, interpreta
el ministerio de Jesús y de la Iglesia como una mera revolución social (N. de «Decíamos ayer...»).
[2] Eglise
et pouvoir, documento publicado por la Federación Protestante de Francia.
blogdeciamosayer@gmail.com
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