«Belén» - Mons. Fulton J. Sheen (1895-1979)
Junto con la presente publicación «Decíamos
ayer...» desea a sus lectores una muy feliz y santa Navidad.
César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.
César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.
José, el artesano, un oscuro
descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad
de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para
encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de
Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado concerniente
a aquel pueblecillo:
Y tú Belén, en tierra de Judá, no eres de
ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá el
Caudillo que pastoreará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6).
José se hallaba lleno de
esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente
convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para
María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José
anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un
sitio donde pudiera nacer aquel a quien el cielo y la tierra pertenecen. ¿Sería
posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la
empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba
suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del
pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento.
Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al
pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales;
había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los
palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que había tenido una
moneda que entregar al posadero, mas no había sitio para aquel que venía para
ser la Posada de todo corazón que en este mundo estuviera sin hogar. Cuando el
libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la
línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos».
Finalmente, José y María
descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde
a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí
buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una
cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que
nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.
De todos los demás niños que
vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen
a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que habría podido decirse que
la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su
propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la
primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se
encontraba en algún otro sitio más que «en alguna parte de allá arriba»; cuando
el Niño se hallaba en sus brazos, María, no tenía que hacer sino bajar la
cabeza para contemplar el cielo.
En el sitio más repugnante del
mundo, en un establo, había nacido la Pureza. Aquel que más tarde había de ser
sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel
que habría de denominarse a sí mismo «el pan de vida que descendió del cielo»,
fue colocado sobre un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses.
Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el
asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y
el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación
inclinándose delante de su Dios.
No había sitio en la posada,
pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión
pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del
mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el
lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo podía haber
esperado que el Hijo de Dios naciera –si es que en realidad había de nacer– en
una posada. Un establo era el último sitio del mundo en que podía habérsele esperado. La Divinidad se encuentra donde menos se
espera encontrarla.
Ninguna mente mundana podría
haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra
hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentaran con su
aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la
carrera de la estrella Arturo, habría de ver el lugar de su nacimiento
decretado en virtud de un censo imperial; que aquel que vistió de hierba los
campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y
los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar
siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas
colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna
Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la
salvación sería recostada sobre un pesebre; que el pájaro llegaría a ser
incubado en el nido que él mismo había construido... nadie habría sospechado
que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es
precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde
menos se espera encontrarla.
Si el artista se encuentra en su
ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su
propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus
estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se
encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el
padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos,
entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su
ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista
a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera
en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera
a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar
en su propia casa... todo esto no podía significar más que una sola cosa para
la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y
he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.
El Hijo de Dios hecho hombre
entró en su propio mundo por una puerta trasera. Exiliado de la tierra, nació
debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las
cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus
cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen
que agacharse. El agacharse es señal de humildad. Los orgullosos se niegan a hacerlo, y es por ello pierden de
vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego,
de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en
modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el
cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en su
mano.
Por lo tanto, vemos que el
pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó
el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente
decía: «No queremos por rey a ese hombre». Expropiado de su derecho al entrar,
rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue
puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en
Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en mantillas
en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en las mantillas
de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones
que fueron impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana. Los pastores
que estaban guardando sus rebaños por allí cerca fueron advertidos por los ángeles:
Esto os será la señal: hallaréis a un niñito
envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).
Ya llevaba entonces su cruz, la
única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro
y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los
ángeles cantaron a las colinas de Belén:
Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador,
que es Cristo el Señor (Lc 2, 11)
Ya entonces su pobreza había
desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la
humillación de un establo. El que el divino poder, que no admite trabas,
pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que,
concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las
mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la
condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a
ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrán de tener un signo mayor de
la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo
de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto
en los pañales de la tierra.
Aquel al que los ángeles llaman
«Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para
llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas
las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su
«señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y
truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario
a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí
lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en
el sol», quizá una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de
suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.
Sólo dos clases de personas
encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos;
aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían
todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido
nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir
algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.
[...]