Los Carolingios (fragmento)
GODOFREDO KURTH (1847-1916)
Frente al lamentable
avance y la dolorosa intromisión en lugares santos, del viejo paganismo y de sus ídolos, es bueno recordar
la maravillosa y fecunda actuación de la Iglesia y sus misioneros; precisamente
en la antigua Germania...
La acción del Pontificado,
facilitada por el concurso benévolo del poder temporal, coronó la obra
civilizadora empezada hacía más de dos siglos en el seno del pueblo franco. El
paganismo había sido extirpado definitivamente de aquella nación, y no sobrevivía
más que bajo la forma de supersticiones populares que avergüenzan. Los últimos
paganos de la Galia habían sido bautizados en la Campina por San Lamberto y en
las Ardenas por su sucesor, San Huberto, antes de que Pipino el Breve subiese
al trono; por tanto, el cristianismo sólo tenía que conservar y afirmar sus
conquistas entre los francos, y podía emplear sus fuerzas renacientes en
dilatarse por el exterior.
En primer lugar, había que
asegurar la existencia de las cristiandades fundadas entre los pueblos vasallos
de los francos. Durante la dominación enervadora de los merovingios, los
misioneros irlandeses eran los únicos que habían cultivado aquellos pueblos,
que los francos habían sabido someter, pero no civilizar. En Baviera y en
Alemania había cristiandades nacidas del celo del apostolado céltico, pero
carecían de una base territorial sólida, y, sin relaciones con el jefe del
mundo cristiano, consumían en un aislamiento mortal su existencia raquítica y
precaria. También allí cambió todo en cuanto el Pontificado pudo hacer sentir
su influencia; armada con la autoridad de los príncipes francos, el legado del
Papa penetró como reformador entre los nuevos conversos, depuró su clero,
reorganizó sus diócesis, ligó a los jefes de la jerarquía con lazos más estrechos
al centro del catolicismo, y protegió, en fin, contra sus propios
desfallecimientos, a aquellas Iglesias jóvenes que guardaban las fronteras de
la civilización cristiana.
Pero esto no era bastante para
satisfacer el proselitismo devorador de los obreros apostólicos; ahora se
necesitaba que el reino de Dios desbordase los límites del antiguo Imperio
romano; era preciso que, más feliz que las legiones de Druso, sometiese
definitivamente al yugo del Evangelio a las naciones que habían rehusado sufrir
el del César. ¡Empresa dificilísima y temible! Hesse y Turingia eran casi
enteramente paganas; Frisia y Sajonia lo eran completamente; allí, en lo íntimo
de espesos bosques, la sangre de las víctimas humanas continuaba corriendo en
honor de los dioses, y pueblos que vagaban como lobos por los alrededores de
los puestos avanzados de la civilización germánica se complacían en renovar a
costa de los cristianos de estos países las escenas de terror y de carnicería
que habían señalado la época de las grandes invasiones.
Los mensajeros del Evangelio se
aventuraron, sin embargo, en medio de estos bárbaros, y, cuando reaparecieron,
llevaron al vicario de Jesucristo las primicias de la Germania cristiana; así
fue como, bajo los auspicios de Gregorio II y de Gregorio III, los anglosajones
convertidos por Gregorio I pagaban su deuda de reconocimiento al Pontificado,
convirtiéndose en instrumentos para la conversión de Alemania; parecía como si
se les hubiera esperado para que cumpliesen esta gran obra cerca de un pueblo hermano
cuya lengua hablaban y de cuya naturaleza participaban.
Dos hombres brillan con
esplendor inmortal en esta pléyade de civilizadores que venía como ángeles,
según el deseo profético de San Gregorio Magno, a aportar la Buena Nueva a las
tribus germánicas: San Willibrordo y San Bonifacio. Llevados ambos por el mismo
amor, habían ido a buscar su misión a Roma, a los pies de aquella autoridad
suprema a la que su patria debía el beneficio de la fe; ambos habían traído,
con un nombre nuevo, que era el símbolo de su sumisión a la cátedra romana, las
enseñanzas que les sirvieron de regla en su apostolado, y a cuya escrupulosa
observancia debieron en gran parte sus éxitos maravillosos.
El primero, durante una carrera
apostólica de medio siglo (690-739), evangelizó sin descanso la Alemania
Inferior, desde la desembocadura del Rin hasta los confines de Dinamarca,
visitó las islas más inaccesibles del Mar del Norte, predicando la palabra de Dios
y rompiendo los ídolos de Walcheren y de Heliogoland, y vino a morir, después
de penalidades prodigiosas, en aquella abadía de Echternach que había fundado
en medio de las soledades de las Ardenas, y en donde su sepulcro es todavía hoy
objeto de una devoción única en el mundo cristiano.
El otro fue a la vez misionero y
reformador, y su nombre se encuentra en todo cuanto se ha hecho de grande en el
siglo VIII; su biografía es la historia de su tiempo, pues no ha guardado para
sí más que su muerte. Después de haber renovado la civilización franca y de
haber duplicado su domino por la conversión de una gran parte de Alemania, aún
cree no haber hecho nada por la causa de Dios, puesto que no le ha dado su
sangre. Despojándose de las altas dignidades eclesiásticas de que se dejó
investir a pesar suyo, marcha, a la edad de setenta y dos años, a la conquista
del martirio, no llevando consigo más que su cruz, su mortaja y el Evangelio.
Un atractivo misterioso le lleva de nuevo hacia Frisia, esa región salvaje que
ha sido teatro de sus primeros trabajos evangélicos, y cuya responsabilidad
diríase que él ha querido tomar frente a Dios y al género humano. Baja por el
Rin, acompañado, como un triunfador, de un cortejo de sacerdotes que quieren
toma parte en las pruebas de su última misión. Llegado a los confines del país
predestinado, echa pie a tierra, y, como en los días de su heroica juventud,
penetra de nuevo en las terribles profundidades de esta región, que parecía el
asilo supremo de la barbarie.
Durante muchos días el santo
anciano recorrió el país como misionero y como obispo; dormía en su tienda,
como un soldado, y no tenía más instrumentos de lucha que el fuego de su
palabra y el ardor de su celo sagrado; pero su acción sobre las masas era
irresistible, y multitudes de infieles se convirtieron a su voz. Tocaba ya el
término de sus correrías cuando llegó a Dockum, no lejos del mar, en donde
había dado cita a los recién convertidos que habían de recibir de su mano el
sacramento de la confirmación. Al amanecer del día 5 de junio del año 754, en
vez de los neófitos que esperaba, vio aparecer una banda de bárbaros armados
que querían matarle. El apóstol disuadió a los suyos de toda resistencia
inútil, les exhortó a morir con resignación, y él mismo, no queriendo otro
escudo que el libro de los Evangelios, que colocó sobre su cabeza, se adelantó
hacia los asesinos y recibió de pie el golpe mortal.
A tales hombres es a los que el
cristianismo debía sus triunfos sobre los bárbaros, y es necesario tener idea
de la magnitud de sus esfuerzos para explicarse la grandeza de sus resultados.
Por ellos se hizo cristiana Alemania; Franconia, Hesse y Turingia recibieron de
ellos obispos, y, si Sajonia se resistía aún, Frisia, aquella temible ciudadela
del paganismo germánico, se dejaba fecundar por los sudores de Willibrordo y
por la sangre de Bonifacio. La sede episcopal de Utrecht, surgiendo en medio de
los llanos del Rin, y las de Wurzburgo, Buraburgo, Erfurt y Eischaedt, fundadas
en el corazón de la antigua Germania, marcaban las etapas victoriosas del
cristianismo, que, remontando el curso de la historia, traía, por vez primera
en sus ocho siglos de existencia, el Occidente a la conquista de Oriente y la
civilización al asalto de la barbarie.
Los monasterios nacían al mismo
tiempo que los obispados; mientras éstos organizaban el gobierno de las nuevas
provincias cristianas, aquéllos, penetrando en lo íntimo de las comarcas más
salvajes, fundaban allí, en plena barbarie, centros de vida religiosa que
extendían cada día más lejos la influencia del Evangelio. Entonces, en las
inmensas soledades de Germania, el ruido del hacha monástica resonaba de bosque
en bosque como la voz de la civilización, y los pueblos bárbaros, corriendo a
su llamamiento, vinieron a agruparse alrededor de las colonias cristianas, que
les enseñaron a la vez todas las ciencias de la tierra y del cielo; fue para el
cristianismo una época de expansión gozosa y omnipotente, como ya hacía largo
tiempo que no la había visto; fue para la propia Germania la aurora de un nuevo
día: momento solemne e inolvidable en la vida de un gran pueblo.
* En «Los orígenes de la civilización
moderna», EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948.