Sobre el celibato sacerdotal
SAN JUAN PABLO II (1920-2005 )
Observamos aquí la diversidad de
las vocaciones. Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a
la vida en familia, aunque les exigía a todos el primer lugar en su corazón
cuando les decía: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno
de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,
37). La exigencia de renuncia efectiva es propia de la vida apostólica o de la
vida de consagración especial. Al ser llamados por Jesús, «Santiago el de
Zebedeo y su hermano Juan», no dejaron sólo la barca en la que estaban «arreglando
sus redes», sino también a su padre, con quien se hallaban (Mt 4,
22; cf. Mc 1, 20).
Esta constatación nos ayuda a
comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del celibato
sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo
como parte integrante de la lógica de la consagración sacerdotal y de la
consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la actuación consciente de
su mandato de vida espiritual y de evangelización.
2. De hecho, en el evangelio de Mateo,
poco antes del párrafo sobre la separación de las personas queridas que
acabamos de citar, Jesús expresa con fuerte lenguaje semítico otra renuncia
exigida por el reino de los cielos, a saber, la renuncia al matrimonio. «Hay
eunucos –dice– que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos» (Mt 19,
12). Es decir, que se han comprometido con el celibato para ponerse totalmente
al servicio de la «buena nueva del Reino» (cf. Mt 4, 23; 9,
35; 24, 34).
El apóstol Pablo afirma en su
primera carta a los Corintios que ha tomado resueltamente ese camino, y muestra
con coherencia su decisión, declarando: «El no casado se preocupa de las cosas
del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del
mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido» (1 Co 7,
32.34). Ciertamente, no es conveniente que esté dividido quien ha sido llamado
para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el Concilio,
el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, «está
en múltiple armonía con el sacerdocio [...]. Es, en efecto, signo y estímulo al
mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual
en el mundo» (Presbyterorum ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias
orientales muchos presbíteros están casados legítimamente según el derecho
canónico que les corresponde. Pero también en esas Iglesias los obispos viven
el celibato y así mismo cierto número de sacerdotes. La diferencia de disciplina,
vinculada a condiciones de tiempo y lugar valoradas por la Iglesia, se explica
por el hecho de que la continencia perfecta, como dice el Concilio, «no se
exige, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio» (ib.). No
pertenece a la esencia del sacerdocio como orden y, por tanto, no se impone en
absoluto en todas las Iglesias. Sin embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y,
más aún, su congruencia con las exigencias del orden
sagrado. Forma parte, como se ha dicho, de la lógica de la consagración.
3. El ideal concreto de esa condición
de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero especialmente para los
sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la
predicación del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón
abierto a la humanidad entera, como fundador de una nueva generación
espiritual. Su opción fue verdaderamente «por el reino de los cielos»
(cf. Mt 19, 12).
Jesús, con su ejemplo, daba una
orientación, que se ha seguido. Según los evangelios, parece que los Doce,
destinados a ser los primeros en participar de su sacerdocio, renunciaron para
seguirlo a vivir en familia. Los evangelios no hablan jamás de mujeres o de
hijos cuando se refieren a los Doce, aunque nos hacen saber que Pedro, antes de
que Jesús lo hubiera llamado, estaba casado (cf. Mt 8,
14; Mc 1, 30; Lc 4, 38).
4. Jesús no promulgó una ley, sino que
propuso un ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que
instituía. Ese ideal se ha afirmado cada vez más en la Iglesia. Puede
comprenderse que en la primera fase de propagación y de desarrollo del
cristianismo un gran número de sacerdotes fueran hombres casados, elegidos y
ordenados siguiendo la tradición judaica. Sabemos que en las cartas a Timoteo (1
Tm 3, 2.3) y a Tito (1, 6) se pide que, entre las cualidades de los
hombres elegidos como presbíteros, figure la de ser buenos padres de familia,
casados con una sola mujer (es decir, fieles a su mujer). Es una fase de la
Iglesia en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación de lo
que, como disciplina de los estados de vida, corresponde mejor al ideal y a los
consejos que el Señor propuso. Basándose en la experiencia y en la reflexión,
la disciplina del celibato ha ido afirmándose paulatinamente, hasta generalizarse
en la Iglesia occidental, en virtud de la legislación canónica. No era sólo la
consecuencia de un hecho jurídico y disciplinar: era la maduración de una
conciencia eclesial sobre la oportunidad del celibato sacerdotal por razones no
sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada
cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.
5. El concilio Vaticano II enuncia los
motivos de esa conveniencia íntima del celibato respecto al sacerdocio: «Por la
virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se consagran
los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a
él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en él y por él, al
servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la
obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más
dilatada paternidad en Cristo [...]. Y así evocan aquel misterioso connubio,
fundado por Dios y que ha de manifestarse plenamente en lo futuro, por el que
la Iglesia tiene por único esposo a Cristo. Conviértense, además, en signo vivo
de aquel mundo futuro, que se hace ya presente por la fe y la caridad, y en el
que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres maridos ni los
hombres mujeres» (Presbyterorum ordinis, 16; cf. Pastores dabo
vobis, 29; 50; Catecismo de la Iglesia católica, n.1579).
Esas son razones de noble
elevación espiritual, que podemos resumir en los siguientes elementos
esenciales: una adhesión más plena a Cristo, amado y servido con un corazón
indiviso (cf. 1 Co 7, 32.33); una disponibilidad más amplia al
servicio del reino de Cristo y a la realización de las propias tareas en la
Iglesia; la opción más exclusiva de una fecundidad espiritual (cf. 1 Co 4,15);
y la práctica de una vida más semejante a la vida definitiva del más allá y,
por consiguiente, más ejemplar para la vida de aquí. Esto vale para todos los
tiempos, incluso para el nuestro, como razón y criterio supremo de todo juicio
y de toda opción en armonía con la invitación a dejar todo, que Jesús dirigió a
sus discípulos y, especialmente, a sus Apóstoles. Por esa razón, el Sínodo de
los obispos de 1971 confirmó: «La ley del celibato sacerdotal, vigente en la
Iglesia latina, debe ser mantenida íntegramente» (L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 5).
6. Es verdad que hoy la práctica del
celibato encuentra obstáculos, a veces incluso graves, en las condiciones
subjetivas y objetivas en las que los sacerdotes se hallan. El Sínodo de los
obispos las ha examinado, pero ha considerado que también las dificultades
actuales son superables, si se promueven «las condiciones aptas, es decir: el
incremento de la vida interior mediante la oración, la abnegación, la caridad
ardiente hacia Dios y hacia el prójimo, y los demás medios de la vida
espiritual; el equilibrio humano mediante la ordenada incorporación al campo
complejo de las relaciones sociales; el trato fraterno y los contactos con los
otros presbíteros y con el obispo, adaptando mejor para ello las estructuras
pastorales y también con la ayuda de la comunidad de los fieles» (ib.).
Es una especie de desafío que la
Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a las seducciones de este
siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al
ideal evangélico. Para ello, aunque se admite que el Sumo Pontífice puede valorar
y disponer lo que hay que hacer en algunos casos, el Sínodo reafirmó que en la
Iglesia latina «no se admite ni siquiera en casos particulares la ordenación
presbiteral de hombres casados» (ib.). La Iglesia considera que la
conciencia de consagración total madurada a lo largo de los siglos sigue
teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más.
Asimismo la Iglesia sabe, y lo
recuerda juntamente con el Concilio a los presbíteros y a todos los fieles, que
«el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento,
será liberalmente dado por el Padre, con tal que, quienes participan del
sacerdocio de Cristo por el sacramento del orden e incluso toda la Iglesia, lo
pidan humilde e insistentemente» (Presbyterorum ordinis, 16).
Pero quizá, antes, es necesario
pedir la gracia de comprender el celibato sacerdotal, que sin duda alguna
encierra cierto misterio: el de la exigencia de audacia y de confianza en la
fidelidad absoluta a la persona y a la obra redentora de Cristo, con un
radicalismo de renuncias que ante los ojos humanos puede parecer
desconcertante. Jesús mismo, al sugerirlo, advierte que no todos pueden
comprenderlo (cf. Mt 19, 10.12). ¡Bienaventurados los que
reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!
* En la Audiencia General del sábado 17 de julio de 1993.