La educación perfectiva
PATRICIO H. RANDLE (1927-2016)

     Toda educación supone un sistema de valores; aun aquellas que se jactan de ser más objetivas, ascéticas, liberales y antipaternalistas. Toda educación pone en su mira alguna preferencia que reputa como deseable.
    La única diferencia que se puede establecer entre distintas orientaciones educativas, consiste en que unas elevan el punto de mira y se proponen muy altos objetivos, mientras hay otras que se conforman con resultados mucho más modestos. El llamado conductismo, por ejemplo, se limita a aspirar a que el estudiante de hoy sea un buen ciudadano del mañana. O sea, a que se conduzca bien en sociedad, pero desinteresándose de lo que suceda en su fuero interno, como si ese recinto pudiese funcionar como un compartimiento estanco, o como si tratar de despertar en él las mejores aspiraciones constituyese un acto de intrusión en la intimidad sagrada del individuo que, por lo tanto, debe ser dejada a merced de otras influencias del ambiente cultural pero no educada sistemáticamente.
    Otro enfoque consiste en poner todo el énfasis en el lado intelectual de la educación, especialmente en la instrucción. Mientras el conductismo es de origen norteamericano, la «instrucción» reconoce claros orígenes en Francia. Hacer de la educación algo puramente instructivo es una forma de empobrecerla. Instruir viene del latín instruere que significa literalmente apilar. Y así ocurre en esa versión de la educación que se reduce a apilar información en el alumno sin darle instrucciones selectivas para el mejor uso que pueda hacer de ella.
    Frente a estas orientaciones limitadas del concepto educativo puede hablarse de una educación perfectiva, que se caracteriza por asumir el sentido intelectual y moral que supone educar. Si educar es un poco ocupar el lugar de los padres en la crianza de los hijos (sólo que a una edad más avanzada y en aspectos más especializados), entonces no podría limitarse a fabricar un individuo dotado de todos los atributos externos para poder vivir en sociedad, o un ser sabihondo capaz de obtener premios en un concurso de preguntas y respuestas. Evidentemente, la educación plena ha de consistir en algo más.
    Educar viene también del latín educere, que tiene su traducción en «educir», palabra poco usada y que significa sacar afuera. O sea que lo más elemental de la función educativa consiste no tanto en dar, no tanto en enseñar, en dictar clase, hacer aprender textos, sino en que el alumno responda a lo que no son meros estímulos para que afloren en él, con la mayor naturalidad, las nociones y los sentimientos elaborados en su fuero interno gracias al ejemplo, la transmisión literal y el esfuerzo personal que implica toda educación verdadera.
    Educar, en este sentido, es no tanto impartir enseñanzas como lograr que el alumno las aprehenda, se apropie de ellas, las incorpore como propias a su personalidad. Así, pues, la verdadera educación es formativa y no meramente informativa. Así, pues, tendrá consecuencias no sólo en el intelecto y en el comportamiento exterior del individuo, sino que servirá de estructura interior que dé soporte y razón de ser a cada acto libre.
    ¿De qué valdría educar si no se educa la conciencia –la intimidad unificante de la persona, el yo auténtico e interior– que es el motor de las actitudes profundas del individuo y, por ende, de los hechos sociales? ¿Cómo se podría justificar una educación que se esmera en proveer al hombre de herramientas mentales si no se le guiase hacia los objetivos mejores a que puede arribar usándolas? ¿Para qué querríamos una educación plena de medios si nos desentendiésemos de los fines?
    Ello no obstante, hay quienes se obstinan en no querer ver que no es posible una educación de este tipo. En cierto modo, se parece a esa democracia que admite en sus reglas de juegos a quienes declaran abiertamente su intención de destruirla de raíz: sería como aceptar en una mesa de juego a quien a priori manifestara su intención de hacer trampa.
   Porque el vacío de intenciones que promete una educación no enteramente perfectiva (la que busca el perfeccionamiento del educando en todas las dimensiones de su personalidad), es llenado por las influencias imperfectivas de la industria del entretenimiento, del deporte comercializado o de la seudocultura de masas que no sólo no complementan la educación sino que la rebajan, la vulgarizan y, finalmente, la distorsionan, incluso hasta subvertirla.

* En «Educación para tiempos difíciles», Cruz y Fierro Editores – Buenos Aires, 1984.

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