Oligarquías de comité
ERNESTO PALACIO (1900-1979)

Los sectarios de la intangibilidad de la ley Sáenz Peña y del sufragio universalmente obligatorio profesan cándidamente la convicción de que con dicha panacea tienen asegurado el gobierno propio para toda la eternidad y están seguros de que al depositar sus votos en las urnas realizan un acto de positiva soberanía. Esta misión, hábilmente alimentada por los profesionales de la política, constituye la sustancia de la ideología democrática dominante en todos los sectores de la opinión pública y explica el optimismo general que acompaña a las convocatorias de elecciones. Cada ciudadano se cree dueño de su sufragio y capaz de influir, en la proporción que le corresponde, sobre el destino de la República. Esto lo tonifican, haciéndole adquirir sobre su importancia individual, una opinión elevada, que los políticos confirman con sus lisonjas de postulantes.

Pero si el ciudadano en cuestión prescindiera para juzgar el alcance de su soberanía, de la adulación de los políticos y la retórica democrática, advertiría seguramente que su situación no es tan envidiable como la supone. Vería que, en realidad, él no es más que un simple número dentro de un rebaño que los políticos manejan a su guisa; comprendería que la soberanía de la cual se envanece tiene tantas limitaciones que deja de ser tal para convertirse en un burdo engaño, y llegaría a la conclusión de que es indispensable cambiar cuanto antes un sistema electoral pésimo, cuyos resultados fortifican constantemente la voluntad popular. No hay representación auténtica si los elegidos no interpretan las aspiraciones y los intereses de los diversos grupos sociales. Cada asamblea representativa debería significar un compendio del país. Lejos de ver tal cosa, nuestros parlamentos no representan sino los intereses subalterno de los comités políticos y de la casta oligárquica de profesionales que monopolizan el sufragio, y usufructúan por su intermedio, el gobierno de la Nación.

No fue ésta, sin duda, la intención de los legisladores que hicieron la ley Sáenz Peña. Pero tal ha sido su resultado al dividir artificialmente el país en dos grandes bandas rivales, concede en realidad la soberanía a las camarillas de políticos profesionales que se apoderan de la dirección de los partidos. Se ha formado así una verdadera casta, una oligarquía de comité, que tiene en dicha ley su instrumento de dominación y que, no obstante de estar constituida por grupos adversarios, se convierte en un bloque homogéneo cada vez que sus miembros sienten peligrar sus privilegios de casta. Tal ha sido el sentido de su campaña en pro de la intangibilidad de la ley Sáenz Peña, y no un supuesto celo por la conservación de los derechos populares. Estos hubieran estado mucho mejor garantizados con una modificación inteligente de la ley que tendiera a provocar la representación de los diversos intereses sociales o de los numerosos núcleos minoritarios. Pero los políticos actuantes no quisieron ni oír hablar de nada de eso; ni siquiera de la representación proporcional, reforma democrática, si las hay. A ellos no les interesaba la autenticidad del sufragio, sino la conservación de sus posiciones. ¡Oh, abnegados tribunos del pueblo!... Desgraciadamente, el gobierno revolucionario[1] respetó dichos privilegios absurdos desoyendo así la voz de la opinión, que clamaba por una barrida de políticos y que hubiera gozado lo indecible con ese espectáculo jubiloso.

La existencia de la casta a que me refiero no necesita demostración. Hace quince años que el gobierno del país está en manos de un grupo reducido de políticos, siempre los mismos, que usufructúan los cargos representativos de mayoría y minoría, porque disponen de los recursos electorales.

Las causas de este fenómeno son complejas y merecen capítulo aparte. Pero lo cierto es que el elenco de dirigentes políticos no se renueva, que resiste a todos los cataclismos y que se apresta actualmente a apoderarse otra vez de los resortes del gobierno, no obstante su incapacidad comprobada, que hizo necesaria la revolución. El destino del país depende de los manipuleos y combinaciones de esos incapaces, caudillos de pandillas de comité, a los que manejan mediante promesas de puestos públicos. Ellos son los que forman las listas y distribuyen los cargos. ¡Y la soberanía del pueblo soberano, la prodigiosa soberanía, se limita simplemente a la facultad de decidir quién, de entre esos individuos que no lo entusiasman, usufructuará la mayoría y quién la minoría!

Terminaremos la demostración de esa monstruosidad con un ejemplo. Actualmente el pueblo de la capital, que fue opositor del señor Yrigoyen y que aspira a derrotar al radicalismo, no sabe todavía a qué candidato deberá preferí en las próximas elecciones. La mayoría exclama con disgusto: «Parece que habrá que votar por los independientes!». Y el ridículo soberano espera, resignado, la voz de orden de los políticos...

* En «La Nueva República», 7 de octubre de 1931; y transcripto en «El Pensamiento Político Nacionalista – Antología seleccionada y comentada por Julio Irazusta – T° III El estatuto del coloniaje (1ª Parte)», Obligado Editora 1975, pp. 23/25.


[1] Se refiere el autor a la Revolución del 6 de septiembre de 1930 encabezada por el general José Félix Uriburu, la que creó esperanzadoras expectativas respecto de una eventual y revolucionaria modificación institucional en la Argentina y que finalizó –frustrándose toda ilusión al año y medio (febrero de 1932), con la asunción al poder del general Agustín P. Justo y el comienzo de la denominada «década infame» en la que fue gestándose el llamado por Irazusta «Estatuto del coloniaje» (N. de «Decíamos Ayer...).

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