Carta a un escultor
DIMAS ANTUÑA (1894 - 1968)
Hoy, Solemnidad de San José, «Decíamos ayer...» desea evocarlo y honrarlo mediante la presente
publicación.
Mi querido amigo: Me dice Ud. que le han encargado una imagen de San José para una iglesia y que no sabe si aceptar o no ese trabajo que considera difícil; considérelo imposible, y luego acéptelo. No va Ud. por propia inspiración hacia San José (cosa que sería ir directamente a un fracaso, o a una obra falsa) sino que una circunstancia lo pone a Ud. delante del Santo. Ahora bien, yo creo que las circunstancias no existen y que delante de cada circunstancia debemos decir: Dominus est, y negarnos. Negar nuestros gustos, negar nuestras virtudes, negar hasta esa idea que nos hemos formado de lo que somos capaces de hacer. ¿San Pedro era capaz de caminar sobre el agua? No, por cierto. Pero era capaz de echarse al agua. Y eso es lo importante. Lo demás lo obrará el Señor en nosotros.
Su imagen
tiene un destino especial, será dedicada al culto. ¿Cuál es la función de una
imagen expuesta a la veneración de los fieles? Una función doble: 1° despertar
la devoción; 2° no estorbar la oración. Vivimos in sensibus (en los sentidos). La Imagen debe tomarnos en lo que
estamos, en los sentidos, y despertarnos, por los sentidos, a lo espiritual.
Pero debe estar hecha en tal forma que no dé un deleite sensual al sentido; no
debe ofrecerse con jugos de devoción sentimental, debe dejar pasar el alma a
través de los sensible.
Y para esto la
imagen debe ser verídica. Debe ofrecer claramente, con la claridad que le es
propia, una doctrina clara. Así, una Dolorosa debe representarnos los dolores
de María, y es una verdadera blasfemia (catalana) representar esos dolores con
la imagen de una prima donna que se retuerce las manos. Patetismo bajo, de
teatro, y de teatro malo.
La verdad de
una imagen tiene un elemento intelectual «cifrado» y un elemento emocional que
debe ser «templado». Los símbolos propios de la imagen deben dar la doctrina de
la imagen, y el hieratismo (que no quiere decir tiesura sino majestad,
presencia de Dios, temor) debe moderar lo humano, el calor humano que es
necesario que exista en una imagen pues una imagen es un homenaje a la
Encarnación, y los santos fueron hombres como nosotros.
Despertar la devoción, no estorbar la oración.
Para que la imagen no estorbe la oración debe estar construida con una unidad
rigurosa. Podrá ser rica de sentido y detalles, pero es necesario que diga una
sola cosa (así sea con mil detalles) y que tenga un solo movimiento o una sola
quietud, como sea.
Un barroco hará girar todo en un solo movimiento;
un romántico sosegará todo en una sola quietud, de admiración o de sorpresa o
de revelación sublime y pacífica. De modo que la imagen quede como apagada (así
sea brillantísima), porque apagada aquí ha de ser la intención de no brillar,
de no distraer, de no deslumbrar. Una imagen no debe excitar los sentidos. Debe
despertarnos de la vida sensible y tirarnos de adentro a sosiego. La Inmaculada
de Murillo hace imposible el sosiego; la Dolorosa del Sagrario, en la Catedral,
nos impone silencio. Evitemos a Murillo, que era mulato. Imitemos al que hizo
la Dolorosa, que no sabemos quién era.
Los sentidos deben quedar en una imagen como la
ropa en una percha: el oficio de la imagen después de despertar los sentidos a
devoción es «dar paso», dejar el alma en libertad. Cuando la oración termine,
el alma volverá a la imagen y recogerá de ella los sentidos que dejó sosegados
en ella. Si una imagen cumple así su oficio, diremos de esa imagen que es
devota; es decir, que no está desatada, sino sujeta (devoción, quiere decir
sumisión amorosa) y produce sentimientos de humilde sumisión a Dios.
Veamos
ahora el caso particular de la imagen de San José. Para «cifrar» la imagen el artista dispone de
ciertos símbolos que declaran la vida y los misterios de San José. Debe
estudiarse en particular cada uno de esos símbolos, sin pensar en la imagen: la
imagen será construida después con ellos. Estos símbolos son:
La túnica,
El manto,
La corona,
El martillo,
La descalcez,
La vara y la flor,
La vara y la flor,
El Espíritu Santo.
Luego debe estudiarse el «hieratismo», es decir,
la actitud, el calor humano y la moderación divina de la estatua. En esto
tendremos en cuenta:
Si estará de pie,
Si oye o mira,
Si lleva o presenta al niño,
Si se apoya en la vara, o la lleva, o la empuña.
Esta solución «concreta» de la imagen puede ser
realizada de las más diversas maneras: yo supongo aquí una imagen que haría yo
para mí, lo que no implica que no pueda ser hecha de otro modo, diferente y
hasta mejor, es decir, en el que luzca con más claridad formal la doctrina de
lo que debe ser una imagen y la verdad de lo que debe ser un San José.
La
túnica: El santo
debe estar vestido. Yo le pondría la túnica de muchos colores de José. No
podemos, no debemos ni confundir ni separar a José de San José; y en José
tenemos cantidad de cosas sensibles que dan luz sobre San José. Le visto, pues,
la túnica polymita, de muchos colores, la túnica de zarzahán, que significa la
variedad de las virtudes, y que es un regalo del Padre. ¿Hay algún
inconveniente estético? Se resolverá por los medios propios de la escultura
policromada cuyos recursos son muchos. Lo esencial es saber que queremos vestir
a San José con la túnica de colores de José.
El
manto: El manto debe
ser la stola bissyna que Faraón vistió a José cuando fue exaltado. Yo
le pongo, pues, un manto de un solo color, claro. El manto es la caridad
perfecta que vincula, cubre y cumple todas las virtudes. Es la perfección del
matrimonio espiritual del alma confirmada en gracia. La realización del manto
queda librada al artista; lo único importante es querer realizar ese manto de
una sola tela, de un solo color claro, por oposición a la túnica llena de
variedad; lo importante es tener conciencia de que el manto éste es la cima de
perfección del santo, donde una sola cosa es necesaria y esa sola cosa ha sido
lograda y vivida hasta que nos ha transformado en ella. Así pues: el vestido
tiene esa oposición, la variedad de la túnica y el color uno y simple del
manto.
La
corona: San José es
príncipe y debe llevar una corona. Puede llevarla en la cabeza, pero eso
resultará poco claro. Beuron[1] pone
la corona en el aire, atravesada por los rayos. El símbolo ahí es claro. Puede
ponerse en otro lugar. Podría realizarse esta idea: «en San José el príncipe y
el obrero uno al otro se anulan para que la carne no pueda envanecerse de
ninguno». La corona y el martillo irían juntas, como fueron en su vida.
El martillo: Símbolo claro de que es «faber»,
carpintero o herrero. Pero ya se sabe la doctrina sobre esto: Es «faber» por
imitación del Padre, faber de toda la creación, artesano del mundo –y
carpintero por razón de la Cruz del Hijo. Yo sé que todo esto no sirve a un
artista que ya tiene las manos puestas a la obra: pero si estas cosas se ponen
bien adentro, Dios da, sin saber nosotros cómo, el modo de realizarlas. No es
indiferente mientras ponemos el martillo pensar que es el martillo con que se
desclava a Cristo: José de Arimatea también responde a San José, le es
armónico.
La
descalcez: Otro
misterio: recordemos que no está descalzo porque le falten zapatos, sino porque
se ha descalzado. Está descalzo como Santa Teresa. Los pies descalzos son la
base: la pobreza, la primera de las bienaventuranzas, puerta del Reino. ¿Cómo
puede darse esa descalcez? Todos los pies descalzos, cualquiera sea el motivo
de la descalcez no son idénticos. No. No son iguales los pies descalzos de una
estatua griega y los de Cristo, puestos sobre el áspid y el basilisco. Entremos
en esta doctrina, en esa luz de los pies descalzos y ya Dios nos dará cómo
expresarlos.
La
vara: Aquí tenemos
el símbolo por excelencia de San José: su vara es el bastón alto del patriarca,
vara de autoridad –porque es patriarca–; y de peregrino –porque los patriarcas
caminaron hacia una ciudad que no es de este mundo–. No me gustan ninguna de
las dos varas de Beuron. Me gusta totalmente la vara del Greco: que sea un
bastón así, todo un bastón.
Misterio de la flor: San Luis Gonzaga, San Antonio
de Padua, tienen una azucena: símbolo de la pureza virginal. La azucena cortada
larga, el chicote de lirio, es decir un tallo y una flor que sale del tallo:
flor propia del tallo, tallo hecho para la flor. Nada de esto conviene a San
José y es preciso evitarlo so pena de embarullar todo en una majadería de
pureza sentimental. La flor que florece en la vara de San José es de puro
milagro: es como la que floreció en la vara de Aarón. El bastón de San José, su
bastón de patriarca, no debe tener proporción de tallo con la flor. El
bastón es autoridad del marido: que sea fuerte. La flor es independiente de ese
bastón: que sea pura. Y que se vea bien que la flor y el bastón van juntos no
por consecuencia y proporción natural (como la que existe entre el tallo jugoso
y las flores de una vara de nardo) sino por pura gracia de Dios «añadida» y no «exigida».
La flor va en el bastón, pero no sale del bastón. El bastón que lleve la flor,
pero no porque le haya sido dado al Santo para llevarla. Le ha sido dado el
bastón para llevar el Niño, y la flor, esto es, la virginidad, es como un rocío
de lo alto. Está unida al bastón: nada más. Insisto en esto porque en esto
fallan las imágenes modernas de San José. Yo llegaría a poner la flor en la
punta del bastón. La pondría un poquito antes, como un brote. La vara dice: es
patriarca. La flor: es virgen. Las dos cosas están juntas, pero no tienen
relación de dependencia o consecuencia.
El
Espíritu Santo: Debe
llevar un símbolo del Espíritu Santo por haber tenido la plenitud de los dones
a pesar de pertenecer al Antiguo Testamento. San José fue como los «hijos de
Dios» que son «movidos» (accionados) por el Espíritu Santo. Unos ponen los
siete rayos, como en Beuron. Otros la mano (el Padre) con el dedo (el Espíritu
Santo) como en la otra estampa de Beuron. La idea debe ser ésta: Quien mire
debe entender que este Santo es conducido personalmente por el Espíritu Santo.
Dios lo conoce por su nombre,
como a Moisés, y lo conduce con una providencia singularísima, indecible.
Tales
son los símbolos para
cifrar la imagen: esa es la doctrina. Veamos ahora el acto, la
presencia simple que lleva todo eso, subordina todo eso, habla con y por todo
eso y dice una sola cosa.
Actitud: de pie y presentando el Niño
al pueblo fiel. Evitar que aparezca llevando el Niño, de niñero. Que empuñe bien la vara y presente el Niño: son dos cosas correlativas:
son su misión, su «majestad». Y que la figura suya quede velada en la humildad:
que dé la impresión de un hombre grave, que sabe lo que hace, que sabe quién
es, que sabe para qué está ahí de pie, pero que no se produce ad extra. Yo
pondría la cabeza «oyendo» y los ojos mirando para dentro: una cabeza que hace
atención, que presta atención. Presta atención al pueblo y al Niño, oye a los
fieles y oye al Verbo.
La Virgen mirando al Niño ha sido toda la Edad
Media: la relación de la Virgen y el Niño permiten eso y la ingenuidad filial
de la Edad Media merecía expresar eso. Nuestra época es muy dura y San José
está en medio del hombre: presenta al Niño para aplacar a los monstruos y tiene
esa actitud de oír para darnos calma. Que esté envuelto en silencio y contagie
silencio. Que su actitud de presentar al Niño sea como para exorcizar el siglo.
El que trabaja para San José debe renunciar a ser «Artista».
El Artista es una cosa del Renacimiento, del mundo. En la Iglesia se necesita
un oficial artesano, es decir, un hombre que conozca su oficio y trabaje con
manos puras. Para una imagen que va a ser objeto de culto conviene más un
espíritu de obediencia que un espíritu de afirmación individual. Trabajemos en
un San José por docilidad al Espíritu más que por inspiración propia que busca
expresarse.
Rafael y los otros del Renacimiento hicieron cosas
bellas con la Sagrada Familia, los Desposorios, etc. Pero la belleza es de
ellos, no de los misterios. Los misterios son un pretexto, para expresar el
alma del Artista. Aquí debemos proceder al revés: que las manos del oficial
sean un pretexto para que pasen por ellas (con humildad y obediencia y negación
de sí) los misterios de Dios. Evitemos a Rafael: evitemos también a Beuron. Una
lectura exacta no es una cosa que canta. Beuron no estorba, pero no despierta.
Beuron es un catecismo. Cosa excelente, descanso del espíritu después de las
locuras literarias. Pero no es un prefacio, no es una antífona,
no despierta. Y la imagen debe «recordarnos».
Greco tiene de grande que precipita sobre San José
esos ángeles, y le da el paso del patriarca extraño a este mundo, pero a Greco
le falta el sentido trágico de San José: yo le hubiera pedido a Greco que
pusiera no ángeles celestes, sino de tinieblas: en la misma forma que esos
ángeles, los otros, «las potencias del aire» de que habla San Pablo,
dominadoras del mundo moderno.
Que la imagen de San José tenga algo de grande, de
simple: algo que detenga. Una imagen para ahuyentar las devociones interesadas.
Que el «devoto josefino» entre a la iglesia con intención de pedir plata, o
cosas temporales y egoístas, y sea detenido por la paz de San José y pida
oración, conocimiento de sí y desprecio del mundo. Una imagen que detenga el
corazón blando, sucio y sentimental de nuestra época. Yo quisiera poner en la
peana del Santo esta palabra de las Letanías que resume, para mí, el misterio
de iniquidad de nuestra época y el misterio de clemencia revelado a nuestra
época en San José:
SANCTE JOSEPH, TERROR DAEMONUM, ORA PRO NOBIS
Miércoles, 5 de agosto de 1931
Nuestra Señora de las Nieves
* En «Revista Número» (Bs.As.), Agosto
de 1931, n° 20, pp. 62-63.
[1] Se refiere el autor a la Abadía
benedictina de Beuron, Alemania, fundada en 1863, en la cual se originó y desarrolló una
escuela de renovación artística que tomó el nombre de
dicha abadía (Nota de «Decíamos Ayer...»).