«Discurso “Contra la Rendición”» - Aníbal D'Angelo Rodríguez (1927-2015)
Ante un nuevo aniversario de la Batalla de Puerto Argentino -14 de junio de 1982- que puso fin a la justa guerra que habíamos emprendido contra el invasor inglés, vaya este magnífico discurso, pronunciado el 12 de agosto de ese mismo año, día de la conmemoración de la Reconquista de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas de 1806.
Grandeza que se alimenta de dos
sentimientos básicos: la generosidad y el coraje. Generosidad que es trascender
los límites egoístas de nuestros intereses, coraje que es llevar hasta las
últimas consecuencias una decisión.
¿Puede alguien dudar del ejemplo
de grandeza, generosidad y coraje que dio nuestra Nación en su hora difícil? La
guerra puso al descubierto las reservas morales de un pueblo puesto de pie. Y
no sólo por aquellos que con decisión afrontaron el combate en todas sus
dimensiones. Hablo de las multitudes que con fervor y místico entusiasmo
llenaron las plazas de la República. Hablo de los padres de combatientes
muertos que sumieron su tragedia con ejemplar entereza. Hablo, en fin, de los
que durante y después de la guerra instamos a poner todos los medios para la
victoria, hasta el fin y sin retaceos. Pues una vez más se probó que los
apasionados son los prudentes. Es decir los que, sin haber iniciado la guerra,
pedían –y pedimos– a los que la decidieron, simplemente que saquen las
conclusiones lógicas de tal decisión, que cumplan el lema que llevan grabado en
sus espadas: «no desenvainarla sin razón, no envainarla sin honor».
Frente a ellos, frente a los
hombres de honor, se alzó –aún en pleno combate– el partido de la derrota. Que
no tuvo ni siquiera la grandeza de oponerse a la guerra abiertamente sino que
jugó desde el comienzo la carta de la «moderación». Pero lo opuesto a grandeza
no es moderación sino mediocridad.
Junto al arrojo y la bravura de
tantos, la guerra sacó a la luz la costra de mediocridad que asfixiaba y
asfixia a nuestro pueblo. Año tras año, como en las capas sucesivas de una
perla, un sedimento de pequeñez, de cobardía y egoísmo se había ido instalando
en la clase dirigente de la Nación. Y cuando la derrota humilló por primera vez
–por obra de ellos– a nuestra bandera, sonó la hora de los microbios que se
vengan de la grandeza carcomiendo sus bases.
Así despuntaron los más inicuos personajes: el pacifista, que no reconoce más alto valor que la paz, el humanitario que no justifica ninguna muerte. O el señor que mientras los ingleses combatían sin ley y sin piedad, sostenía que Gran Bretaña era tan solo un adversario y no un enemigo. ¡Y a ese señor lo han premiado ahora con la embajada en las Naciones Unidas![1]
¿Valdrá la pena salir hoy al
cruce de estos enemigos? ¿Se pueden describir los colores a los ciegos o
explicar los sonidos a los sordos? ¿Servirá de algo decirle al pacifista que el
hombre es superior a los animales porque es capaz de jugar su vida por valores
superiores y que es consustancial a su modo de ser el llegar hasta quitarse la
vida cuando ésta pierde su significado?
No lo entenderán. Como no nos
comprendería el humanista si le explicáramos que el hombre vive sobre, en y por
una Patria que exige dar la vida y afrontar la muerte por sus «cuatro palmos de
tierra». Ni merece la pena explicarle al Dr. Muñiz que su mesurado mensaje de
comprensión y sensatez debiera haber tenido un destinatario mucho mejor que
nuestros sufridos oídos: los de la ponderada Sra. Thatcher, primera ministra de
nuestros mesurados adversarios.
Esfuerzos inútiles. De la
grandeza, los seres capaces de ella tienen la vivencia inmediata. Los seres
minúsculos sólo saben vivir de ella pero jamás podrán entenderla.
Claro
está que no sostenemos que la guerra sea la única ocasión de grandeza. La
aventura colosal de criar una familia, la heroica virtud de cumplir el deber
hasta las últimas consecuencias, sin público, ni testigos ni premios; hasta el
amor apasionado que dará su sustancia a los poetas para cantarlo en el lenguaje
de la Patria, todas son ocasiones de grandeza. Solo que la guerra, la guerra
justa, actúa como un imán para todas las grandezas. En torno al cuerpo se
reconocen las águilas y de pronto encuentran que, por sobre los lenguajes
tribales, hablan con las mismas palabras místicas y mágicas que son el habla
auténtica, nueva y eterna, de la Patria.
Es un lenguaje de sí, sí, no,
no. De llamar las cosas por su nombre real: el enemigo es enemigo y punto. El enemigo es Inglaterra, que roba nuestro territorio,
colonizó nuestra economía y nos agrede militarmente con cronométrica
regularidad. El enemigo es Estados Unidos, que no solo ayuda a nuestro
enemigo sino que pretende encabezar una supuesta resistencia al marxismo pero
cuando da batallas contra el comunismo –que es, claro está, también nuestro
enemigo– no pone nunca los medios necesarios para triunfar y se deja derrotar
por las Naciones más pequeñas de la tierra. ¡Oh casualidad! La única vez que
llega hasta el final en sus intenciones y en los medios, la única vez que
resulta fiel aliada de sus aliados es cuando se trata de humillarnos.
Por
todo esto alzamos hoy de nuevo la bandera del 2 de abril. Porque para
nosotros no habrá descanso, ni paz, ni reposo, hasta que se establezcan con
seriedad los modos y los medios de una continuidad victoriosa de la lucha.
Continuidad que exige como requisito previo e indispensable que la mediocridad
sea barrida del escenario. Que los generales que no saben, no quieren o no
pueden luchar dejen su lugar a quienes están dispuestos hacerlo. Que el
gobierno que no sabe, no quiere o no puede mantener vivo el espíritu del 2 de
abril ceda el paso a quienes hagan de ese espíritu la clave de su acción. Que
los políticos que sólo saben, sólo quieren o sólo pueden conducirnos una vez
más a minúsculas rencillas de facción, dejen sus puestos a aquellos –que hay en
todos los grupos– que entiendan que ya no se trata de las Malvinas solamente
sino que está en juego la existencia misma de la Patria. Así de grave es la
cuestión.
Repetimos que cada milímetro de
nuestra tierra es sagrado porque pertenece a un patrimonio que no es de esta
generación de argentinos ni de otra sino de todas. Pero hoy y aquí el
territorio yermo de nuestras islas es sólo una parte de lo que está en juego.
¿Cómo iremos a los foros
internacionales, con qué cara nos sentaremos a las mesas de negociaciones, que
sentido tendrán nuestras exigencias, si pesa sobre nuestras espaldas la carga
inaguantable de una empresa inconclusa, no terminada por la suerte adversa de
las armas sino por la traición, la mediocridad y la cobardía de quienes no
supieron conducirla?
¿De
dónde sacarían fuerzas nuestros descendientes para defender nuestro espacio
vacío de apetencias rapaces si no les dejamos otra inspiración que esta
confusión y desaliento?
¡NOSOTROS SOMOS EL PARTIDO DE LA RESISTENCIA!
Aquí nos hemos congregado los que no aceptamos la rendición. Mañana seremos multitudes que aguardan la consigna de la esperanza. Y un día la Patria entera se pondrá de pie enjuiciando a los capituladores y a sus cómplices y reclamando la victoria.
¡NOSOTROS SOMOS EL PARTIDO DE LA RECONQUISTA!
Lo cual ni postula ni excluye la inmediata continuidad de las hostilidades, pues ese es un problema de medios y no de fines. Pedimos mucho más: que desde hoy, cada hombre, cada recurso, cada pensamiento y cada decisión se tiendan como un arco que repose por un lado en el ejemplo de los que dieron la vida y por el otro en la intención final de demostrar cabalmente al mundo, en la hora y modo que la prudencia aconseje, que la Argentina del 12 de agosto y del 20 de noviembre, la Argentina de Liniers y de Mansilla, no se rinde, ni se doblega, ni se humilla ante ningún poder de la tierra.
¿Romántica ilusión? ¿Sueño, del
que debería despertarnos un supuesto «realismo»? Pero si la historia, la más
reciente, la más cercana nos demuestra que ese realismo no es sino mezquina
ramplonería, pretexto de mediocres. Y que los pueblos que quieren triunfar,
triunfan sobre todas las potencias y superando todos los desniveles de fuerza.
¿Qué hubieran aconsejado estos «realistas»
si en 1816, con la Santa Alianza preparándose a recolonizarnos, a un general de
los que peleaban se le hubiera ocurrido pedirles consejo? ¡Cuántas reflexiones «sensatas»
sobre «disparidad de fuerzas», «equilibrios mundiales» y otras zarandajas
hubiera tenido que oír! ¡Gracias a Dios, los generales que combatían al frente
de sus tropas y dejaban el pellejo en los campos de batalla, no consultaban a
los sociólogos!
Al contrario de lo que dicen los
realistas de trocha angosta, la supervivencia de la Nación pasa hoy por el
osado atrevimiento de querer ser y de poner los medios para ello. Lo demás es confundir sensatez con mediocridad, sentido
común con derrotismo.
La cruda, la dura, la auténtica
realidad es que la Argentina afronta un instante crucial, la hora estelar que
decidirá entre la vida y la muerte. Por eso decíamos que ya no se trata tan
solo ni principalmente de las amadas islas irredentas.
Allá, bajo la tierra helada, reposan incorruptos nuestros soldados y en el mar
duermen eterno sueño azul nuestros pilotos derribados en heroico combate y
nuestros marinos vilmente asesinados.
Todo pende ahora de un hilo
sutil. O matamos por segunda vez a esos muertos entrañables sumiéndolos en el
olvido o sobre su ejemplo edificamos un país nuevo que tenga por espina dorsal
el espíritu del 2 de abril.
Como el romano que en uno u otro
pliegue de su toga ofrecía paz o guerra, yo digo que a un lado queda el tragar
sin reacción la humillación de una derrota con vergüenza y deshonra. Del otro,
el camino del sacrificio, del deber y de la exigencia. El camino arduo que por
la resistencia lleva a la reconquista de la victoria.
Para ver algunas de las publicaciones anteriores sobre el mismo tema, pueden descargarse AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ.
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