«El papel político y social del Demonio» - Fray Mario Agustín Pinto O.P. (1908 -1989)

Presentamos hoy una excelente recensión del libro «Satán en la ciudad», el cual, publicado en 1951, tiene una actualidad sorprendente. Esperamos que esta reseña sirva de aliciente para su provechosa lectura. 

Dentro de la desorientación general que caracteriza al pensamiento católico francés contemporáneo, donde los más generosos esfuerzos se esterilizan y malogran  por la ausencia de sólidos principios y por un excesivo afán de modernismo, un pequeño libro titulado «Satan Dans la Cité» publicado por Les editions du Cédre, (París, 1951)[1], nos ha llamado poderosamente la atención por el vigorosamente planteamiento que en él se hace de un problema de singular trascendencia teológica, política y social. Es su autor un distinguido jurista y sociólogo, Marcel de la Bigne de Villeneuve.

Ya que abundan por desdicha entre nosotros revistas y católicos afrancesados que propagan los productos menos recomendables de un pensamiento inseguro, librado a todo viento de doctrina, con lo que sólo se logra transponer a nuestro ambiente el confusionismo doctrinal allí imperante consideramos útil y saludable dar a conocer el contenido substancial de obras como ésta inspiradas en la doctrina tradicional, política y social del catolicismo, doctrina que ha tenido en Francia representantes tan eximios como el Cardenal Pie, obispo de Poitiers, el marqués de la Tour du Pin y el grande y desconocido filósofo lionés Blanc de Saint-Bonnet sobre el cual ha escrito precisamente un libro el autor que venimos comentando.

«Satan Dans le cité» está concebido bajo la forma de un diálogo entre un sociólogo que representa al propio autor y un teólogo, a quien se designa con el nombre de Padre Multi y cuya verdadera identidad –si se trata de un personaje real– merecería ser conocida, a tal punto son justas, precisas y profundas sus respuestas a los arduos problemas que le plantea su interlocutor. El libro se divide en siete diálogos realizados en siete noches sucesivas, el último de ellos subdividido en dos secciones. En los tres primeros se condensa con mucho vigor la doctrina tradicional acerca de la naturaleza del demonio, de la posesión diabólica y de los exorcismos, a los cuales la Iglesia nunca ha renunciado aunque los emplea con todas las cautelas que exigen las circunstancias y que el propio ritual impone. Al finalizar el tercer diálogo se plantea categóricamente el problema cuya dilucidación se ha propuesto el sociólogo francés.

Es indudable que, los hechos contemporáneos no hacen más que desarrollar las últimas consecuencias de un proceso cuyas raíces hay que buscarlas principalmente en la Revolución Francesa que conmovió los cimientos del orden social tradicional. Pero detrás de todo ese proceso ¿No se podrá discernir una presencia invisible, de un orden sobrehumano y siniestro, que constituiría en última instancia, la explicación de su violencia destructora, verdaderamente pavorosa, que sobrepuja todo lo que el hombre, librado a sus solas fuerzas naturales, hubiese podido alcanzar? Tal es la tesis que el autor desarrolla y demuestra a lo largo de la obra.

¿Cómo puede ser –comienza preguntándose nuestro sociólogo– que en una época de tan grande decadencia religiosa cual la nuestra, en una época donde el mal alcanza los más amplios y duraderos triunfos, la intervención visible del demonio haya llegado a ser más excepcional que nunca? ¿No es en verdad un hecho extraño y paradójico que la eliminación cada vez más radical de la influencia cristiana en la vida pública, y consiguientemente en la vida privada de los ciudadanos, venga a coincidir Precisamente con una regresión correlativa de las manifestaciones diabólicas, mucho más raras, a no dudarlo, que en los grandes siglos de la fe?

Parecería lógico, en efecto, que Satanás tratara de aprovechar las circunstancias favorables para intensificar sus ataques a fin de alcanzar una victoria más rápida y segura. Ante este enigma, el autor acaba por preguntarse si no tendrán razón quienes lo explican, sosteniendo que aquellas manifestaciones, atribuidas antes a Lucifer, no eran nada más que fenómenos puramente naturales que las modernas ciencias positivas han logrado explicar y eliminar.

Pero el interlocutor de nuestro sociólogo, el teólogo Multi, rechaza absolutamente una solución tan deleznable y propone en su lugar la hipótesis de la posesión demoníaca colectiva, que viene a iluminar tantos hechos de la historia moderna que de otro modo difícilmente podrían explicarse.

Cuando se trata de caracterizar e individualizar la acción de Satanás, es necesario –dice el autor–, desembarazarse antes que nada de aquella tendencia instintiva del espíritu humano que consiste en edificarlo todo en el dominio de las concepciones antropológicas. Pues bien, eso es lo que ocurre generalmente con respecto a Satanás. La mayor parte de los hombres son incapaces de figurárselo de otro modo que bajo una forma humana, o se les ocurre la idea de que pueda adoptar otro disfraz que el de un cuerpo orgánico. Sin embargo, es indudable que el demonio puede adoptar esas formas y que, de hecho, históricamente las ha adoptado; no es en manera alguna imposible que se oculte también en objetos, materiales o inmateriales. La Iglesia así lo reconoce desde el momento que tiene exorcismos especiales destinados a cosas materiales como la sal y el agua. Pero lo que aquí más nos interesa es la constatación de que el Príncipe de las Tinieblas se oculta preferentemente en aquella categoría de personas morales que llamamos instituciones. Parece como si se amoldara mejor a la vida de estos seres de segundo plano, que se asemeja, sin duda, a la de los hombres sin llegar nunca a asimilarse a ella, y que ofrece posibilidades de influencia mucho mayores que la de una acción meramente individual. Permite, en efecto, trabajar en gran escala, en serie, por decirlo así, en lugar de fragmentar indefinidamente los esfuerzos sobre individuos aislados.

Idea es ésta, por cierto, muy antigua, cuya paternidad de ningún modo pretende reivindicar el autor, pero es preciso convenir en que suele ser muy mal entendida y muy raramente utilizada, no obstante su importancia capital. Si bien se piensa, en efecto, ¿con qué fin el demonio vendría a apoderarse del cuerpo de un desdichado quidam cuando, por medio de las instituciones políticas y gubernamentales, por medio de las leyes y las costumbres, donde insinúa su espíritu perverso, puede orientar tan fácilmente a los hombres, con un impulso tanto más irresistible cuanto más disimulado, por decenas y centenares de millares, más aún por millones, a lo largo de los caminos de perdición que son los suyos? Nada más lógico, en una inteligencia tan lúcida como la del demonio, que la idea de utilizar para sus fines el gregarismo propio de la época moderna y aquellos famosos progresos de la ciencia con los cuales precisamente se había creído poder eliminarlo. En lugar de proceder como un pequeño artesano, Lucifer trabaja ahora como un gran industrial y realiza en serie su obra infernal, valiéndose de los instrumentos más perfeccionados que el mundo moderno puede brindarle.

Pues bien, esta idea de una obsesión general oculta e invisible, de una ocupación colectiva, política y social, explica luminosamente el hecho extraño antes señalado: que la disminución de las posesiones diabólicas individuales en nuestra descristianizada sociedad contemporánea coincida con una intensificación evidente de la acción diabólica personal en el mundo.

Es que la inhabitación física violenta –anota el autor– está resultando cada vez más innecesaria al Enemigo del género humano. Esta otra forma de ocupación de los espíritus y de las almas, por carecer del carácter espectacular de las posesiones individuales, es mucho más insinuante y tranquila y, por lo tanto, más segura, prestándose por su mismo disimulo a un contagio mucho más rápido y a una enorme difusión.

La idea desarrollada por el teólogo Multi no deja de seducir a su interlocutor, pero en su mente surge una dificultad que no carece ciertamente de fuerza. ¿Acaso el mal –objeta el teólogo– no ha existido en todas las sociedades, de cualquier índole que sean, antes y después de la era cristiana? ¿Acaso el demonio no se ha infiltrado en todas ellas, inoculándoles gérmenes de corrupción y de muerte? En este caso, la tesis del P. Multi implicaría una generalización harto banal; significaría una diferencia meramente de grado, pero no de naturaleza, entre nuestras sociedades actuales y las pasadas.

El padre Multi resuelve esta objeción con una distinción de importancia capital para la recta inteligencia del mal que afecta al mundo contemporáneo. O se trata ciertamente de caer en el error opuesto de aquel que sólo admite posesiones individuales, dando a la idea de la posesión colectiva una extensión abusiva, como lo ha hecho, por ejemplo, hace muy poco la famosa Simone Weil, según lo cual lo social es irreductiblemente el dominio del Diablo, llegando hasta el extremo de afirmar que «el diablo es lo colectivo» o bien «que el Diablo es el padre de la mentira, y que la mentira es social».

No, ésta es una doctrina anárquica, de raíz maniquea o gnóstica, pero no católica. Lo social, no más que lo individual, no es irreductiblemente el dominio de Satanás. Pero tampoco está inmune, como (no) lo está lo individual, de las posesiones diabólicas. Por el contrario, tal vez esté más sujeto a ellas, sobre todo en las circunstancias actuales, que le brindan un ambiente social convenientemente propicio para la infestación demoníaca y le proporcionan, como hemos dicho, los medios más eficaces de difusión.

En todo tiempo, a no dudarlo, las aglomeraciones humanas, lo mismo que sus miembros, individualmente considerados, han estado expuestos a los asaltos del Padre de todo mal, que, exaltando con ciencia sutil los vicios de nuestra naturaleza caída, ha logrado obtener con frecuencia las más apreciables victorias. Bajo su influencia, los abusos se deslizan insidiosamente, como la serpiente del Génesis, en las mejores organizaciones, llegando a veces a derruirlas. Ni siquiera las instituciones religiosas, las Órdenes, las Congregaciones, están exentas de estas desviaciones, como la misma historia ampliamente lo demuestra. ¡Con cuánta mayor razón no lo estarán las instituciones laicas y temporales de que aquí nos ocupamos, sobre todo, como es lógico, en el mundo moderno paganizado!

Se impone, por lo tanto, una distinción que puede formularse así: Cuando las instituciones son en sí mismas buenas, cuando su estructura esencial es sana, pueden surgir en ellas, a no dudarlo, defectos y vicios en razón de la fragilidad inherente a la naturaleza humana. Pero aún en ese caso, no se puede hablar con propiedad de satanismo, puesto que la acción normal del Espíritu del Mal y nuestras deficiencias Personales chocan con la resistencia de los sanos principios establecidos por la Razón y ulteriormente por la Fe, principios que han sido oficialmente consagrados por la autoridad o la costumbre.

Cosa muy distinta ocurre si las bases fundamentales de una sociedad se nos presenta desde sus orígenes y en su misma esencia gangrenadas por graves errores, por mentiras evidentes, por el vicio o por el crimen; si su perversión intrínseca es tal que orientan necesariamente a los hombres en una dirección contraria a los fines propios de su naturaleza racional y de la misma sociedad, y en función de los cuales existe precisamente en nosotros la tendencia social. Tal es el caso de aquellas sociedades cuyos principios fundamentales orientan al hombre a la práctica del error y del mal, a las discordias internas, a la guerra civil o a la guerra internacional. Mediante esta corrupción sistemática de los fines verdaderos y racionales del hombre es como Satanás realiza su obra y le pone, por decirlo así, su sello propio.

Pues bien, tal es el hecho que caracteriza y define al mundo contemporáneo. El mérito de la Bigne de Villeneuve consiste en haberlo afirmado categóricamente y sin ambages, en un momento en que los católicos sólo parecen pensar en transacciones y pactos con el mal. Se podrá objetar a esto que muchas personas honestas, que muchos católicos sinceros afirman lo contrario y se dedican a exaltar las excelencias del fin que persiguen y de los medios que emplean las modernas instituciones democráticas. Pero esas afirmaciones vienen antes bien a corroborar nuestra tesis, ya que el demonio es un experto en fabricar ilusiones con apariencias de sabiduría y de verdad; más aún, es ese el procedimiento más común de su actividad obsesiva. Y la persistencia naturalmente inconcebible, con que tantas y tantas almas cristianas se obstinan en defender los errores de la democracia liberal, no obstante las reiteradas condenaciones de la Iglesia, no obstante las trágicas lecciones que se derivan de la experiencia histórica de estos últimos tiempos, esa persistencia, decíamos, constituye a nuestro modo de ver un signo manifiesto de la influencia negativa que hoy ejercen los prestigios diabólicos. Gracias a esa colaboración, imprudente y culpable, de los buenos, la obsesión corriente evoluciona con mayor o menor rapidez hacia las formas de la ocupación o aun de la posesión diabólica, que son numerosas en nuestros días y de la que nos dan claros ejemplos los horrores cometidos por los rojos españoles en la reciente guerra civil, la persecución implacable de los «colaboracionistas» en Francia y el régimen político que impera en los países que se hallan tras la cortina de hierro.

Estas consideraciones vienen a constituir una adecuada respuesta a la interrogación que se formulaba ansiosamente el noble Peguy: ¡Dios mío, Dios mío! –gemía el gran escritor– ¿Qué es lo que está ocurriendo ahora? En todo tiempo ¡Ay de mí! En todos los tiempos ha habido almas que se perdían… Antes era la tierra la que preparaba para el infierno. Ahora es el mismo infierno el que parece haberse volcado sobre la tierra. ¿Qué es, Dios mío, qué es lo que ha cambiado?

Pues bien, podemos responder al gran Peguy, lo que ha cambiado es lo siguiente: Es que las instituciones, en vez de ser concebidas como lo era antes, «en aquel tiempo en que mal que mal la filosofía del Evangelio gobernaba a los Estados» como establecida para refrenar la malicia eterna de los hombres, son concebidas ahora como ordenadas a excitarla y a exaltarla.

Es que ahora las instituciones en lugar de remediar en cuanto sea posible, de acuerdo a su auténtico destino, las faltas y los pecados de las sociedades, vienen a multiplicarlos y a agravar sus consecuencias. Ya lo decía, magistralmente el cardenal Pie, obispo de Poitiers en su panegírico de San Luis Rey de Francia, «La sociedad de San Luis tuvo ciertamente sus vicios y los hombres que la componían no pudieron ser del todo transformados hasta el punto de quedar despojados de la herencia del primer Adán. Pero lo que podemos afirmar es que todo lo que hubo entonces de nobles sentimientos y de grandes hazañas –y que las hubo en gran escala nadie se atrevería a negarlo– todo eso era el fruto de las doctrinas y de las instituciones de la época. Si el corazón humano siguió siendo débil por las inclinaciones de la naturaleza caída, la sociedad en cambio fue fuerte por sus instituciones y sus creencias; en una palabra, el vicio no provenía entonces como ahora de la misma ley, y la virtud no constituía entonces como ahora, la inconsecuencia y la excepción».

En eso precisamente consiste el cambio que acongojaba a Peguy. ¿Es que entonces la sociedad, las instituciones y las leyes estaban animadas por el espíritu de Cristo, y ahora en cambio, como lo demuestra concluyentemente nuestro autor, es Satanás quien ha encontrado acceso a ellas, es él quien ha logrado incorporarse a su espíritu y aún a su letra, colocando el mal en la misma raíz y logrando con trágica perfidia presentarlo como el Bien, decorando el desorden con los colores del Orden y lo Falso con las apariencias de la Verdad? La obra maestra del demonio consiste en ofrecernos el espectáculo desolador y absurdo de un mundo que grita su dolor y su desdicha y que mezcla sin embargo sus gemidos y sus quejas con juramentos de fidelidad, con actos de amor enloquecido e invocaciones ardientes a todo lo que constituye la causa misma de sus males: a la Democracia, a la Libertad, a la Igualdad, a los Derechos del Hombre.

Hace más de siglo y medio que el mundo se debate en las convulsiones engendradas por los «inmortales» principios de la Revolución. Puede que sean inmortales, advertía ya en el siglo pasado el cardenal Pie. Pero es indudable que no tienen el don de comunicar esa inmortalidad a los gobiernos y a las instituciones que en ellos se inspiran. Jamás el mundo asistió en efecto a tanta inestabilidad y a tantas y tan horribles convulsiones, y cuando han terminado estas siniestras hecatombes, al lado de las cuales las de los pueblos salvajes parecen juegos de niños ya que ahora se inmolan a los ídolos modernos las vidas humanas por decenas de millones; cuando podría esperarse una saludable reacción y un retorno al orden tradicional, cristiano y humano cuyo olvido es causa de las mismas, he aquí que los inmortales principios y los mismos hombres que en su nombre provocaron las catástrofes renacen como el Fénix de la leyenda de sus propias cenizas o mejor aún de su propia corrupción.

Así como el perro de la Sagrada escritura vuelve siempre a su vómito, así también, en la ocurrencia, las modernas sociedades vuelven a los principios que las intoxican y que son la causa principal de sus males, sin que pueda advertirse, salvo en casos aislados, un ensayo real de comprensión un propósito serio y radical de mejoramiento y de reacción. Y así vemos que hoy el mundo se encamina ciegamente a la tercera y tal vez definitiva hecatombe invocando los mismos principios y las mismas doctrinas que determinaron las hecatombes anteriores. ¿Cómo no ver en esa ceguera y ese engaño incomprensible, la influencia sutil del Padre de la mentira, del Enemigo del género humano que persigue obstinadamente su aniquilación a fin de dar de esta manera una adecuada respuesta a la obra divina de la Creación?

Tales son los temas que de la Bigne de Villeneuve magistralmente desarrolla en «Satan dans la Cité». Entre los libros últimamente publicados en Francia, pocos hay a nuestro modo de ver que merezcan una consideración tan atenta como éste, ya que nos ofrece, actualizadas y renovadas, las doctrinas de los grandes teorizadores franceses de la Contrarrevolución, de un cardenal Pie, de un De Maistre, de un Blanc de Saint-Bonnet, doctrinas que el demonio ha sabido neutralizar y sepultar en el olvido haciéndolas pasar por «oscurantistas», «integristas«, «reaccionarias» cuando en rigor en ellas se contienen las únicas posibilidades para el mundo de restauración y de salud.

* En la Revista «Dinámica social», y reproducido en el sitio «Traditio Spiritualis Ordinis Praedicatorum », de donde lo transcribimos.
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[1] Existe una edición en castellano: «Satán en la ciudad», publicada por Editorial Nuevo Orden, Buenos Aires, 1965, traducida por Roque Raúl Aragón.

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