«La Ciudad Humana» - Rafael Gambra (1920-2004)
Para quien contemple la
inexorabilidad de la Naturaleza, la magnitud de las fuerzas que en ella se enfrentan
y la crueldad de la lucha por la existencia en el mundo viviente, resulta
incomprensible cómo la criatura que es el hombre se enfrenta con su propio
vivir y con el mundo encarnizado que le rodea. Inerme en su cuerpo, más delicado
en su organismo y peor dotado de instintos que los otros animales, único ser
del Universo que delibera y que vacila, parece la más desvalida de todas las
criaturas. Ni espíritu separado (o angélico) capaz
de conocer por intuición esencial, ni animal sujeto sólo al conocimiento sensible
de lo material, el hombre es como extranjero a las cosas de este mundo.
A diferencia del animal que se aquieta y goza con plenitud en lo que le rodea,
el humano vive en un constante trascender intelectual la realidad circundante y
en un insaciable anhelo de algo que su mundo no puede ofrecerle.
Sin embargo, contra todas estas
condiciones y circunstancias, es el hombre la criatura que alcanza el grado más
alto de independencia personal, de seguridad vital y de dominio sobre el resto
de la naturaleza; y ello es precisamente por su vivir formando parte de una
sociedad política. Como causa reconocida de ese maravilloso efecto en el vivir
humano, la sociedad ha sido uno de los grandes temas de meditación filosófica.
Fue Aristóteles quien propuso la
teoría más estable y profunda sobre el ser de la sociedad –la «sociabilidad natural
de hombre»– y, desde él, la más dilatada tradición filosófica reconoce en la
sociedad una como proyección de la naturaleza humana, tanto en sus
diversas facultades como en los estratos ónticos que tal naturaleza cala. Esta vieja
concepción se opone, ante todo, a las teorías que ven en la sociedad una
realidad exterior al hombre mismo, sea posterior a él y convencional (pacto o
contrato social), sea anterior como protorrealidad originaria (universalismo social
o totalitarismo). Según la idea aristotélica, ni el hombre es anterior a la
sociedad, de forma que resulte ésta de su sola razón o voluntad; ni la sociedad
es anterior al hombre, de modo que sea éste –en su conciencia individual, en su
libertad y en sus derechos– un producto evolutivo del todo social. Individuo y
sociedad son, para esa teoría, aspectos de un solo ser: el hombre
concreto, que es a la vez individual y social (naturaleza individual con
radical tendencia a la sociabilidad), como lo demuestra el hecho de que nunca
se conocieron hombres sin vivir en sociedad, ni sociedad alguna que absorba la
individualidad como en los grupos de animales gregarios (hormigueros,
enjambres).
En rigor, esta teoría
aristotélica del «animal político» no hace sino prolongar, modelándola, la
visión platónica sobre la polis o república humana. Platón –lo ha
indicado Cassirer– fue el primero en darse cuenta de que aquel conocimiento de
sí mismo que pedía Sócrates, y el vivir conforme al daimon (o genio)
interior, no se consiguen sin atender a la cuestión más vital para el hombre –dada
su naturaleza–, que es el alcance y el carácter de la vida política. La vida
pública y la privada son interdependientes. Si la primera se corrompe, la
segunda no puede desenvolverse ni alcanzar sus fines. Platón –señala Cassirer–
insertó en su República una descripción impresionante de todos los
peligros a que se expone el individuo dentro de un Estado injusto y corrupto. Corruptio
optimi pessima: las almas mejores y más nobles se hallan particularmente
afectadas por estos peligros. «Sabemos que toda simiente o todo lo que crece,
sea animal o planta, cuando no encuentra alimento, o clima o terreno apropiados,
sufre tanto más por estas privaciones cuanto más vigorosa sea. El mal es peor
enemigo de los buenos que de los no buenos. Considero lógico, por tanto, que
las malas condiciones de alimentación perjudiquen más al que tiene mejor
naturaleza que al que la tiene mediocre... Lo mismo ocurre con esa naturaleza
que le hemos asignado al filósofo, el cual, cuando recibe la enseñanza
apropiada, llega necesariamente a producir todos los frutos de virtud; pero si,
por el contrario, la planta se siembra y arraiga y crece en mala tierra,
produce entonces todos los vicios, a menos que la salve la intervención de los
dioses».
En
consecuencia, la Ciudad ideal platónica se concibe por su autor, más que como
una utopía paradigmática, como el habitáculo normal y sano del hombre –la
Ciudad humana–, que constituirá una como exigencia o proyección de las
facultades o potencias del hombre. Así, las clases sociales o estamentos
que toda Ciudad ha de poseer –y que en forma más o menos contrahecha o armónica
todas poseen– corresponden a las tres facultades que descubre Platón en el alma
humana: el pueblo, que representa a la pasión o apetito; los guerreros
o guardianes, que corresponden al ánimo o pasión noble; y los sabios
o gobernantes que simbolizan a la razón, facultad directiva del alma
(el caballo negro, el blanco, y el auriga, en el mito famoso del carro
alado, en el Fedro). Entre esas clases de la Ciudad humana no existe la
igualdad aritmética o igualdad de deberes y derechos entre todos los ciudadanos
ante una Ley única, sino la «igualdad geométrica» o de proporción y armonía: a
mayores derechos, mayores deberes, y viceversa. El pueblo, encargado del
trabajo físico para la subsistencia de la Ciudad, tiene menos derechos que las
otras clases, pero también menos deberes: no requiere de un largo aprendizaje o
instrucción, está exento del deber del heroísmo, y puede disponer pronto de su
vida y contraer matrimonio. El guerrero, con mayores derechos –exento del
trabajo manual–, está obligado al aprendizaje de las armas y sometido al deber
del honor y del heroísmo en la defensa de la Ciudad. El sabio o director que
goza de los mayores derechos –libre del trabajo físico y del manejo de las
armas–, se debe, en cambio, por entero a la comunidad y no podrá poseer bienes
ni familia propia. La virtud de cada parte del alma será también virtud propia
de cada clase: la templanza, virtud del apetito, será la del pueblo, que debe
ser frugal, austero; la fortaleza o valor, virtud del ánimo, será la del
guerrero; y la prudencia, virtud de la razón, guiará sobre todo a los sabios o
gobernantes. La justicia, en fin, virtud global del alma armoniosa, será también
la virtud de la Ciudad: será ésta justa cuando sus tres clases se armonicen en
la proporción recta de sus deberes y derechos.
Este ideal político de Platón
pasa, cristianizado, a la Ciudad medieval, y se mantiene –con mayores o menores
imperfecciones de hecho– hasta la irrupción del ideal racionalista de la Ciudad
democrática o igualitaria. Así, las tres clases o estamentos de la polis platónica
nos aparecen en las antiguas Cortes o Estados Generales formando sus tres
brazos: el pueblo o estado llano (ciudades y gremios), la nobleza militar
(guerreros) y el sacerdocio (antiguos sabios), armonizados por un poder
superior (el rey o príncipe) que representaba a Dios en el orden temporal de la
Ciudad cristiana.
Y no sólo las facultades del
alma se reflejan, según esa vieja teoría de la sociedad natural en la Ciudad
humana, sino también los distintos estratos de ser en que cala la naturaleza
del hombre. El hombre posee razón y voluntad, pero no es sólo racional sino que
incluye también en su naturaleza las funciones de la vida animal, sensitiva e instintiva,
y las de la vida puramente vegetativa. La sociedad, como proyección de la
naturaleza humana, contiene también esos aspectos superpuestos de la humana tendencia.
El racionalismo político de los
dos últimos siglos ha pretendido siempre «definir» conceptualmente a la nación en
el pórtico de sus Constituciones Políticas, y expresar en forma de Carta
o contrato constituyente el orden y la ley que regirán a la sociedad
civil, como si se tratase del documento jurídico regulador de una sociedad de
tipo voluntario (una empresa comercial o recreativa). El socialismo, por su parte,
concibe también a la nación como un todo racional-dinámico o funcional,
susceptible de ser organizado por métodos voluntarios y planificados.
Sin embargo, la sociedad básica
humana –las naciones históricas–, como reflejo que son de la naturaleza humana
toda entera, constituyen siempre un complejo de sentimientos, creencias,
emociones y hábitos colectivos, recuerdos e impulsos comunes, difíciles de
discriminar. Y en el decurso de su vida histórica influyen, tanto como las decisiones
y proyectos racionales que le deparan su dinamismo y renovación, las costumbres
y creencias que le proporcionan su estabilidad y carácter profundo.
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