«Lugones y la Política» - Roque Raúl Aragón (1926-2007)
Vinculado con la publicación anterior, y como fue adelantado, ofrecemos ahora este interesantísimo ensayo de Aragón, que mereció un premio literario organizado por la «Revista Cabildo» con ocasión del centenario del nacimiento del escritor y poeta argentino, y que fue escrito a modo de réplica de aquel artículo de Ramón Doll.
De los ensayos
inéditos recibidos sobre el tema «Leopoldo Lugones político» se ha hecho
acreedor del Premio Literario Cabildo, según lo dictaminado por el jurado que
integraron los Dres. Ernesto Palacio y Julio Irazusta y el Sr. Pedro Juan
Vignale, el trabajo de Roque Raúl Aragón.
Nacido en Tucumán,
Raúl Aragón es autor de innumerables conferencias sobre temas literarios,
políticos y folklóricos. Ha escrito dos libros: «La poesía religiosa en la
Argentina» (1967) y, recientemente, en colaboración con Jorge Calvetti, «Genio
y figura de José Hernández», que le valiera el Primer Premio del Concurso
Centenario de Martín Fierro otorgado por EUDEBA.
La política le resultó cara a Leopoldo Lugones. Casi puede decirse que le costó la vida. Por lo menos la fama le costó, pues al morir era el mayor poeta de habla castellana y nadie se ocupaba de él, a causa de la política. Es decir: el político eclipsaba al poeta. Después de su muerte, con ese mismo escrúpulo de no manifestar una admiración que pudiera favorecer la propagación de sus ideas pestíferas, el rescate del poeta se realizó bajo el compromiso tácito de olvidarse del político, como si esos últimos quince años de su vida, en los que alcanza las cumbres de su lírica, hubieran sido una equivocación, un extravío producido por un rapto momentáneo.
Este rescate emprendido por la
gente liberal siguió tres tácticas escalonadas: a) separar al político del
poeta, como diferentes y hasta opuestos; b) poner el último período del
político a la par de los anteriores, en una especie de muestrario en el que se
puede elegir según el gusto del consumidor y c) ignorar al político, como si no
hubiera existido. Hace unos días, Berenguer Carisomo concluyó una conferencia
pidiendo que en esta recordación que impone el centenario nadie recuerde al
Lugones político, como si tal acto fuera un gesto de discordia y como si esa
mera invitación no fuera ya una forma de recordarlo mal.
La mención de las convicciones
políticas alcanzadas por don Leopoldo Lugones después de un tortuoso «itinerario
de ida y vuelta» parece ser privativa de los nacionalistas. Y, sin embargo,
Ramón Doll publicó en 1939 un artículo en el que trataba de demostrar –con
cierta acrimonia que era como el último resabio de una fobia socialista– que la
política de Lugones pertenecía al orden de la estética. Su vis periodística lo
llevó a llamarle «el apolítico», con elocuente exageración. El móvil que
caracteriza al político, según Doll, «Es la preocupación inmediata, directa, no
excluyente pero sí indispensable, sobre la vida y el destino del Estado». ¿No
la tuvo acaso Lugones? Doll cree que no, que «lo que buscaba en la política era
la posibilidad de desarrollar sus facultades de creador de belleza». Con el
propósito de servir a la patria, ciertamente, «pero por medios propios,
exhibiendo un espectáculo de belleza más, completamente inútil e inoperante en
política, pero singularmente destacado como obra de arte». ¿Y La Grande Argentina? ¿Y El Estado equitativo? Doll reconoce que
allí propone «directamente medidas de gobierno, arbitrios de emergencia y
hasta la posibilidad de un parlamento corporativo. Pero si se considera que
cuando publicó esos dos libros ya estaba Lugones en condiciones de persuadir
por medios más fluidos, más eficaces, que por exposiciones en bloque de ideas
que en ese momento carecían del poder reactivo que tienen hoy, y si se tiene en
cuenta también que asuntos delicados, vidriosos, espinosos aún ahora, don
Leopoldo los presentó con su prodigiosa facundia, desconsiderando objeciones,
no haciéndose cargo de la larga discusión doctrinaria antecedente y declarando
en principio que esas eran las únicas maneras de salvar la patria, todo ello
basta y sobra para no exceptuar del apoliticismo de Lugones los citados libros».
La conclusión, si Doll nos convenciera, sería devolverles Lugones a los críticos liberales ya que todo él es un asunto de estética y desglosar de la política argentina lo que se origine en las actitudes o los escritos del poeta pues están invalidados por un propósito artístico. Pero Doll no nos convence. La política se consuma en el acto de gobierno, pero también es lo que lo prepara: que Lugones no haya sostenido sus ideas según los requisitos exigidos por Doll no quiere decir que éstas no fueran prácticas y, principalmente, no hay ninguna incompatibilidad entre la intención del bien con la de la belleza (o de ambas con la del conocimiento). En este último punto está la confusión que hace que el trabajo de D. Ramón sea sofístico (dicho con la debida reverencia), es decir: un error construido con verdades. Y es lo que justifica una cita tan dilatada, ya que representa un prejuicio muy arraigado entre nosotros según el cual el hombre de acción y el hombre de pensamiento se excluyen. Ortega y Gasset escribió en La Nación aforismos deslumbrantes sobre El intelectual y el otro y una ola de antiintelectualismo cundió entre nuestros intelectuales, que ya se tenían sabidos los dicterios contra la intelligentzia de los tradicionalistas rusos del siglo pasado. Sin embargo, el esquema orteguiano sólo vale como tal. En la realidad los hombres son activos y especulativos y la experiencia demuestra que el desarrollo de unas facultades no se hace a expensas de las otras sino más bien comunicándose a ellas. Jacques Bainville sostenía que Napoleón en el fondo era un literato. Es evidente que una exaltación de orden estético impulsa y guía a los grandes conductores, como la historia lo muestra a cada paso. Pueden tomarse al azar ejemplos tan distantes como Bolívar, Cortés, Julio César. Quizá la fórmula que exige efectos prácticos a la palabra del político tenga un reverso según el cual ningún acto llega a ser verdaderamente práctico hasta que no se convierte en palabra.
Lugones comenzó haciendo poesía
y política con el mismo entusiasmo y no puede decirse que el hecho de
descarrilar trenes en defensa de la población campesina o el hecho de
incorporarse voluntariamente al ejército para luchar como sus antepasados
tienen menor valor, como expresión de su personalidad, que los versos
contemporáneos. Cuando llega a Buenos Aires, su presencia produce cierto
estupor y Rubén Darío la anuncia como la de Un
poeta socialista, confesando la impresión que le ha producido su palabra,
tanto en los versos como en la oratoria callejera. En ambos casos se trata de
estética, diría Ramón Doll: es imposible negarlo, pero tampoco se puede negar
que en ambos casos hay una finalidad moral. En la subsiguiente actividad
periodística, que es muy intensa, se alternan los temas de política con los de
literatura. Y no sólo se alternan, sino que también se mezclan. La disposición
de su ánimo está igualmente pronta para valerse de uno u otro instrumento y su
destino, en definitiva, lo decidirán las circunstancias. Cuando, a los 26 años,
es designado inspector de enseñanza, se entrega a sus tareas con una dedicación
exclusiva, sin concederse «ni el derecho a hacer versos», como él mismo le
contó a Arturo Capdevila. (Lugones, pág. 206). Al año siguiente publica La
reforma educacional, que es prolongación de esos trabajos. Después acude
con brío a sofocar la sublevación de presos en Neuquén o la revolución
triunfante en San Luis. Como Don Quijote, busca la ocasión de una hazaña.
Cuando no lo justificaba la responsabilidad de un cargo se procuraba por sí
mismo el pretexto de una empresa política. Hasta en estudios que parecen de
pura complacencia intelectual él se considera rindiendo un acto de servicio.
«Mi programa helenista tiene por objeto proponer un dechado a mi pueblo» (L.L.
(h): Mi padre, pág. 278). También estaba convencido de que la poesía era
un débito de ciudadano, como que la palabra es lo más propio de la dignidad
humana.
Su evolución política va
íntimamente unida a su evolución literaria. Igual que en ésta, hay algo que
permanece mientras la corriente zigzaguea en busca de su nivel. En 1896 el
violento orador socialista de 22 años se dirige al príncipe de los Abruzzos,
que acababa de llegar a Buenos Aires. «La aristocracia de la sangre es
necesaria y respetable», le dice. «El noble de raza desmiente pocas veces la
herencia superior que recibió de sus abuelos». Es un aristócrata que se dirige
a otro aristócrata: «Como el vuestro, mis abuelos pelearon por la libertad de
su pueblo». ¿Y sus ideas?: «Yo no encuentro obstáculo ninguno en mi socialismo,
señor, para besar vuestra noble mano. La pezuña del cerdo burgués es lo que me
horroriza» (Primeras letras de L. L., pág. 37). Respeto y desdén
correlativos que guían sus actos de toda la vida. Lo que cambia es la
apariencia ideológica con que esta instintiva creencia se manifiesta. Es la
penetrante intuición de un estilo lo que rige su conducta, tras la cual van las
buenas o malas razones que sirven de justificativo. «Yo detesto las repúblicas»,
escribe en 1897, entre el socialismo y el anarquismo. «He aquí la razón: es que
son feas». Un cuarto de siglo más tarde se excusará de un elogio a la patria
con una razón de la misma especie: «¡Es que el patriotismo es un sentimiento
tan lindo!» (E. Palacio, Memorias, Cabildo N°1).
En ese proceso de
esclarecimiento se le revela la distinción de pueblo y plebe, de democracia y
sufragio universal, así como la identidad de la tradición grecorromana y la
Iglesia Católica. Cuando el sereno nivel en el que se aquietan los torrentes
que lo zangolotearon puede reflejar fielmente la realidad que lo circunda, se
ocupa de las cuestiones prácticas, inmediatamente realizables por un gobierno
eficaz. Podrá objetarse, como hizo Doll, la omisión de detalles necesarios o la
forma demasiado asertiva, pero no se debe olvidar que ningún político
partidario en actividad por esos años formuló un programa más claro ni más
concreto. En todo caso, lo hicieron los jóvenes de La Nueva República, a
quienes Lugones les prestó su apoyo (J. Irazusta: Genio y figura de L. L.). En agosto
de 1933 redactó para la Guardia Argentina los 15 puntos que constituyen la
definición nacionalista de la realidad actual. Y hasta intenta ser él mismo
quien los conduzca.
El poeta había llegado al mismo
punto. En la búsqueda de su expresión, fue a descubrir la lengua del pueblo en
la tonada cordobesa que meció los primeros asombros de su vida. El nacionalismo
es la clave de bóveda del poeta y el político. «Creó su poesía en función de la
Nación», dice Belisario Tello (El poeta solariego, pág. 152). En ese
momento todo él es una expresión de su pueblo, y puede aplicársele, como lo
hace Carlos A. Disandro, aquel texto de Hesíodo que sostiene que «una misma
inspiración impregna el mundo del poeta y el mundo del gobernante y que la
Política es forzosamente una “política del espíritu” y que, siendo terrenal, se
orienta a recobrar el nivel divino de la inspiración: en tanto que la Poesía,
siendo de suyo celeste, se orienta a recobrar y transfigurar el rostro de las
cosas terrenales, comenzando por la Nación misma. Lugones mantiene este doble
ritmo: ascendente, como el verdadero político; descendente como
el verdadero poeta» (Lugones y las letras argentinas, pág. 34).
Cabe, por último, una objeción: en la poesía de Lugones no hay política
y, por lo tanto, no sólo sería lícito sino hasta forzoso considerar
separadamente al poeta y al político. Si se mira bien, este argumento exigiría
una cosa falsa: que Lugones hubiera puesto en verso un alegato político que,
naturalmente, seguiría siento política pese a la apariencia poética. La poesía
de Lugones expresa esa misma realidad que la política de Lugones defiende.
Conocer, amar y crear son, en la vida la misma cosa. La vida de Lugones, con
todas sus contradicciones, es un constante despojamiento de elementos espurios,
una lucha tenaz contra las fuerzas que adulteran la imagen de la patria y el
verdadero sentido de las cosas. Sus últimos años son un tiempo de plenitud: se
han disipado las brumas de prejuicios y de juicios precipitados o caprichosos y
la realidad se le aparece un un aire diáfano. La realidad de su tierra, de sus
compatriotas, la exigente y grata presencia de sus muertos, ese mundo criollo y
castizo, en ese preciso paisaje en que él lo recibió, que le hace decir «no soy
más que un eco». Relata entonces recuerdos y tradiciones en la sencilla manera
de los cantores populares y, más allá del relato, lo que se percibe es un himno
celebratorio. Esa realidad a la que se adhiere con toda el alma es obra de su
gente, cuya historia manifiesta. Y sufre acechanzas que vienen desde afuera y
desde abajo. Desde afuera, por ese sino hostil que está en todo lo extranjero;
desde abajo, por el instinto destructor que caracteriza a lo plebeyo. Hay,
pues, un imperativo moral y la política de Leopoldo Lugones responde a él. No
se trata de pelear por las ideas; se trata de defender las cosas. Y de
defenderlas con los métodos que la historia y el sentido común muestren como
más eficaces. En la acción o en el canto, en el sueño o en la vigilia, en la
vida o en la muerte, se trata de la Argentina.
* En «Revista Cabildo», Año II, N° 16, Buenos Aires, 8 de agosto de 1974.
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