«Dedos, manos y clavos» - Mons. Fulton J. Sheen (1895-1979)
Tan pronto como los otros apóstoles estuvieron convencidos
de la resurrección y gloria de nuestro Salvador, fueron a anunciar esta nueva a
Tomás. Éste les dijo que no se negaba a creer, pero que no le era posible creer
a menos que tuviera una prueba experimental de la resurrección, a pesar del
testimonio que ellos le daban de que habían visto al Señor resucitado. Enumeró
así las condiciones que se requerían para que él pudiera creer:
La diferencia entre los que creían y los que no estaban
preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando
dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio
de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo
resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el
suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de
la verdad; él quería saber para poder creer. Era distinto del que quiere saber
para atacar a la fe. En cierto sentido, su actitud era la del teólogo
científico que fomenta el conocimiento y la inteligencia después de haber
eliminado toda duda.
Éste es el único pasaje de la Biblia en que la palabra
«clavos» se usa en relación con nuestro Salvador, y que recuerda las palabras
del salmista: «Traspasaron mis manos y mis pies». Las dudas de Tomás se
suscitaron, en su mayor parte, de su desaliento y por el efecto deprimente de
la tristeza y la soledad; porque era un hombre que gustaba de aislarse de sus compañeros.
A veces una persona que falta a una reunión pierde mucho. Si se escribieran los
minutos de la primera reunión, habrían contenido las trágicas palabras del
evangelio: «Tomás no se hallaba presente». E1 domingo empezaba a ser el día del
Señor, puesto que ocho días después los apóstoles volvían a estar reunidos en
el cenáculo, y Tomás estaba con ellos.
Estando otra vez cerradas las puertas, el Salvador
resucitado se apareció en medio de ellos por vez tercera y los saludó:
La paz sea con
vosotros. Jn 20, 19
Inmediatamente después de hablar de la paz, nuestro Señor
procedió a tratar el asunto sobre el que se basaba la paz, o sea su muerte y resurrección.
No había el menor dejo de censura en la actitud de nuestro Señor, como no lo
hubo tampoco cuando se apareció más tarde a Pedro junto al lago de Galilea.
Tomás había pedido una prueba basada en los sentidos o facultades que
pertenecen al reino animal, y una prueba de los sentidos le iba a ser dada
ahora. Díjole nuestro Señor a Tomás:
métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino creyente. Jn 20, 27
Una vez había dicho que una generación pecadora y adúltera
buscaba una señal, y ninguna señal le sería dada más que la de Jonás el
profeta. Ésta fue precisamente la señal que se dio a Tomás. El Señor conocía
las palabras escépticas que Tomás había dicho antes a sus compañeros; otra prueba
de su omnisciencia. La llaga del costado debía de ser muy grande, puesto que
dijo a Tomás que metiera su mano en ella; también debieron de serlo las llagas
de su mano, por cuanto Tomás fue invitado a que usara su dedo a modo de clavo.
Las dudas de Tomás tardaron en desvanecerse más que las de los otros, y su
extraordinario escepticismo constituye una prueba más de la realidad de la
resurrección.
Hay la misma razón para suponer que Tomás hizo lo que se le invitaba
a hacer, que la que hay para suponer que los diez apóstoles habían hecho lo
mismo precisamente durante la primera noche de pascua de resurrección. Las
palabras de reprensión que nuestro Señor dirigió a Tomás, de que no fuera tan
incrédulo, contenían también una exhortación a ser creyente y a alejar de sí
aquel pesimismo que constituía su principal defecto.
Pablo no fue desobediente a la visión celestial; tampoco lo
fue Tomás. Aquel escéptico quedó tan convencido por la prueba positiva que acababa
de recibir, que se convirtió en adorador. Postrándose de hinojos, dijo al Señor
resucitado:
¡Señor mío y Dios
mío! Jn 20, 28
En una sola ardiente exclamación, Tomás recogió todas las
dudas de una humanidad abatida para curarse repentinamente de ellas mediante
todo lo que significaba aquella sencilla y sublime exclamación: «¡Señor mío y Dios
mío!».
Con estas palabras venía a reconocer que el Emmanuel de
Isaías se hallaba delante de él. Tomás, que había sido el último en creer, fue
el primero en hacer la plena confesión de la divinidad del Salvador resucitado.
Pero, puesto que esta confesión procedía de la evidencia proporcionada por la
carne y la sangre, no fue seguida de la bendición que le fue concedida a Pedro
cuando confesó que Jesús era el Hijo de Dios vivo. Sin embargo, el Salvador
resucitado dijo a Tomás:
¡bienaventurados aquellos que
no han visto, y han creído! Jn 20, 29
Hay algunos que no quieren creer, aunque vean como faraón;
otros creen solamente cuando ven. Sobre estos dos tipos de personas, Dios nuestro
Señor ha colocado a los que no vieron y, sin embargo, creyeron. Noé había sido
advertido por Dios de las cosas que aún no habían sucedido; las creyó y preparó
su arca. Abraham abandonó su propio hogar sin saber adónde iba, pero confiando
en la promesa que Dios le había hecho de que sería padre de una raza más
numerosa que las arenas del mar. Si Tomás hubiera creído por medio del
testimonio de sus condiscípulos, su fe en Cristo habría sido mayor, puesto que
Tomás había oído muchas veces decir al Señor que sería crucificado y luego
resucitaría. También sabía por las Escrituras que la crucifixión era el
cumplimiento de una profecía, pero él quiso el testimonio complementario de los
sentidos.
* En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 567-570.
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