«Un tema actual: el declinar de Occidente» - Thomas Molnar (1921-2010)

He llegado a la conclusión de que si se enumeran los grandes acontecimientos del siglo XX –acontecimientos planetarios–, y se suman entre sí, su resultado es el declinar de Occidente.

¿Cuáles son, ante todo, los acontecimientos que he escogido? La guerra del 14, que debilitó a todos los beligerantes europeos y provocó la implantación de dos potencias extraeuropeas, futuras tutoras del continente. Además, esta guerra hizo visible a los ojos del tercer mundo, que aún no era uno, los fallos de Europa, de su tecnología, de su administración, sobre todo de su unidad.

Segundo acontecimiento, surgido orgánicamente del primero: la llegada al poder del bolchevismo (1917), ideología contraria a los supuestos cristianos y greco-romanos, a la articulación social típicamente europea. Desde entonces, no sólo los intelectuales europeos se verán atraídos por otro centro ideológico, sino que buen número de ciudadanos –ellos también– pensarán que la salvación vendrá de un lugar exterior que no será ya Tierra Santa. El objeto de peregrinaciones no será Compostela ni Jerusalén, vinculados por lazos greco-romanos y cristianos a Europa (tal como ilustran las cruzadas), sino la Rusia por donde penetra la aurora. Además, el comunismo universalizado, planetario, será el primer movimiento de masas desde la expedición asiática de Alejandro Magno cuyo epicentro no sea ya Europa. El comunismo, momentáneamente alejado por fuerzas europeas todavía actuantes, contorneará el continente y penetrará en el «tercer mundo» aportando un mensaje que no es ni ateniense, ni romano ni cristiano. Ofrecerá así una alternativa a Europa, alternativa que permitirá a los otros mirar en lo sucesivo a Europa con ojo crítico, incluso como inferior a la nueva teoría y visión del mundo.

Tercer acontecimiento: la guerra 1939-45, continuación exacta de la primera. Europa lleva la guerra al planeta, pero las consecuencias las sufre ella misma. Las colonias vacilan en el umbral de la independencia; Europa, decaída, apenas las retendrá. De hecho, las potencias europeas se ven batidas en varios frentes, y por doquier la capitulación, además de la división del continente mismo. Europa no está ya en Europa –cabría decir–, sino gobernada, influida, aconsejada desde fuera, especialmente por las dos entidades, ambas ideológicas, que son por así decir las pesadillas de Europa: la libertad imbécil y el despotismo sin límites.

Cuarto acontecimiento: los Estados Unidos en tanto que super-potencia, se impone por sus mercancías, sus técnicas, su fabricación de ilusiones y apetencias. Como en el caso del marxismo moscovita, aunque en otro registro, se trata de una invasión de Europa por una mentalidad antitética de las viejas diversidades y arraigos de sus pueblos. Por su mismo carácter planetario, comparado con el cual el imperio romano o el imperio británico diríanse provinciales, los Estados Unidos reúnen a los pueblos por lo bajo, si cabe decir, por el lado de la prosperidad material y de un estilo mecánico de comportamiento. Se trata de la primera sociedad en la historia que no aspira a nada, salvo a poseer más de lo que posee; y que por esta misma visión rebajada al ras de la tierra desacostumbra a los hombres –e incluso a los hombres de Iglesia- a elevar los ojos hacia lo que es superior, reflejo de lo que es trascendente. Europa, en 1945, ha empezado a dudar de sí misma; su superficie reducida y su horizonte bloqueado por el estilo de vida americano la vacían de su propia existencia.

Quinto acontecimiento: la descolonización. No es sólo privarse de territorio, de misión y de una perspectiva más amplia: es también la consecuencia de que su pérdida se convertirá en ganancia para las potencias tutoras extra-europeas. Porque la civilización europea, como antes de ella el helenismo, después la romanidad, tenía como vocación humanizar a los otros pueblos y razas, inculcarles la mesura y la inteligencia. No ignoro que es otro «universalismo» lo que precisamente reprocho a los mundos americano y soviético; solamente Atenas, Roma y (digamos) París penetraron en otros confines para enriquecerse de su aportación y rebuscar, eternamente insatisfechas, lo que aún pueda iluminar lo divino y lo humano. A pesar de los abusos y atrocidades cometidos por Roma y por Europa en lo que no era todavía el tercer mundo, abusos y atrocidades que van desde Cartago hasta los aztecas, el europeo se acercaba a otras riberas también con gran humildad. Era la búsqueda de los misterios del ser, la prolongación de la investigación filosófica (metafísica y teológica) que habían emprendido los pensadores europeos, desde Aristóteles a Leibniz. A pesar de esos abusos y atrocidades cometidos por Roma y por Europa, había en la empresa europea lo que el filósofo de Praga Jan Patocka llama «el cuidado del alma», en un estudio sobre Platón y Europa (Ed. Verdier, 1983). Por el contrario, tanto Moscú como Washington re-colonizan el tercer mundo no viendo en él un nuevo medio de profundizar la condición humana, sino sólo la ocasión de utilizar esas tierras y esos pueblos en cuanto materia ideológicamente manipulable. Se trata, bien de sovietizar/satelitizar las estructuras locales, bien de hacer salir de la urna (método ridículamente inapropiado a esos climas) una banda de seudo-élite que sepa imitar el lenguaje y los comportamientos de senadores americanos crédulos. No se podría obrar mejor si se tratase de crear las condiciones de un tumulto inacabable, de una anarquía planetaria.

Sexto acontecimiento: en fin, el hundimiento, al nivel de lo natural y de las instituciones, de la Iglesia Romana. Sin duda la Iglesia no es sólo de Europa; sin embargo, ella contuvo durante dos milenios la sustancia de este continente, interiorizando una historia de más de cuatro mil años, desde el Éufrates y el Nilo hasta las aguas del Amazonas. Europa e Iglesia, encarnación mutua, proyección en el dominio del espíritu y de la materia viva, de la majestad divina y de la aspiración del hombre hacia el más allá. Al propio tiempo, la Iglesia, heredera de todos los pueblos forjados en el Occidente ampliamente concebido, fue también el modelo político de Europa: unidad y diversidad, príncipe y república, cuerpos intermedios y subsidiaridad, libertades y ley. La medida helénica y la autoridad romana, una y otra vivificadas por la caridad cristiana: he ahí una de las numerosas fórmulas para «definir» Europa. No obstante, sin prejuzgar el porvenir de la Iglesia –que se encuentra en manos distintas de las humanas– se contemplan en ella dos líneas de orientación «no-europeas». Para simplificar, diríamos que la Iglesia se lanza, imitando en su actitud a las naciones terrenales, por los caminos todavía paralelos, pero finalmente convergentes del liberalismo y del socialismo. Cartas pastorales, decretos, discursos innumerables, documentos cambiantes, instrucciones, incluso encíclicas, adoptan el lenguaje político de las sociedades actuales. Un saludo al capitalismo a la americana, otro a la izquierda internacional presentable, «un poco de cólera incluso, no siempre atemperada», escribe diplomáticamente el P. Calvez (Le Monde, 8 de abril).

La otra línea a que se lanza la Iglesia es aún más peligrosa: la de la fragmentación, del sectarismo ideológico o regional. Ante un representante de la religión de Shiva, en el bosque sagrado de los animistas nigerianos, en la sinagoga romana, en el estadio de Casablanca, el vicario de Cristo mantiene, sin duda, su mirada en el Señor; sin embargo, crea, quiérase o no, un espectáculo menos diversificado que diversificante. Sin duda no es el «lenguaje» europeo el único en que la Iglesia pueda expresarse. Pero, ¿no se trata, precisamente, de algo más que de expresiones? Una especie de disolución muy moderna, un desmoronamiento cada vez más difícil de interpretar, un lenguaje ambiguo ... ¿No es, una vez más, la negación de la universalidad específica de Europa, una cierta ausencia de mesura, un desbordamiento de los esquemas sólidos del pensar?

La crónica del hundimiento de Occidente pasa por los seis acontecimientos aquí evocados. (Occidente y Europa son para mí nociones intercambiables y exclusivas: no hay más occidente que el europeo; el resto que dice serlo viene a reducirse a fuerzas centrífugas que se encarnan en una u otra forma de «no-occidente»). Resulta difícil establecer secuencia lógico-histórica de esos acontecimientos, incluso si no consideramos a la cronología como factor determinante. Podría decirse que, del primero al sexto punto, Europa ha, ante todo, abandonado el poder político, y sólo al fin la sustancia espiritual, por más que los pensadores de la historia conciban ese orden como inverso. Como quiera que sea, los setenta años que acabamos de recorrer nos informan con claridad sobre el desarrollo del fenómeno «decadencia». Pérdida material, evacuación de lo espiritual por el canal privilegiado, restricción territorial, abandono de los pueblos leales, modas de pensar extranjeras y alienadoras, división geográfica, servidumbre.

Se añade aún al cuadro el esfuerzo ilusionista por negar los hechos. A semejanza de la muerte individual, la muerte de una civilización, de una visión del mundo, produce ante todo imágenes confortadoras, variaciones sobre el tema de la inmortalidad. Ni el hombre ni la civilización quieren desaparecer. Por ello mismo, las ilusiones se multiplican. Los expertos americanos declaran ser verdad que de aquí al 2080 los Estados Unidos serán «morenos» (es decir, en tal extremo multirraciales que los blancos constituirán una minoría, en provecho de hindúes, mejicanos de origen indio, caribes, filipinos, coreanos, etc.), pero que ello está en la línea de América, tierra de asilo y de prosperidad. Los expertos europeos, cuyos ojos no miran a las tablas demográficas, se cuentan cuentos sobre una «Europa unida», tercera superpotencia[1]. Esto sucede en el Parlamento de Estrasburgo, cuyos miembros, al igual que los arúspices que describía Cicerón, no pueden contener su risa al mirarse de frente. Los expertos de la Iglesia, al salir del Concilio, del Sínodo o de la redacción de diversos documentos, proclaman que la Iglesia ha encontrado su puesto en el mundo moderno y cambiante y que el frailecito de Asís reinará sobre la reunión universal de todas las religiones del planeta[2].

Por doquier hermosas promesas y bellas imágenes. Es parte también del escenario de la decadencia...

* En «Revista Verbo – Speiro», N° 251-252, 1987.


[1] Y considérese además que el presente fue escrito en 1987, cuando, si bien podían vislumbrarse ya los comienzos de la «nueva invasión musulmana» en Europa, todavía no resultaba tan patente como en la actualidad. Puede consultarse en ese sentido la excelente novela «El Desembarco. El Campamento de los Santos» (Le Camp des Saints, su título original en francés) de 1973 de Jean Raspil. (Nota de «Decíamos ayer...»)
[2] ¿Un presagio casi profético de Molnar? (Nota de «Decíamos ayer...»).
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