«Morada de los hombres...» - Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)
Pero como las únicas razones son
las del ladrillo, la piedra y la teja y no las del alma o del corazón que los
dominan, por su poder los transforman en silencio, y como el alma y el corazón
escapan a las reglas de la lógica y a las leyes de los números, entonces, yo
apareceré con mi arbitrariedad. Yo, el arquitecto. Yo, que poseo un alma y un
corazón. Yo, único que posee el poder de cambiar la piedra en silencio. Llego y
amaso esta pasta que es sólo materia, según la imagen que sólo me llega de Dios
y fuera de las vías de la lógica. Yo construyo mi civilización, prendado del
gusto que tendrá, como otros construyen sus poemas y la inflexión de la frase y
cambian la palabra, sin estar obligados a justificar la inflexión y el cambio,
prendados del gusto que tendrán, y que conocen en el corazón.
Porque yo soy el jefe. Y escribo
las leyes y dispongo las fiestas y ordeno los sacrificios y, de sus carneros,
de sus cabras, de sus moradas, de sus montañas, extraigo esta civilización
semejante al palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.
Porque, sin mí, ¿qué hubieran
hecho del montón de piedras, al removerlo de derecha a izquierda, sino otro
montón de piedras todavía menos organizado? Yo gobierno y escojo. Y soy el
único que gobierna. Y he aquí que pueden orar en el silencio y la sombra que
deben a mis piedras. A mis piedras ordenadas según la imagen de mi corazón.
Soy el jefe. Soy el dueño. Soy
el responsable. Y solicito ayuda. Por haber comprendido claramente que el jefe
no es quien salva a los otros, sino quien pide ser salvado. Porque es por mí,
por la imagen que conduzco, que se funda la unidad que he obtenido, yo solo, de
mis carneros, de mis cabras, de mis moradas, de mis montañas, y helos aquí,
amantes, como lo serían de una joven divinidad que abriera sus brazos frescos
en el sol, y a la que no han reconocido en un principio. He aquí que aman la casa
que he inventado según mi deseo. Y a través de ella, a mí, al arquitecto. Como
aquel que ama una estatua no ama la arcilla, ni el ladrillo, ni el bronce, sino
los esfuerzos del escultor. Y yo los aficiono a su morada, a los de mi pueblo,
para que sepan reconocerla. Y no la reconocerán hasta que la hayan nutrido con
su sangre, y engalanado con sus sacrificios. Ella les exigirá incluso su
sangre, hasta su carne, porque será su propia significación. Entonces no podrán
desconocer esta estructura divina en forma de rostro. Entonces experimentarán
amor por ella. Y sus veladas serán fervientes. Y los padres, cuando sus hijos
abran los ojos y los oídos, se ocuparán en descubrírsela, a fin de que no se
ahogue en la diversidad de las cosas.
Y si he construido mi morada lo
bastante vasta como para dar un sentido hasta a las estrellas, entonces, si se
aventuran de noche en sus umbrales y alzan la cabeza, darán gracias a Dios por
conducir tan bien esos navíos. Y si la he construido lo bastante durable como
para que contenga toda la duración de la vida, entonces irán de fiesta en
fiesta como de vestíbulo en vestíbulo, sabiendo adónde van, y descubriendo a
través de la vida diversa, el rostro de Dios.
¡Ciudadela! Te he, pues, construido
como un navío. Te he clavado, aparejado, después abandonado en el tiempo, que
es un viento favorable.
¡Navío de los hombres sin el
cual perderían la eternidad!
Pero conozco las amenazas que
gravitan en contra de mi navío. Siempre atormentado por la mar oscura del
exterior. Y por las otras imágenes posibles. Porque siempre es posible echar
abajo el templo y prevalerse de las piedras para otro templo. Y el otro no es
ni más verdadero, ni más falso, ni más justo, ni más injusto. Y nadie conocerá
el desastre, pues la calidad del silencio no está inscrita en el montón de
piedras.
Por esto deseo que apoyen
sólidamente los grandes flancos del navío. A fin de salvarlos de generación en
generación, porque no embelleceré un templo si lo recomienzo a cada instante.
* En «Ciudadela», Cap. IV, Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1966, pp.36-38.
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