«Carta a Eduardo Mallea» - Leopoldo Marechal (1900-1970)
Sobre tu carne pesa como un recién nacido».
Lenguaje de pasión es el tuyo:
pensamiento, sí, pero exclamado y en son de grito. Y recordando ahora otras
páginas tuyas en las cuales, al hablar de América, la definías como un
continente que no ha logrado aún su expresión, se me ocurre pensar que cuando
América inicie su discurso también lo hará en un idioma exclamado, como
corresponde a todo aquel que habla al fin, tras un largo y doloroso silencio.
Una pasión argentina. Ese
vocablo «pasión» usa en tu obra su sentido literal de «padecimiento». Padecer
la Argentina de hoy, llevarla como una herida en el costado, tal es tu historia
y quizás la de muchos argentinos. Porque sé, como tú, que hay actualmente dos
clases de argentinos: los que asisten al país, desde afuera, como quien asiste
a un banquete monstruo, y los que lo sufren en sí mismo, con dolores de parto;
aquellos que todo lo exigen del país, y aquellos que todo lo dan, sin
recompensa. ¿Sin recompensa? No. Cada una de estas dos clases sirve en el país
a un señor distinto y obtiene el salario propio de su servicio y de su señor; y
si nuestro salario es la soledad, el suspiro del alma y la congoja, es porque
servimos a un señor que gusta manifestarse entre las lágrimas de sus
servidores.
Durante la lectura de tu libro
he realizado una observación muy significativa: el tema de la pasión se
desdobla en ti frecuentemente, de modo tal que se nos ofrece, ya como tu pasión
a causa del país, ya como tu pasión a causa de ti mismo. Digo que se desdobla
(y aquí está lo arriesgado de la observación) porque en el fondo ambas pasiones
concurren en una sola pasión indivisible, en una pasión de dos caras, tal como
si la Argentina cuyo nacimiento soñamos estuviera gestándose en el interior de
los que la padecemos, y tal como si el desenlace de su «agonía» (en el sentido
de lucha interior) dependiera del resultado de nuestra propia agonía. Y ahora
me parece claro lo que dije recién, al hablar de los que llevan el país en sí
con dolores de parto.
Tu historia es la historia de un
alma, y por lo tanto es la historia de un despertar, como la mía; como la de
todos los despiertos: Dante despierta una vez, espiritualmente, y se halla en
la selva obscura. Desde la infancia (un niño mirando las arenas), ¡qué largo
sueño! Desde la infancia (un niño frente al mar), ¡qué largo viaje! Y de pronto
uno despierta en la noche: ¡el alma se nos ha vuelto nocturna! De pronto el
alma se detiene (¡qué largo viaje!), ya no quiere seguir; y empieza entonces a
girar sobre sí misma, estudiándose y llorándose. Algo bueno está sucediéndole,
sin duda, puesto que abandona el movimiento local de los cuerpos y asume ahora
el movimiento circular de las almas; y si ahora gira sobre sí misma es porque
ha encontrado su propio eje. Querido Eduardo, no quiero aclarar estas palabras
necesariamente obscuras: tú las entenderás, y eso me basta. Lo que podemos
afirmar en lenguaje directo es que nuestra Argentina irá levantándose a medida
que crezca el número de los despiertos, entre los dormidos, y el de los «sobrios»,
entre los «ebrios».
¿Haremos un país a nuestra
imagen y semejanza? Entonces, a esta Argentina que nos rodea, le exigiremos lo
que nos hemos exigido a nosotros mismos: nos hemos despojado lo bastante como
para entrever el color de nuestras almas, y es necesario que el país se desnude
mucho para encontrar el de la suya. ¿Cómo? En tu libro hablas del dolor y elogias
la exaltación de la vida severa; pero ¿bastará que se produzca el milagro en un
archipiélago de almas argentinas? ¿no sería ello una realización insular,
incomunicable a ese todo que es un pueblo? En otra parte de tu libro te
refieres al pueblo y a su «capacidad de dolor»; pero esa capacidad es una
virtud «en potencia», y sería necesario que los acontecimientos la pusieran en
acto vivo. El pueblo, como pueblo, no saldrá en busca del dolor, y si lo
encuentra en sí mismo será porque una vibración colectiva lo ha puesto en acto.
¿Es posible que ocurra? Sólo sé responder lo siguiente: hay pueblos que tienen
misión y que parecen destinados a llevar la voz cantante de la historia,
sufriéndola en sí mismos y creándola; pues bien, a esa clase de pueblos no les
ha faltado nunca la prueba del dolor vivificante, y ese dolor puede llevar muchos
nombres, algunos aborrecimientos, pero su nombre verdadero sólo es conocido de
Aquel que llamamos Único Señor de la Historia. Falta preguntarse ahora: ¿será
el nuestro un país de misión? Yo creo que sí: la mía es una fe y una esperanza,
nada más, pero es mucho.
Sólo cuando el país entero vibre
y se exalte en la unidad de un solo acorde que sea música de sí mismo y
vibración de su alma, sólo entonces nuestro país será una gran provincia de la
tierra. ¿Le pides, además, una superación de sí mismo y un rapto de sí mismo
hacia las últimas fronteras de lo humano? ¡Cuidado! Porque entonces la
Argentina ya no será tan sólo una gran provincia de la tierra, sino, además, una
gran provincia del cielo.
Querido Eduardo, querías
dialogar con tus lectores, y he dicho mi parte, a fuer de honrado interlocutor.
Hay otras observaciones interesantes en tu libro: aquella de que nuestro país
debe reintegrarse a una línea espiritual que ya tuvo y que perdió luego, me
parece digna de ser estudiada con mayor amplitud. Ya lo harás otra vez, y
dialogaremos nuevamente. Hasta entonces recibe los plácemes sinceros y el
abrazo de tu amigo.
Leopoldo
Marechal
* En «Revista Sol y Luna», Buenos Aires, n° 1, 1938, pp. 180-182.
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