«Conclusión» - Federico Ibarguren (1907-2000)
En esta semana, aniversario de los sucesos de Mayo de 1810, vaya esta nota en homenaje a quienes protagonizaron e impulsaron la creación de la llamada 1ª Junta de Gobierno, y sirva además para esclarecer la causa verdaderamente hispánica que motivó su creación.
Este preconcepto nos viene de
lejos y es, puede decirse, el sostenido por los próceres constitucionales: Alberdi
(el de Las Bases), Sarmiento y Mitre. Trilogía infalible, a quien la
historia regulada otorga los dones del Espíritu Santo para juzgar nuestro
pasado. Aquellos hombres, mentores del antiespañolismo como dogma,
menospreciaron las tradiciones virreinales en bloque, como una rémora; no
obstante haber ellas plasmado –a través de dos siglos de unión a España– las
épicas virtudes de nuestra raza, cuyo legado hemos de transmitir intacto a la
posteridad. Agreguemos a lo antedicho la devoción que sus epígonos liberales
–corifeos de la masonería internacional–, profesaron a la civilización puritana
y plutocrática de los Estados Unidos del Norte: verdadera meca del progreso
materialista alabado por Alberdi en Las Bases.
Para políticos de su laya
–abrumados, además, por problemas internos que no podían resolver–, la
constitución de los Estados Unidos, deslumbrante en teoría, adquirió un
predicamento extraordinario. Fue, puede decirse, el arma esgrimida por tres
generaciones de fanáticos (mirandistas –primero–; morenistas, lautarinos,
directoriales y unitarios –después) en guerra contra la «barbarie» vernácula
encarnada en la mayoría del país que no comulgaba con sus soluciones, adoptadas
con un fetichismo sin otro paralelo que el desprecio de lo propio.
Autodenigración suicida,
impuesta en las catorce provincias argentinas por la facción victoriosa después
de 1865. El mejicano Carlos Pereyra[1]
refiérese a ella con palabras condenatorias, que siguen siendo, por lo demás,
de rigurosa actualidad continental: «Los pueblos hispanoamericanos se
entregaron a una furiosa autodenigración –escribe–. Desconocieron su
experiencia secular, muy valiosa, pues durante el régimen colonial habían
tenido una actividad autónoma suficiente para capacitarlos y desdeñando la
riqueza institucional de que eran herederos, se dedicaron a la imitación de la
obra norteamericana... Decir Federación y Estados, o sin llevar hasta ese grado
la imitación, decir Ejecutivo y Legislativo, era expresa el beneficio de la
Independencia traducido en semejanzas con la nación tomada por modelo. “América
estaba institucionalmente bajo la égida de los Estados Unidos”. Esta frase
satisfacía a los políticos de los Estados Unidos y a los de las Repúblicas de
lengua española».
Tal verdad fue recogida en libros y ensayos
prohijados por el Estado Argentino; y lo que es peor, traducida a los textos de
enseñanza recomendados en nuestras escuelas y colegios. La falsedad de semejante
punto de vista (denigrar nuestra idiosincrasia propia y exaltar la ajena)
resulta hoy patente, debido a los progresos a que ha llegado el estudio del
pasado hispano-americano. Vicente Fidel López ya lo hacía notar en el prefacio
de su Historia de la República Argentina, con esta frase: «La República
Argentina nació como una evolución espontánea de la nacionalidad española». Y
el investigador anglo-argentino Carlos Roberts[2],
dice también que: «Una de las cosas que se nota muy especialmente al estudiar
la historia del Río de la Plata, es la íntima conexión entre el espíritu
colonial y el independiente, que no permite tratarlo separadamente con un
criterio simplista».
Es necesario, pues, desentrañar
con sentido lógico y a la luz de documentos imparciales, la gestación y
desarrollo del proceso de nuestra Independencia y de las luchas civiles a que
dio motivo, hasta la definitiva organización nacional. Ya que quien investiga
la historia de aquellos tiempos con el acostumbrado prejuicio antihispánico, no
podrá explicar la perfecta coherencia entre hechos correlativos de la madre
patria y de la nuestra, en un período político dado. A saber: la derrota de la
escuadra franco-española en Trafalgar y las invasiones inglesas al Río de la
Plata; la lucha entablada en España contra Napoleón y los proyectos de coronar
en el Plata a la reina Carlota; el reconocimiento de José Bonaparte por los
diputados de Bayona y la jura en Buenos Aires del monarca Fernando VII; la
caída en Cádiz de la Junta Central después de la derrota de Despeñaderos y la
destitución de Cisneros el 25 de mayo de 1810.
El verdadero significado de
nuestra emancipación, no es ni puede ser, por tanto, el que nos enseñan los
textos de colegio y los superficiales tratados aprendidos sin descernimiento
para el apremiante examen universitario.
El descubrimiento del nuevo
mundo y su conquista, en los primeros siglos XV al XVII fueron –como lo han
probado historiadores de diversas tendencias– empresas católicas, que tuvieron
como primordial objetivo la evangelización de los infieles. La generosa
concepción inicial desvirtuóse luego, hasta transformarse, con lo reyes Borbones,
en explotación regenteada desde Madrid. Ello despertó sentimientos de protesta
en los indianos, cuyo único vínculo de unión que justificaba su lealtad a una
autoridad desconocida y distante, era la religión católica, fielmente
observada por los primeros monarcas fundadores del Imperio.
El descontento robustecióse con
el tiempo; en mi opinión, por dos motivos de distinta índole. Espiritual
el primero: el catolicismo enseñado en América por los jesuitas, y conservado,
como bandera –al ser disuelta la Orden–, contra el regalismo y codicia de los
últimos monarcas que entregaron la madre patria al extranjero. Y terrenal
el segundo: la poderosa influencia del ambiente y los medios de vida, que
hicieron del criollo una raza fuerte, más primitiva en las costumbres y, en
consecuencia, menos propensa que la española europea a contagios ideológicos
perturbadores.
Sintetizando, llegamos nosotros
–en este orden de ideas– a las siguientes conclusiones finales:
1) Hasta el 25 de mayo de 1810,
no prevalecieron –en el hecho– el cálculo mercantil, el odio de clases ni las
maniobras extranjeras (sin negarle importancia a la sagaz infiltración
británica), que recién tendrán eco cuando comienza la lucha de tendencias a
minar la primera Junta porteña.
2) La semana de mayo es
fundamentalmente –como queda dicho–, una pura reacción defensiva de orden
religioso y patriótico, contra los franceses, cuya invasión a nuestras
playas se esperaba, y que habían dejado a España humillada e inerme.
3) Por eso no se planteó –en
aquella ocasión– ninguna cuestión concerniente a «formas» de gobierno, no se
buscó de manera abierta la ruptura del vínculo con Fernando VII y sus
sucesores.
4) El exótico e impopular
jacobinismo de Mariano Moreno, hubo de revelarse sólo más tarde –y por sorpresa–
a través del tan discutido Plan de Operaciones presentado a
consideración de la Junta con el resultado que se conoce (30 de agosto de
1810).
Con lo dicho, cabe definir al
movimiento de Mayo –sin alardes–, como una espontánea defensa criolla de la
Hispanidad en peligro de ser nuevamente avasallada desde afuera. Ramiro de
Maeztu, en su obra epónima, refiriéndose a la guerra emancipadora del nuevo
mundo, ha estampado esta frase que honra a nuestros próceres de aquel tiempo:
«...la aristocracia americana reclamaba el poder –dice[3]–,
como descendiente de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de
los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX».
¿Puede negarse, acaso, la justicia
de quienes, sin traicionar los valores de la cultura heredada, persiguieron la
reivindicación de su tierra, con propósitos de salvaguardarla de un
vasallaje extranjero que se tenía como seguro?
* En «Lecciones de Historia Rioplatense». El presente es el último capítulo de la edición de un curso dictado en 1946 en la Universidad Libre Argentina, a pedido del Dr. Héctor Bernardo. Ed. Huemul – 2ª edición, Buenos Aires, 1966 – pp. 149-153.