«Misioneros y misioneras “de deseo”» - P. Segundo Llorente S.J. (1906-1989)
Una monja de Vizcaya me
pregunta por carta si comparto su opinión de que para ser una misionera no es
menester cruzar los mares e internarse en el frente misional para romper allí
lanzas por Cristo. Si mi respuesta fuese afirmativa, me ruega que la dé larga y
en forma de artículo para convencer a las que piensan lo contrario.
Mi respuesta es efectivamente
afirmativa. Para ser una misionera, no tiene que venir a lo que llamamos frente
misional donde la mayoría no conoce a Jesucristo.
¿Cómo predicarán si no son enviados?
Con el auge que
afortunadamente va tomando cada día la idea misional, hay un sin fin de almas buenas
en la cristiandad que desean ardientemente ser misioneras, pero que no pueden
venir, y se afligen lamentando lo que llaman su mala estrella que les impide la
realización de sus ardorosos deseos.
En el capítulo 10 de la epístola
a los romanos leen esas almas los siguientes versículos: «Todo el que invoque
el nombre del Señor, se salvará. Pero ¿cómo van a invocar a Aquel en quien no
creyeron? ¿Y cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Y cómo van
a oír si no se les predica? ¿Y cómo se les va a predicar si no se les envían
predicadores? Por eso está escrito: qué preciosos son los pies de los que
evangelizan la paz; de los que evangelizan el bien».
Cada vez que leen esto esas
almas se mesan los cabellos al menos metafóricamente y no atinan con la
solución del problema. Quieren venir; no pueden venir; todo está perdido.
Es cosa clara y de fe que para
que se conviertan los infieles tiene que haber misioneros que les prediquen.
Bien claro lo especificó Jesucristo en su testamento: «Id y enseñad a todas las
gentes y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».
¡Id! Alguno tiene que ir. Pero
ese mandato de ir no obliga a todos de la misma manera, aunque todos tenemos
que «ir»; como el luchar en defensa de la patria o el colonizar regiones
bárbaras o de menor edad no obliga lo mismo a todos los ciudadanos.
Entiendo aquí por Iglesia el
reino de Cristo en el mundo. Como Cristo es por naturaleza rey universal, su
reino abarca por derecho propio toda la redondez del globo. Todo hombre que
viene a este mundo debe ser vasallo de Cristo rey.
Resulta, sin embargo, que
pululan por la tierra millones de millones que no lo son; hay rebaños
incontables de ovejas que vegetan lejos del verdadero redil.
Consecuencia lógica de estos
hechos antagónicos es que la Iglesia de Cristo es militante. Toda la Iglesia se
despliega en orden de batalla para ganar a todos los hombres; para atraer hacia
sí todas las ovejas extraviadas.
Todo bautizado es por el mero
hecho un misionero. Esas almas buenas que se afligen porque no pueden venir a
misiones, que no se aflijan. Formamos todos un cuerpo de combate con vanguardia
y retaguardia. Los misioneros forman la vanguardia.
Ahora bien, es un axioma de
todos conocido que, sin una retaguardia bien organizada, no hay vanguardia que
pueda atacar con eficacia mucho tiempo ni que puedan contener el ímpetu del
enemigo que está siempre contraatacando.
Cuando los clarines de san
Miguel anuncien el fin de la guerra y del mundo, nos reuniremos todos para repartir
los despojos. Habrá primero el gran desfile de la victoria marchando ángeles y
hombres a banderas desplegadas ante la presencia del eterno Padre que tendrá a su
diestra a Jesucristo.
Patriarcas, profetas, apóstoles,
mártires, confesores y vírgenes flanqueados por legiones de ángeles desfilarán
triunfantes embriagados de paz y de dulzura. Esos son los que se salvaron.
Se salvaron por la gracia divina,
y ésta viene sólo de Dios; pero Dios se valió ordinariamente de medios humanos.
Nos ayudamos mutuamente a salvarnos, como nos ayudamos a condenarnos.
Triunfamos. ¿Quién triunfó?
Todos triunfamos. Todos juntos. Mientras unos combatían en las trincheras,
otros fabricaban municiones, hacían uniformes, remendaban zapatos de campaña y
recogían las cosechas de los campos.
Sin éstos de la retaguardia, no
podría dar un paso la vanguardia. En las conquistas espirituales del reino de
Cristo los fusiles son las oraciones y las balas son los sacrificios. El
soldado misionero tiene que disparar sin cesar, y si no le proveen de
municiones, él solo bien pocas puede fabricar.
Son las almas buenas de la
retaguardia, esas almas que se afligen porque no son enviadas, las que con sus
oraciones y sacrificios mantienen el frente.
Presuponiendo que están en
gracia, viven unidas a Cristo como los sarmientos a la vid y tienen parte
activísima en la circulación de la sangre divina por todo el cuerpo místico.
Injertadas en Cristo producen
sazonados frutos de redención, conversión, santificación y salvación de
innumerables almas; unas más y otras menos según el grado de unión que tengan
con Cristo.
Basta con que todo lo hagan por
amor de Dios; y mientras más desinteresado y fino sea ese amor, más ricos serán
los frutos espirituales que producen.
El andar, comer, vestirse,
dormir, peinarse y cortarse las uñas hecho todo por amor de Cristo y en unión
íntima con Jesucristo produce tres frutos riquísimos que son: gloria a Dios,
santificación personal, y conversión de almas apartadas de Dios.
Para Dios no hay distancias. La
trabazón y musculatura del cuerpo místico es un hecho invisible pero real y
concreto y sin distancias apreciables a los ojos de Dios. Todas las inyecciones
de savia divina que se apliquen en cualquier parte de ese cuerpo redundarán forzosamente
en el incremento y bienestar de todo el cuerpo.
Para salvar almas no es
necesario que todos surquen los mares. Se salvan también desde una cocina o una
clase en pleno Madrid, y sobre todo se pueden salvar a redadas desde una
enfermería.
Poco a poco nos vamos reponiendo
del pasmo que causó la proclamación de santa Teresa del Niño Jesús patrona universal
de las misiones; ella que jamás vio más indios que los pintados en los libros,
vivió encerrada en un convento de Francia y murió tísica en la enfermería del
convento entre cuatro paredes blancas.
En cambio, el pobre misionero
que ve las ovejas descarriadas y las trae e introduce en el redil, corre un peligro
gravísimo de albergar en el alma cierto humillo flotante de vanagloria que le
hace perder mucho mérito a los ojos purísimos de Dios.
Vanagloriarse de convertir infieles
puede traer consecuencias desastrosas para el alma. Las conversiones se deben a
la gracia. Esta se da de ley ordinaria al que la implora con oraciones,
lágrimas, actos de amor, sacrificios, obras buenas ofrecidas con pureza de
intención y sobre todo con sufrimientos unidos a los de Cristo. Todo esto nos lo
procura o nos lo puede procurar la retaguardia.
Una monja tísica en una enfermería
de Castilla, abandonada horas enteras entre el techo y el piso de la celda,
obtiene una gracia eficaz con la que se convierte, digamos, un negro del Congo.
Dios se vale del misionero congolés como de un instrumento para bautizarle.
El tal misionero no tuvo nada
que ver con la obtención de aquella gracia, ni sabe de dónde ni quién la obtuvo,
pero se vanagloria de haber convertido al negro. Dios que es infinitamente
justo frunce el entrecejo y ya tenemos tormenta. La monja tísica en este caso
es el publicano, y el misionero es el fariseo.
De esto hay mucho más peligro de
lo que uno se imagina; porque nuestra miseria, real y verdaderamente, no tiene
límites visibles.
Pero esas almas que se afligen
porque no pueden venir, no se aquietan fácilmente y como si fuesen filósofos de
profesión arguyen y discuten sin dar nunca el brazo a torcer. Dicen ellas: «Si
yo fuera a misiones, haría allí todo lo que estoy haciendo aquí y encima serviría de
instrumento para convertir y bautizar, y con eso ya no habría más que pedir»
Este mundo tiene un gran
parecido con un teatro, y la vida tiene mucho de comedia. Cuando nacemos, Dios
nos da un papel para que le representemos.
A unos, reyes; a otros, payasos;
a unos, obispos; a otros, sacristanes.
Que nadie se atreva a pedir
cuentas a Dios de por qué a unos les da este papel, y a otros les da el otro.
Lo importante en toda
representación teatral es que cada uno haga bien un papel. Si el payaso lo hace
mejor que el rey, él es el que se lleva los aplausos.
A los ojos de Dios cada uno es
lo que es por dentro, no lo que viste ni lo que representa por fuera. A la hora
del juicio desaparecerán todos los disfraces y aparecerán las almas desnudas,
o, si se quiere, vestidas con sus obras.
Ahora bien, Dios que es nuestro
Padre y nos ama con amor infinito y conoce los rincones más recónditos de
nuestro corazón, nos ofrece un papel que sabe él nos cae como anillo al dedo;
más aún, nos promete su ayuda para desempeñarlo.
Esas almas afligidas porque no
pueden venir a misiones, que se apliquen a sí el siguiente dilema: o Dios me
quiere en las misiones, o no me quiere. Si me quiere y coopero yo con é1, ya se
las arreglará él para que vaya. Si no me quiere, sería locura de mi parte
empeñarme en desempeñar un papel distinto del que Dios me ha preparado.
Sucede que Dios llama a misiones
a cierto número de almas escogidas; pero ellas se hacen sordas y no quieren
oír. Esa sordera artificial causa heridas profundas en su divino corazón.
Como las heridas duelen, hay que
curarlas. Dios las cura con el bálsamo de los deseos de otras almas que quisieran
venir y se lamentan de no poder venir. Una inyección en el brazo deja al cuerpo
libre de difteria.
La otra razón es que Dios en su infinita
bondad quiere coronar los buenos deseos como se lo merecen. ¿Qué hay de
sencillo y más factible que la expresión de un deseo? He aquí un modo sencillo de
ser misioneros y de los buenos.
Pues el reverso de la medalla no es menos real. Claro que a Dios no se le engaña queriendo venderle veleidades por deseos. Dios distingue bien de colores.
* En el libro «En las costas del Mar de Bering», Editorial, El Siglo de las Misiones, 1953.
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