«La muerte de la Reina Isabel» (fragmento) - William Thomas Walsh (1891-1949)
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Las gentes decían que alguna desgracia
iba a caer sobre Castilla. El Jueves Santo fueron llevados a palacio doce
pordioseros de la calle, y el rey Fernando, siguiendo el ejemplo de nuestro
Señor, se arrodilló humildemente delante de aquellos harapientos despojos de la
humanidad y lavó sus pies, como tenían por costumbre hacerlo los reyes de
España. Al día siguiente, Viernes Santo, el rey y la reina ayunaron y rezaron
con su acostumbrado rigor; y ese día ocurrió un acontecimiento que sobrecogió
de terror a todos los corazones. Un violento temblor de tierra acompañado por
un fuerte y peculiar ruido en el aire, se hizo sentir en Andalucía y parte de
Castilla.
Ese verano, el rey y la reina
padecieron las fiebres que infestaban la región. Fernando sanó; pero Isabel,
más preocupada por él que por ella misma, manifestó síntomas de hidropesía, y desde
ese instante no abrigó esperanzas de seguir viviendo, ni tenía, por lo demás,
deseo alguno de permanecer más tiempo en un mundo que parecía ser tan vano.
Sabiendo que el pueblo celebraba procesiones y hacía peregrinaciones en toda
España por su salud, pidió que no se rezara por la salud de su cuerpo, sino por
la salvación de su alma. Y el 12 de octubre, duodécimo aniversario del
desembarco de su almirante en San Salvador, firmó su última disposición y
testamento.
Deseaba que su cuerpo fuera
llevado a Granada y colocado, sin ostentación ni expensas innecesarias, en una
sencilla tumba de humilde construcción. El dinero que de otro modo se hubiera gastado
en un extravagante funeral, debía ser empleado para dotar a doce doncellas
pobres (la caridad favorita de Isabel) y en el rescate de cristianos, cautivos
de los moros africanos. Ni aun se permitía la vanidad de que su cuerpo fuera
embalsamado, pues debía volver cuanto antes a la tierra.
Su amor por el rey Fernando, que
parecía haber aumentado y ahondádose, a pesar de ocasionales celos, desde aquel
día en que lo vio por primera vez con una joven princesa de Valladolid, brilla
a través de su testamento con característica franqueza y calor. «Si el rey, mi señor,
eligiera sepultura en otra cualquier iglesia o monasterio de cualquier otra
parte o lugar de estos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado e
sepultado junto al cuerpo de su señoría, porque el ayuntamiento que tuvimos
viviendo, y en nuestras almas, espero, en la misericordia de Dios, tornar a que
en el cielo lo tengan, e representen nuestros cuerpos en el suelo.»
Dispuso para el personal
mantenimiento del rey una cantidad: «aunque no puede ser tanto como su señoría
merece e yo deseo, es mi merced e voluntad e mando que, por obligación e deuda
que estos mis reinos deben e son obligados a su señoría por tantos bienes e
mercedes que su señoría tiene e ha de tener por su vida, haya e lleve e le sean
dados e pagados cada año por toda su vida, para sustentación de su estado real,
la mitad de las rentas netas de los descubrimientos de las Indias y 10.000.000
de maravedís por año asignados sobre las alcabalas (un impuesto de diez por
ciento) sobre las órdenes militares.» Para el caso de que su hija Juana fuera,
por cualquier razón, incapaz de gobernar, la reina deseaba que Fernando actuara
como regente hasta la mayoridad de su nieto Carlos.
Por último: «Suplico al rey, mi
señor, se quiera servir de todas las dichas joyas e cosas o de las que más a su
señoría agradaren, porque viéndolas pueda tener más continua memoria del
singular amor que a su señoría siempre tuve y aun porque siempre se acuerde que
ha de morir y que lo espero en el otro siglo, y con esta memoria pueda más
santa e justamente vivir.»
Hasta en sus últimos momentos
vio Isabel con toda claridad los peligros que acechaban a Castilla después de
su muerte y trató de evitarlos. Seis semanas después de firmar su testamento y
sólo tres días antes de su muerte escribió un codicilo. Nombraba una comisión
para hacer una nueva codificación de las leyes, reforma que dos veces había
acometido, pero que nunca la había satisfecho por completo. Recomendaba que se
investigara la legalidad de las alcabalas, impuesto del diez por ciento sobre
el comercio, que ella entendía que no debía ser perpetuo, y no podía ser así
sin el consentimiento del pueblo, demostrando que después de haber cumplido sus
propósitos mediante la necesaria concentración del poder, su sentido de
justicia la llevaba a recordar, mirando hacia atrás, las libres instituciones
de sus antepasados. Más adelante, con un tono aún más encarecido, rogaba a sus
sucesores que trataran a los indios de las nuevas posesiones de allende los
mares con el mayor cariño y benevolencia, corrigiendo cualquier error que
hubieran cometido, para llevar adelante el sagrado deber de civilizarlos y
convertirlos al cristianismo. Con peculiar visión, insistía en que Gibraltar
era indispensable para la seguridad de España y que nunca debía perderse.
Cumplido este deber, la reina
volvió a sus oraciones. Vestida de hábito franciscano, confesó y recibió la
sagrada comunión, consolando a sus amigos que llegaban llorando a rendirle su
último homenaje. El arzobispo Jiménez de Cisneros, ocupado entonces en la
construcción de la Universidad y en la preparación de su Biblia Políglota,
acudió presurosamente desde Alcalá para darle su último consuelo. Próspero
Colonna, uno de los visitantes llegados de Italia, dijo al rey que había venido
a España «para ver a una mujer que desde su lecho de enferma gobierna el
mundo».
* En «Isabel La Cruzada», Espasa-Calpe – Madrid – 1963.
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