«Moral y psicología» - Gustave Thibon (1903-2001)

Otro hecho entre mil. Una mujer, que engañaba a su marido desde hacía largo tiempo, acaba de dejar el hogar conyugal abandonando además a sus dos hijos. Hablo de este lamentable acontecimiento con un joven universitario, completamente impregnado de psicoanálisis, quien me hace el siguiente comentario: «Comprendo muy bien a esa mujer; no existía ningún entendimiento sexual entre ella y su esposo y, al abandonarle, no ha hecho más que obedecer a su verdadera naturaleza. Usted la condena en nombre de la moral, pero, psicológicamente, ella tenía razón».

Este trivial incidente me lleva a meditar sobre el actual divorcio entre la psicología y la moral.

La moral es, por esencia, normativa: nos propone un sistema y una jerarquía de valores y nos impone unas reglas de conducta con vistas a realizar esos valores, es decir, para asegurar el máximo de armonía individual y social. Proscribe, por ejemplo, el robo, el asesinato, la anarquía sexual, etc., como contrarias a la dignidad del ser humano y al equilibrio de la ciudad.

La psicología es descriptiva. Registra hechos (sensaciones, pulsiones, afectos, motivaciones, etc.) y deduce leyes a partir de la observación de los hechos, pero evita todo juicio de valor y, consecuentemente, toda exhortación en un sentido o en otro. Si estudia, por ejemplo, las pulsiones sexuales, no establece ninguna diferencia entre las que se producen en el matrimonio y las que conducen al adulterio o al libertinaje.

Así, mientras que la psicología se limita a decirnos: tú eres esto o aquello, la moral nos conmina: tú debes hacer esto en lugar de aquello. Fijada sobre la regla que hay que observar y el fin que hay que alcanzar, concede poca atención a las disposiciones interiores, a los estados de ánimo, a los remolinos de la sensibilidad de cada sujeto. Sé honesto: que sea por miedo al guardia, por rutina social, por desapego hacia los bienes materiales o por amor al prójimo, poco importa: sólo cuenta el cumplimiento de la ley. Y lo mismo ocurre con las demás virtudes...

Esta moral, en la medida en que se hipnotiza en el comportamiento exterior, sin atender a las motivaciones secretas del individuo, ha sido considerada –y a menudo justamente– como tiránica e hipócrita. Un reciente libro titulado Las enfermedades de la virtud analiza muy bien los estragos causados por el desacuerdo entre la apariencia social y la realidad íntima. El «burgués» de la época victoriana, con sus chapadas y contrahechas virtudes, no regadas por ninguna vida interior, representa el producto típico de este totalitarismo moral.

Por desgracia, a este moralismo que ignoraba y rechazaba la psicología, vemos que le sucede un psicologismo que ignora y rechaza la moral. Ya se trate de cualquier comportamiento aberrante o antisocial (homosexualidad, delincuencia, uso irracional de la violencia, etc.) siempre se encuentra a un psicólogo que lo explica todo y, en último extremo, que lo justifica todo. En esta perspectiva, las nociones del bien y del mal se borran y el análisis de los móviles acaba por hacer las veces de una absolución, cuando no de un estímulo. Vuestra herencia, vuestra infancia, vuestro medio, os han hecho así, y no podíais haber actuado de otro modo...

A esto viene a añadirse una extraña inversión de la sensibilidad que lleva al hombre moderno a enternecerse electivamente por los tarados y los malhechores. Por ejemplo, en lo que concierne a los criminales, toda una literatura tiende a presentárnoslos como más puros y más dignos de compasión que sus víctimas. ¿Quién dijo «hoy las lágrimas están reservadas a los que las hacen brotar»?

Hay que llenar esta absurda zanja que se ha cavado entre una moral sin psicología y una psicología sin moral. La moral auténtica no es antipsicológica: por el contrario, apela a lo más profundo que hay en el alma humana: el deseo del verdadero bien y de la verdadera felicidad. Se le reprocha el ser inhibidora y alienante. Pero el aprendizaje de todos los valores de la civilización ¿no implica siempre un elemento constrictivo?, ¿no necesita el mejor árbol ser podado para producir los mejores frutos? ¿Aprende el niño a leer, a comportarse en la mesa, a ser educado sin que haya que reprimirle mil impulsos en sentido contrario? ¿Y no ocurre lo mismo con la fidelidad conyugal o con el ejercicio de cualquier profesión? ¿Se puede vivir de acuerdo consigo mismo y con sus semejantes sin realizar una selección entre las innumerables motivaciones que se entrecruzan en nosotros?

Aún más. Mientras que la psicología abandonada a sí misma sigue siendo incapaz de dictarnos una regla de vida, la moral, bien entendida y bien aplicada, influye sobre la psicología. Pues al mostrar al hombre lo que debe ser en lugar de analizar sin más lo que es, al orientarle hacia objetivos precisos e indiscutibles y al declararle responsable del éxito o del fracaso, realiza en él un reagrupamiento, una polarización de energías que, poco a poco, transforman su vida interior. Es por excelencia el caso de la moral religiosa, que descansa sólo en el amor y que no se dirige más que a la libertad. Cristo no se paró a hacer psicología al proponernos, como única regla de vida, la imitación de la perfección divina. Ni San Pablo se paró a desmontar los complejos y los impulsos del hombre viejo para invitarnos a revestirnos del hombre nuevo. La revelación y la atracción de lo alto son más eficaces, para elevar y perfeccionar a los hombres, que el trabajo de los psicólogos, que se limita demasiado a menudo a explorar los bajos fondos.

No niego que la moral –sobre todo en materia educativa y en los casos más o menos patológicos– deba tener en cuenta los datos de la psicología. Pero como un punto de partida o un material de construcción. Haciendo una llamada a la libertad creadora del hombre y no parándose en sus determinismos. Mientras que una cierta psicología (estoy pensando especialmente en los abusos de un freudismo mal digerido y mal aplicado), al hacer del hombre el juguete de esos ciegos determinismos, al borrar las nociones de pecado y de virtud, de culpabilidad y de mérito, es decir, al negarse a admitir la existencia de la libertad, atributo esencial del ser humano, desemboca en esta negativa obra maestra de arte. Una sedicente ciencia del alma que reposa en la negación del alma.

* En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1981, pp. 207-211.

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