«Conversión de Agustín» - San John Henry Newman (1801-1890)
Durante muchos años llevó una
vida de gran ansiedad y turbación, insatisfecho consigo mismo y desesperando
encontrar la verdad. Los hombres de mente ordinaria no están en condiciones de
experimentar la miseria de la irreligión. Esta miseria consiste en la acción
perversa y discordante de varias facultades y funciones del alma, que han
perdido su legítimo poder de gobierno y son incapaces de recobrarlo a menos de
ponerse en manos de su Creador. Pero las personas irreligiosas no suelen sufrir
casi a causa de tal desorden, y no se sienten miserables; no tienen ni grandes
talentos ni fuertes pasiones; en su interior, los materiales de rebelión no
llegan a alterar su paz. Siguen sus propios deseos, ceden a la inclinación del
momento, actúan por inclinación y no por principio, pero los motivos que los
mueven no son lo bastante fuertes o variados como para turbarlos. Sus mentes
carecen de regla en todo sentido; pero la anarquía no es en su caso un estado
de confusión, sino de muerte, a semejanza de lo que sabemos del actual estado
interno de las ciudades y provincias orientales, cuyo gobierno es débil o nulo
pero cuyo cuerpo político sigue arrastrándose, sin que sus miembros se sientan
molestos y sin que choquen entre sí, por la fuerza de la costumbre. Muy
distinto es cuando los principios morales e intelectuales son vigorosos,
activos y desarrollados. En este caso, si el gobierno se debilita, todos los
subordinados están en condiciones de rebelarse tomando las armas. La analogía
de una comunidad civil puede sugerirnos lo que puede ser el estado de ánimo en
tales circunstancias. Se da entonces el triste espectáculo de altas aspiraciones
sin meta, de un hambre del alma insatisfecha, de una agitación sin fin y de un
conflicto interior entre las varias facultades. A menos de someterse a la
legítima autoridad de la religión, los espíritus dotados se vuelven muy infelices
y malignos. Necesitan a la vez de un alimento que los satisfaga y del poder de gobernarse,
dos cosas que solamente el amor de su Creador, y nada más, es capaz de
suministrarles. Hemos visto en nuestra época, en el caso de un poeta popular[1],
el ejemplo impresionante de un gran genio que dejó de lado el temor de Dios,
buscó la satisfacción en las creaturas, erró insatisfecho de un objeto a otro,
se destrozó el alma, y confesó amargamente su infelicidad transmitiéndola a su
alrededor. Lejos de mí querer compararlo con San Agustín, pero, si se me
permite decirlo sin presunción, los finales tan distintos de sus pruebas
parecen indicar alguna gran diferencia entre sus respectivos modos de
encararlas. Uno muera prematuramente envejecido, al parecer incrédulo empedernido
y, si conserva su fama, vivirá en boca de los hombres por sus escritos
blasfemos e inmorales; el otro es un Santo y Doctor de la Iglesia. Ambos
escribieron confesiones, uno para los santos, el otro para las potencias del
mal. De algún modo, la diferencia entre ambos salta a la vista en la historia
misma de sus vaivenes y padecimientos. Al menos, en el caso de Agustín, no hay
trazas de aquella espantosa altanería, de aquel aire sombrío, de aquella ansia
de singularidad, de aquella vanidad, irritabilidad y misantropía que
ciertamente caracterizaron a nuestro contemporáneo. Según lo muestra su primera
historia, Agustín fue un hombre de sentimientos afectuosos y tiernos, de
temperamento abierto y amable, que buscó sobre todo un modo de excelencia
exterior a su propia mente, en lugar de concentrarse en la contemplación de sí
mismo.
* En «La Iglesia de los Padres», Ágape, Buenos Aires, 2019, p. 219-222.
[1]
Se trata de Lord Byron (1788-1824).
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