«Conversión de Agustín» - San John Henry Newman (1801-1890)

Quizás pregunte un lector: ¿cuál fue la historia de ese Padre célebre cuyos últimos días fueron objeto de mi anterior capítulo? ¿Qué vida tuvo, cómo fueron sus primeros años, y sus trabajos? Seguramente no fue un hombre común quien tuvo un fin tan impresionante en todos sus aspectos. Podemos responder en pocas palabras que Agustín era hijo de una piadosa madre quien, durante muchos años, sufrió al verlo errante entre la duda y la incredulidad, que oró incesantemente por su conversión, y que al fin tuvo la alegría de presenciarla. Desde su primera juventud él se había entregado a un género de vida incompatible con el estado de catecúmeno al que fuera admitido en su infancia. Es difícil saber hasta dónde se dejó llevar por sus excesos: al hablar de sí mismo hace uso de un lenguaje que podría tener el peor de los significados, o que bien podría ser la expresión de un hondo arrepentimiento y sensibilidad espiritual. A los veinte años abrazó la herejía maniquea, en la que prosiguió durante nueve años. Hacia el final de ese período salió de África, su país natal, fue a Roma primero y luego, en Milán, conoció a San Ambrosio; su conversión y bautismo tuvieron lugar a los treinta y cuatro años. Este hecho memorable de su conversión ha sido celebrado en la Iglesia de occidente, desde muy temprano como un acontecimiento de excepcional importancia, casi como la conversión de San Pablo.

Durante muchos años llevó una vida de gran ansiedad y turbación, insatisfecho consigo mismo y desesperando encontrar la verdad. Los hombres de mente ordinaria no están en condiciones de experimentar la miseria de la irreligión. Esta miseria consiste en la acción perversa y discordante de varias facultades y funciones del alma, que han perdido su legítimo poder de gobierno y son incapaces de recobrarlo a menos de ponerse en manos de su Creador. Pero las personas irreligiosas no suelen sufrir casi a causa de tal desorden, y no se sienten miserables; no tienen ni grandes talentos ni fuertes pasiones; en su interior, los materiales de rebelión no llegan a alterar su paz. Siguen sus propios deseos, ceden a la inclinación del momento, actúan por inclinación y no por principio, pero los motivos que los mueven no son lo bastante fuertes o variados como para turbarlos. Sus mentes carecen de regla en todo sentido; pero la anarquía no es en su caso un estado de confusión, sino de muerte, a semejanza de lo que sabemos del actual estado interno de las ciudades y provincias orientales, cuyo gobierno es débil o nulo pero cuyo cuerpo político sigue arrastrándose, sin que sus miembros se sientan molestos y sin que choquen entre sí, por la fuerza de la costumbre. Muy distinto es cuando los principios morales e intelectuales son vigorosos, activos y desarrollados. En este caso, si el gobierno se debilita, todos los subordinados están en condiciones de rebelarse tomando las armas. La analogía de una comunidad civil puede sugerirnos lo que puede ser el estado de ánimo en tales circunstancias. Se da entonces el triste espectáculo de altas aspiraciones sin meta, de un hambre del alma insatisfecha, de una agitación sin fin y de un conflicto interior entre las varias facultades. A menos de someterse a la legítima autoridad de la religión, los espíritus dotados se vuelven muy infelices y malignos. Necesitan a la vez de un alimento que los satisfaga y del poder de gobernarse, dos cosas que solamente el amor de su Creador, y nada más, es capaz de suministrarles. Hemos visto en nuestra época, en el caso de un poeta popular[1], el ejemplo impresionante de un gran genio que dejó de lado el temor de Dios, buscó la satisfacción en las creaturas, erró insatisfecho de un objeto a otro, se destrozó el alma, y confesó amargamente su infelicidad transmitiéndola a su alrededor. Lejos de mí querer compararlo con San Agustín, pero, si se me permite decirlo sin presunción, los finales tan distintos de sus pruebas parecen indicar alguna gran diferencia entre sus respectivos modos de encararlas. Uno muera prematuramente envejecido, al parecer incrédulo empedernido y, si conserva su fama, vivirá en boca de los hombres por sus escritos blasfemos e inmorales; el otro es un Santo y Doctor de la Iglesia. Ambos escribieron confesiones, uno para los santos, el otro para las potencias del mal. De algún modo, la diferencia entre ambos salta a la vista en la historia misma de sus vaivenes y padecimientos. Al menos, en el caso de Agustín, no hay trazas de aquella espantosa altanería, de aquel aire sombrío, de aquella ansia de singularidad, de aquella vanidad, irritabilidad y misantropía que ciertamente caracterizaron a nuestro contemporáneo. Según lo muestra su primera historia, Agustín fue un hombre de sentimientos afectuosos y tiernos, de temperamento abierto y amable, que buscó sobre todo un modo de excelencia exterior a su propia mente, en lugar de concentrarse en la contemplación de sí mismo.

* En «La Iglesia de los Padres», Ágape, Buenos Aires, 2019, p. 219-222.


[1] Se trata de Lord Byron (1788-1824).

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