«La democracia como religión - La frontera del mal» - Rafael Gambra (1920-2004)
He aquí un esclarecedor artículo para tiempos de tanta confusión política, de tanta mentira partidocrática y de tanto circo electoral...
Este designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca
de la realidad, aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, como lo
ha subrayado el propio Huxley en su Retorno
al mundo feliz.
La realización más importante en este sentido a través de
métodos de saturación mental por los mass-media
ha sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma
de la democracia. De esta noción –en
su sentido individualista y mayoritario– se ha logrado hacer la piedra angular
de la mentalidad contemporánea. Es decir, de lo que Kendall y Wilhelmsen han
llamado la «ortodoxia pública» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba,
para estos autores, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta
toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para sus
miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo lenguaje y convenir,
en último extremo, en unos cuantos axiomas y dogmas que sólo los marginados o
extravagantes exigirían fundamentar.
La consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática
ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando conoce su vigencia
universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por supuesto, en el lenguaje
político español, que, tras de la dictadura del General Primo de Rivera, era
obligado «volver a la normalidad constitucional (o democrática)». Hoy se supone
para el mundo todo, desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo
unas elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un gobierno
ortodoxo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará
a cruzadas contra él, previa su denuncia universal, como violador de los
«derechos humanos», que constituyen la apelación última que en otro tiempo se
situaba en el juicio de Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas
tolerancias o concesiones en gracia a la perfección universal del cuadro: el
mundo soviético o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda
consulta a la «opinión pública» y les basta con autotitularse «populares» o
«democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad).
No es preciso recordar que la constelación de principios que
forman la ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas.
Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hombres se asombrarán de
que la gobernación de los pueblos –y la educación en su seno de los hombres–
haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos de estos
principios son del calibre epistemológico que puede verse en las siguientes
enunciaciones:
–El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro
origen o título.
–La Voluntad General se identifica con la opinión pública en
un momento dado.
–El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
–El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de
los candidatos y de los partidos y en los slogans
electorales.
–Los partidos y sus mass-media
son los artífices de esa opinión.
De donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad
y de influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo
que gobierne a los pueblos.
Sin embargo, esta serie de enormidades que constituyen la
«ortodoxia pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia
oficial de nuestros días. Así, cuando en nuestra patria –o en cualquier otra
democracia– sucede que troupes teatrales
representan espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial,
los prelados, en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría
interpretarse «como una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los
que protestan no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque
«tales espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo español». Es decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.
Así, también, cuando las organizaciones tituladas católicas
protestan contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes
confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo hacen
ya en razón de que la educación en país católico debe ser católica para todos
(con las excepciones debidas a los declaradamente arreligiosos o de otras
religiones). Se limitan a defender unos escaños confesionales dentro de la gran
democracia que formamos («nuestra democracia» les oímos decir); esto es, a
defender el derecho de los grupos católicos que lo deseen, a poseer escuelas
confesionales.
Hasta tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia
liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse
no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en otro
tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que rehusarían el
calificativo de socialista, o de divorcista, o de abortista –que, incluso,
luchan contra estas ideas– no ven inconveniente alguno en declararse demócratas
o liberales, y militar en partidos bajo estas denominaciones. Sin embargo, una
vez admitida la Voluntad General como fuente única de la ley y del poder –y
negada toda otra instancia inmutable de religión con el más allá–, ¿qué lógica
podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura
del vínculo matrimonial, a las prácticas abortistas o a la eutanasia, si tales
designios o supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario?
La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la
llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.
Y es que en, el campo de los males, como en el de los
bienes o valores, existe una jerarquización que podemos establecer sin más que
recurrir, por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la
socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo mandamiento
(no hurtar) y ataca directamente a la familia, institución de origen divino; el
divorcio se opone a esa misma institución y, generalmente, al noveno mandamiento
(no desear la mujer de tu prójimo); el aborto y la eutanasia atentan contra el
quinto mandamiento (no matar)...
Pero la raíz misma de la democracia moderna se opone al
primero y principal de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás:
«amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la
laicización de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y derivar la ley
de la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia
humana respecto de Dios, a negar la religión (o re-ligación del hombre con su
Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos pueden, en casos,
ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste es pecado de apostasía.
De aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros
cristianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación
de «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por practicar su culto.
Un status parecido al que otorga la democracia moderna a las confesiones
religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos admitían en su
politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran tenido inconveniente
en admitir al Dios cristiano entre las divinidades del Capitolio y autorizar
libremente el culto cristiano. Pero con la condición para los cristianos de
reconocer, al menos tácitamente, el politeísmo (aceptar que su Dios sea
considerado uno entre otros) y de adorar al Emperador como símbolo y garante de
la religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como
buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de
renegar de la unicidad todopoderosa del verdadero Dios.
Situación semejante es la de los católicos dentro de un país
de cristiandad ante la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el
agravante de que aquí el status de
libertad no se apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una
negación de ésta, de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado
u opinión. No es ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al
Hombre. Hoy no hay que reconocer como dios al emperador, sino a la
Constitución. Ciertamente que en la democracia no se exige de modo tan rotundo
ese reconocimiento bajo forma de adoración, y el caso se presta a
interpretaciones o «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no
sea obligada ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al
sistema o a un partido, el caso es objetivamente más grave que para los
cristianos de Roma.
Tales reconocimientos se oponen también a las dos primeras
peticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo
nos enseñó: «santificado sea tu Nombre venga a nosotros tu Reino». El demócrata
liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por «eliminado sea tu Nombre
venga a nosotros la secularización, el reino del Hombre». Y se oponen, en fin,
a las dos últimas enseñanzas que Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida
mortal antes de ser conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil
(Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen
divino.
La democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera
luz, como la frontera del mal;
aquella línea de demarcación que, traspasada, nos sitúa fuera de «los que
pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación
popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de
verdad ni de autoridad, sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en
Él sólo pedirán unos escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir
tranquilamente su fe sobre una apostasía inmanente.
Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario
inevitable la negación del hombre: ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana
sobre la arena movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la
sociedad democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de
raíz el Fin Supremo y la re-ligación con Él, ¿cuánto durarán los fines
subordinados y una vida que no conduzca al marasmo del hastío y de los vicios
acumulados? Es ya la sociedad que tenemos ante nosotros, eminentemente en los
países más desarrollados económicamente: la sociedad en la que sobran los
medios de vida, pero falta una razón para vivir.
✠ ✠ ✠
«Los pueblos, las civilizaciones –se ha dicho– son como unos
extraños navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La
democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y, por
contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización cristiana (o
clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una
anti-civilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos
difusos de aquella cultura originaria, de aquel –hoy combatidísimo– orden de
las almas.
Se evidencia así que ninguna concepción del orden político
puede resultar más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la
democracia moderna o «sociedad abierta» (open
society). Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas
estables, neutra, carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la
opinión pública y de la utilidad del mayor número, es como abrogar la
disciplina en un navío, olvidar su rumbo y el orden de las estrellas,
abandonarla a la deriva. ¿A dónde se dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se
entenderá su tripulación? ¿Cómo capeará las tempestades? ¿Qué justificará su
misma unidad y su existencia?
Cuando, por ejemplo, el Presidente de la República francesa –o
de cualquier otra democracia moderna– apela al heroísmo de la Legión para
resolver un conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué
derecho? Si nada existe fuera del interés de los ciudadanos y de la opinión
mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que poseen,
su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y valores permanentes,
que la propia democracia niega, podrá recurrir a tales medios de coerción y de
supervivencia.
Cabría una objeción en nombre de la universalidad de la
razón. Si toda sociedad histórica, para su simple existencia y perduración,
precisa tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas nociones
de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del
sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable intelectual y
emocionalmente para quienes no forman parte de su tradición o de su herencia?
¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de Toynbee y de determinados
estructuralistas para quienes las culturas son sistemas cerrados, cuyo sentido
es inmanente a un sistema intransferible de puntos de referencia?
Nada autoriza tal conclusión. La razón es una instancia
capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de ciertos
límites, el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano
–nuestra civilización histórica– ha sido la encargada de demostrar en la
práctica esta capacidad de la razón. Su fe –nuestra fe– se ha predicado ya en
todos los ámbitos de la tierra y ha arraigado, en mayor o menor grado, en las
civilizaciones más dispares. Su ciencia, su técnica, sus categorías mentales y
sus imágenes de comportamiento –básicamente racionales, anti-míticas– se han
extendido a todo el mundo, penetrándolo en buena parte. Sea como cultura
superpuesta, sea como injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cultura –la
occidental– es la cultura común del planeta. Sin embargo, y paradójicamente,
esta planetarización de una cultura racional sólo pudo realizarse a través de
una civilización determinada –la occidental–, civilización que, como todas,
nació de una fe –de un anclaje en la eternidad–, y se edificó sobre unas normas
y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse, el obrar sigue al
ser: no se expande una civilización sin antes ser, existir. Y si sólo en este
caso ha sido posible el efecto de una difusión en cierto modo universal fue,
precisamente, porque tal civilización se apoyó, originariamente, en la religión
verdadera.
En la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última
de la crisis en que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial
sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de
contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza, invadida y
contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje sobrenatural es la
democracia liberal; más aún que renuncia, negación de toda trascendencia,
erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.
Porque esa llamada «sociedad abierta» –la de los Derechos humanos–
ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de buscar
la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo
de su periplo terrenal.
* En «Revista Verbo – Speiro», N° 229-230, 1984; y reproducido en «Revista Verbo» de Argentina, n° 252, mayo 1985.
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