«Sexo y Propiedad» - Gilbert K. Chesterton (1874-1936)
En el
aburrido, polvoriento, anticuado, rígido y torpe lenguaje al que la mayoría de
las discusiones modernas se limita, es necesario decir que existe en este
momento la misma falacia de moda acerca del sexo y de la propiedad. Hablando en
el lenguaje más antiguo y más libre, en el que los hombres podían a la vez
hablar y cantar, es más acertado decir que el mismo espíritu del mal ha
maldecido las dos grandes fuerzas que hacían la poesía de la vida, el amor a la
mujer y el amor a la tierra. Es importante observar, para empezar, que esas dos
cosas estaban estrechamente relacionadas mientras la humanidad fue humana,
aunque fuera pagana. Más aún, todavía estaban estrechamente relacionadas
incluso cuando el paganismo era decadente. Pero el hedor del paganismo
decadente no era tan malo como el hedor de la cristiandad decadente. La
corrupción de los mejores...
Por ejemplo,
a lo largo de toda la antigüedad, tanto en su etapa primitiva como en la última,
existieron formas de idolatría e imágenes de las cuales un cristiano apenas se
anima a hablar. «No permitamos que sean siquiera nombradas entre ustedes...»[1].
Los hombres se revolcaron en la mera sexualidad de una mitología del sexo;
organizaron la prostitución como un sacerdocio para el servicio de sus templos,
hicieron de la pornografía su única poesía, exhibieron emblemas que
convirtieron hasta la arquitectura en una especie de frío y colosal
exhibicionismo. Se han escrito muchos libros eruditos acerca de todos esos cultos
fálicos, y cualquiera puede recurrir a ellos para enterarse de los detalles.
Pero lo que a mí me interesa es otra cosa.
En cierto
sentido, todo este pecado antiguo era infinitamente superior,
inconmensurablemente superior al pecado moderno. Todos los que han escrito
acerca de aquél están de acuerdo en una cosa: era el culto de la fertilidad.
Estaba, desafortunadamente, demasiado a menudo entretejido con el culto de la
fertilidad de la naturaleza. Por lo menos estaba del lado de la Naturaleza.
Estaba del lado de la vida. Ha sido dejado a los últimos cristianos, o mejor, a
los primeros cristianos enteramente dedicados a blasfemar y negar el
cristianismo, el inventar una nueva clase de adoración del sexo, que no es
siquiera una adoración de la vida. Ha sido dejado a los últimos modernistas
proclamar una religión erótica que a la vez exalta la lujuria y prohíbe la
fertilidad. El nuevo paganismo merece literalmente el reproche de Swinburne,
cuando se lamenta sobre el antiguo paganismo: «y no construye el abundante
símbolo y no desparrama el banquete paterno». Los nuevos sacerdotes han abolido
la paternidad y guardan el festín para ellos mismos. Son peores que los paganos
de Swinburne. Los sacerdotes de Priapo y Coyto los precederán en el reino de
los cielos.
No es
innatural que esta innatural separación entre sexo y fertilidad, que hasta los
paganos hubieran considerado una perversión, esté acompañada de una separación
y perversión similar acerca de la naturaleza del amor a la tierra. En ambos
casos se ve precisamente la misma falacia, que es posible expresar con
precisión. La razón por la que nuestros compatriotas contemporáneos no
entienden lo que queremos decir con la palabra propiedad, es que sólo piensan de ella en términos de dinero, en
términos de salario, en el sentido de una cosa que es inmediatamente consumida,
disfrutada y gastada, algo que proporciona un placer momentáneo y desaparece.
No comprenden que por propiedad entendemos algo que incluye accidentalmente ese
placer, pero comienza y termina con algo mucho más grandioso y creativo. El
hombre que planta una huerta donde había un campo, que posee la huerta y decide
quién la heredará, también disfruta del sabor de las manzanas y también,
permítasenos esperar, del gusto de la sidra. Pero está construyendo algo mucho
más grandioso y, a la postre, mucho más gratificante que simplemente comer una
manzana.
Está
imponiendo su voluntad al mundo según el compromiso que le ha sido dado por la
voluntad de Dios; está afirmando que su alma le pertenece a él y no al
Departamento de Supervisión de Huertas o al principal Trust del Comercio de
Manzanas. Pero además está haciendo algo que estaba implícito en todas las más
antiguas religiones de la tierra, en esos grandes panoramas de magnificencia y
ritual que seguían el orden de las estaciones en China o Babilonia; está
adorando la fertilidad de la tierra. Y bien, la noción de limitar el sentido de
propiedad meramente al goce del dinero, es exactamente lo mismo que limitar el
amor al mero goce del sexo. En los dos casos un placer secundario, aislado,
servil y hasta secreto, sustituye a la participación en un gran proceso
creativo, aún más que eso; en la eterna creación del mundo.
Ambas
nociones siniestras pueden ser vistas lado a lado en el sistema de la Rusia
bolchevique; porque el comunismo es el único modelo funcional completo y lógico
del capitalismo. Los pecados son allí un sistema que en cualquier otra parte
serían una especie de repetido disparate. Desde el principio se admite que todo
el sistema está dirigido a alentar al trabajador a gastar sus sueldos; a no
dejar nada para el próximo día de pago; a disfrutar todo, consumir todo y
borrar todo. En síntesis, a temblar ante la idea del único crimen, el creativo
crimen del ahorro. Es una dócil extravagancia, una especie de despilfarro
disciplinado, una mansa y sumisa prodigalidad. Porque en el momento en que el
esclavo deje de beberse todas sus ganancias, el momento en el que comience a
acumular o esconder cualquier propiedad, estará ahorrando algo que finalmente podría
comprarle su libertad. Puede comenzar a ser tenido en cuenta en el Estado, es
decir, puede volverse menos esclavo y más ciudadano.
Moralmente
considerado, no ha existido nada más inenarrablemente mezquino que esta
generosidad bolchevique. Pero debe ser notado que exactamente el mismo espíritu
y tono impregna la manera de tratar el otro tema. También el sexo se convertirá
para el esclavo en un mero placer, para que nunca pueda convertirse en un
poder. Debe conocer lo menos posible, o por lo menos pensar lo menos posible en
el placer como otra cosa que no sea un placer; no pensar de dónde proviene ni
hacia dónde conduce, una vez que el sucio objeto ha pasado por sus manos. No
debe preocuparse por sus orígenes en el propósito de Dios ni en su secuela en la
posteridad de los hombres. En ambos campos no es un poseedor sino solamente un
consumidor, aunque sea de los elementos primarios del fuego y la vida, en tanto
que son consumibles. Él no debe tener la visión de la zarza ardiente, que arde
sin consumirse. Porque esa zarza sólo crece en el suelo, en la tierra real
donde los seres humanos pueden contemplarla y el sitio donde aparece es terreno
sagrado. Hay pues un exacto paralelo entre las dos modernas ideas morales o
inmorales de la reforma social. El mundo ha olvidado simultáneamente que hacer
una granja es algo mucho más grande que lograr un beneficio, o un producto, en
el sentido de complacerse en el gusto del azúcar de remolacha; y que fundar una
familia es algo mucha más grande que el sexo en el sentido limitado de la
literatura corriente. Esto fue anticipado como un siniestro relámpago en una
estrofa de George Meredith: «y comer
nuestro pote de miel en la tumba».
* En «El Pozo y los Charcos», Ed. Agape Libros - Argentina – 2006, pp. 201-204.
[1] «Fornicación y cualquier impureza o avaricia, ni siquiera se nombre entre vosotros, como conviene a santos» (Efesios, 5, 3) (Nota de «Decíamos ayer...»).
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