«Revolución de Mayo» - Santiago de Estrada (1908-1985)
La vista de las riquezas del
suelo americano hizo olvidar también a España que su noble misión era extender
el Reino de Cristo en la tierra; Alejandro VI no se propuso, por cierto,
satisfacer la insaciable sed de oro de los comerciantes peninsulares. Sin
embargo, América vino a convertirse en un vasto mercado colonial del cual los
españoles eran los únicos amos, compradores y capitalistas; toda la economía
fue paulatinamente orientándose en su provecho. El bien común, cuya prosecución
es fin primordial del Estado, fue substituido por el provecho material de una
burguesía reducida. Si a ello se añade un absurdo criterio de menosprecio al
criollo en la justicia distributiva, resulta fácil justificar plenamente la revolución
emancipadora.
Pobre en oro, el suelo argentino
exigía el trabajo noble del ganadero y agricultor. Por eso estuvo siempre un
poco dejado de la mano de la metrópoli, circunstancia que aprovechaban los
españoles para usufructuar cómodamente las situaciones oficiales y los criollos
para prosperar a sus espaldas. Con todo, el argentino respetaba a la autoridad
real porque reconocía en ella un destello de la auténtica Realeza, al par que
su desprecio ahogaba de indignación a los mandones y mercaderes que pretendían
velar por sus intereses.
Liniers, servidor auténtico de
la monarquía, fue querido por el pueblo. Álzaga, español burgués y monopolista,
a pesar de sus devaneos democráticos de 1809 era mirado despectivamente. Pero,
también, Liniers fue depuesto y Álzaga restituido en sus honores; es un claro
ejemplo del predominio que en la Corte tenían los intereses mercantiles.
Vencidos los ingleses, sólo un
arraigado respeto a la dinastía podía impedir a los criollos que, hartos de
verse mandados por españoles mezquinos y ambiciosos, echaran por tierra su
dominación. Por eso Saavedra, intérprete leal del sentir argentino, planteó con
tanta firmeza sus exigencias para ponerse al frente de la revolución. Cuando el
último vestigio de la autoridad real hubiera desaparecido, no tendría
inconveniente alguno en ahuyentar a quienes medraban a su sombra. Respetaba al
Rey pero despreciaba a sus lacayos prevaricadores.
La Revolución de Mayo fue un
movimiento genuinamente nacionalista, pese a los demagogos que quisieron luego
usufructuarlo. Ante la caída de los reyes de España peligraba la estabilidad de
la nación, ya que nada podía esperarse de funcionarios peninsulares sin
autoridad ante la cual responder, como no fuera un afianzamiento mayor de su
despotismo plutocrático. El gobierno colonial habría terminado por convertirse
en un dócil instrumento de mercaderes; se imponía, pues, la erección de una
autoridad capaz de llenar los fines del Estado. Eso se propusieron Saavedra y
los patricios que le siguieron.
En los movimientos
revolucionarios nunca faltan los revoltosos de última hora; aquéllos que cuando
ya está todo listo, previsto hasta el detalle más insignificante y el éxito
asegurado, salen a gritar por las calles pretendiendo presentarse como autores
principales de lo que en su jerga llaman «jornada cívica». Son los demagogos,
eternos arribistas, que no hay conmoción que no aprovechen para inyectar su
veneno democrático y liberal. Moreno, partidario de Álzaga en 1809, y Castelli,
jacobino de corte colonial, desempeñaron tan triste papel en 1810; como
siempre, no perdieron la oportunidad de vejar al jefe militar de la revolución.
La revolución fue, pues, un
movimiento tendiente a afianzar la autoridad, a robustecer el Estado pervertido
en sus fines y constitución por los comerciantes de Cádiz y la Casa de Borbón.
Si algunos de sus cabecillas se inspiraron en los principios de la revolución
francesa, no puede quitársele su verdadero significado; como tampoco los
desaciertos de Felipe V y Carlos III impiden reconocer la grandeza de la
monarquía española y su obra benefactora en América reflejadas en las augustas
figuras de Carlos V y Felipe II.