«Revolución de Mayo» - Santiago de Estrada (1908-1985)

El Papa encargó a los Reyes Católicos la conquista de América porque así convenía a la salud espiritual de sus habitantes y de toda la Cristiandad. Carlos V y los Habsburgo desempeñaron correctamente su misión. Los Borbones, inspirados en la monarquía francesa del siglo XVII, olvidaron su carácter de simples delegados para arrogarse facultades que no tenían; el mal ejemplo cundió entre los súbditos, y cada peninsular pretendió erigirse en amo de América como claramente los expresó el Obispo en 1810.

La vista de las riquezas del suelo americano hizo olvidar también a España que su noble misión era extender el Reino de Cristo en la tierra; Alejandro VI no se propuso, por cierto, satisfacer la insaciable sed de oro de los comerciantes peninsulares. Sin embargo, América vino a convertirse en un vasto mercado colonial del cual los españoles eran los únicos amos, compradores y capitalistas; toda la economía fue paulatinamente orientándose en su provecho. El bien común, cuya prosecución es fin primordial del Estado, fue substituido por el provecho material de una burguesía reducida. Si a ello se añade un absurdo criterio de menosprecio al criollo en la justicia distributiva, resulta fácil justificar plenamente la revolución emancipadora.

Pobre en oro, el suelo argentino exigía el trabajo noble del ganadero y agricultor. Por eso estuvo siempre un poco dejado de la mano de la metrópoli, circunstancia que aprovechaban los españoles para usufructuar cómodamente las situaciones oficiales y los criollos para prosperar a sus espaldas. Con todo, el argentino respetaba a la autoridad real porque reconocía en ella un destello de la auténtica Realeza, al par que su desprecio ahogaba de indignación a los mandones y mercaderes que pretendían velar por sus intereses.

Liniers, servidor auténtico de la monarquía, fue querido por el pueblo. Álzaga, español burgués y monopolista, a pesar de sus devaneos democráticos de 1809 era mirado despectivamente. Pero, también, Liniers fue depuesto y Álzaga restituido en sus honores; es un claro ejemplo del predominio que en la Corte tenían los intereses mercantiles.

Vencidos los ingleses, sólo un arraigado respeto a la dinastía podía impedir a los criollos que, hartos de verse mandados por españoles mezquinos y ambiciosos, echaran por tierra su dominación. Por eso Saavedra, intérprete leal del sentir argentino, planteó con tanta firmeza sus exigencias para ponerse al frente de la revolución. Cuando el último vestigio de la autoridad real hubiera desaparecido, no tendría inconveniente alguno en ahuyentar a quienes medraban a su sombra. Respetaba al Rey pero despreciaba a sus lacayos prevaricadores.

La Revolución de Mayo fue un movimiento genuinamente nacionalista, pese a los demagogos que quisieron luego usufructuarlo. Ante la caída de los reyes de España peligraba la estabilidad de la nación, ya que nada podía esperarse de funcionarios peninsulares sin autoridad ante la cual responder, como no fuera un afianzamiento mayor de su despotismo plutocrático. El gobierno colonial habría terminado por convertirse en un dócil instrumento de mercaderes; se imponía, pues, la erección de una autoridad capaz de llenar los fines del Estado. Eso se propusieron Saavedra y los patricios que le siguieron.

En los movimientos revolucionarios nunca faltan los revoltosos de última hora; aquéllos que cuando ya está todo listo, previsto hasta el detalle más insignificante y el éxito asegurado, salen a gritar por las calles pretendiendo presentarse como autores principales de lo que en su jerga llaman «jornada cívica». Son los demagogos, eternos arribistas, que no hay conmoción que no aprovechen para inyectar su veneno democrático y liberal. Moreno, partidario de Álzaga en 1809, y Castelli, jacobino de corte colonial, desempeñaron tan triste papel en 1810; como siempre, no perdieron la oportunidad de vejar al jefe militar de la revolución.

La revolución fue, pues, un movimiento tendiente a afianzar la autoridad, a robustecer el Estado pervertido en sus fines y constitución por los comerciantes de Cádiz y la Casa de Borbón. Si algunos de sus cabecillas se inspiraron en los principios de la revolución francesa, no puede quitársele su verdadero significado; como tampoco los desaciertos de Felipe V y Carlos III impiden reconocer la grandeza de la monarquía española y su obra benefactora en América reflejadas en las augustas figuras de Carlos V y Felipe II.

* En «Revista Baluarte» N° 13, Buenos Aires, Junio de 1933.

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