«El culto del fundador - La Leyenda de Eneas» - Numa Dionisio Fustel de Coulanges (1830-1889)

    El fundador era el hombre que consumaba el acto religioso, sin cuya celebración era imposible que existiese la ciudad. Él era quien colocaba el hogar en que debía arder eternamente el fuego sagrado; él era quien, mediante sus oraciones y sus ritos, invocaba a los dioses y los asociaba por siempre a la nueva ciudad.
    Fácilmente se concibe el gran respeto que debía tributarse a este hombre sagrado. Vivo, los hombres veían en él al autor del culto y al padre de la ciudad; muerto, se convertía en un antepasado común para las generaciones sucesivas: era para la ciudad lo que el primer antepasado para la familia, un Lar familiar. Su memoria se perpetuaba como el fuego del hogar que él había encendido. Se le rendía culto, era considerado como un dios, y la ciudad le adoraba como su Providencia. Sacrificios y fiestas se renovaban cada año sobre su tumba[1]
    Es sabido que Rómulo fue adorado, que tenía un templo y sus sacerdotes. Los senadores pudieron degollarlo, pero no privarlo del culto a que como fundador tenía derecho[2]. Cada ciudad adoraba igualmente al hombre que la había fundado; Cecrops y Teseo, a quienes se consideraba como sucesivos fundadores de Atenas, tenían templos. Abdera ofrecía sacrificios a su fundador Timesios; Tera, a Teras; Tenedos, a Tenos; Delos, a Anios; Cirene, a Battos; Mileto, a Neleo; Amfípolis a Hagnon[3]. En tiempos de Pisístrato, un Milcíades fue a fundar una colonia al Quersoneso de Tracia: esta colonia le instituyó un culto después de muerto, «Según el uso acostumbrado». Hierón de Siracusa, habiendo fundado la ciudad de Etna, gozó luego en ella el culto de los fundadores[4]
    Lo que importaba ante todo a una ciudad era la memoria de su fundación. Cuando Pausanias visitó Grecia, en el segundo siglo de nuestra Era, cada ciudad pudo citarle el nombre de su fundador, con su genealogía y los acontecimientos principales de su existencia. Ese nombre y esos acontecimientos no podían olvidarse, pues formaban parte de la religión y se recordaban cada año en las ceremonias sagradas. 
    Se recuerda un gran número de poemas griegos, que tenían por motivo la fundación de una ciudad. Filocoro había cantado la de Salamina; Ión, la de Quíos; Critón, la de Siracusa; Zopiro, la de Mileto; Apolonio, Hermónges, Helánico, Diodes habían compuesto sobre el mismo tema poemas o historias. Quizás a ninguna ciudad le faltaba su poema, o, al menos, su himno sobre el acto sagrado, sobre el acto que le había dado vida. 
    De estos poemas antiguos que tenían por asunto la fundación santa de una urbe, uno no ha perecido, pues si por objeto era caro a una ciudad, por sus bellezas se ha hecho precioso para todos los siglos. Es sabido que Eneas había fundado a Lavinium, de donde habían salido los albanos y los romanos, y que, en consecuencia, se le consideraba como el primer fundador de Roma. Sobre él se fundaron multitud de tradiciones y recuerdos, que ya se encuentran consignados en los versos del antiguo Nevio y en las historias de Catón el Viejo. Virgilio se apoderó de este argumento y escribió el poema nacional de la ciudad romana. 
    La llegada de Eneas, o mejor, el traslado de los dioses de Troya a Italia, es el argumento de la Eneida. El poeta canta a este hombre que surca los mares para fundar una ciudad y llevar sus dioses al Lacio,
 
... dum conderet urbem
Inferretque Deos Latio. 
(hasta que fundó la ciudad 
y trajo sus dioses al Lacio)

    La Eneida no debe juzgarse con arreglo a nuestras ideas modernas. Suelen lamentarse algunos de no encontrar en Eneas la audacia, el ímpetu, la pasión. Cansa el epíteto de piadoso que se repite sin cesar. Causa admiración el ver a este guerrero consultar a sus Penates con tan escrupuloso cuidado, invocar a cada momento a alguna divinidad, alzar los brazos al cielo cuando se trata de combatir, dejarse zarandear por los oráculos a través de todos los mares, y derramar lágrimas en presencia de un peligro. También se le reprocha su frialdad para con Dido, y se siente uno tentado de acusar a este corazón, que nada conmueve: 

Nullis ille movetur 
Fletibus, aut voces ullas tractabilis audit. 
(Mas a él no hay lágrima 
que lo conmueva ni quiere escuchar palabra alguna).

    Y debe tenerse en cuenta que no se trata de un guerrero o de un héroe de novela. El poeta quiere mostrarnos un sacerdote. Eneas es el jefe del culto, el hombre sagrado, el divino fundador, cuya misión consiste en salvar a los Penates de la ciudad: 

Sum pius Eneas raptos qui ex hoste Penates 
Classe veho mecum. 
(Yo soy Eneas piadoso que, arrancados al enemigo, 
mis Penates llevo en mi flota conmigo). 

    Su cualidad dominante debe ser la piedad, y el epíteto que el poeta le aplica con más frecuencia es también el que mejor le conviene. Su virtud debe ser una fría y alta impersonalidad que haga de él no un hombre, sino un instrumento de los dioses. ¿Por qué buscar en él las pasiones? No tiene el derecho de poseerlas o debe rechazarlas hasta el fondo de su corazón. 

Multa gemens multoque animum labefactus amore, 
Jussa tamen Divum insequitur. 
(Entre grandes suspiros quebrado su ánimo por amor tan grande, 
cumple sin embargo con los mandatos de los dioses). 
    
    En Homero ya era Eneas un personaje sagrado, un gran sacerdote al que el pueblo «veneraba al igual que a un dios», y que Júpiter prefería a Héctor. En Virgilio es el guardián y el salvador de los dioses troyanos. Durante la noche que ha consumado la ruina de la ciudad, Héctor se le aparece en un sueño: «Troya –le dice– te confía sus dioses; busca una nueva ciudad». Y al mismo tiempo le entrega las cosas santas, las estatuillas protectoras y el fuego del hogar, que no debe extinguirse. Este sueño no es un adorno colocado en el poema por la fantasía del poeta. Al contrario, es el fundamento en que reposa el poema entero; pues por él se ha convertido Eneas en el depositario de los dioses de la ciudad y se le ha revelado su santa misión. 
    La urbe de Troya ha sucumbido, pero no la ciudad troyana; gracias a Eneas, no se ha extinguido el hogar, y los dioses aún tienen un culto. La ciudad y los dioses huyen con Eneas; surcan los mares y buscan otra región donde puedan tener asiento: 

Considere Teucros 
Errantesque Deos agitataque numina Trojae. 
(Concede a los Teucros [instalarse en el Lacio] 
y a sus dioses errantes y a los agitados númenes de Troya). 

    Eneas busca una residencia fija, aunque sea pequeña, para sus dioses paternales. 

Dis sedem exiguam patriis. 
(Buscamos un pequeño solar para los dioses patrios)

    Pero la elección de esa residencia, a la que el destino de la ciudad estará por siempre ligado, no depende de los hombres: pertenece a los dioses. Eneas consulta a los adivinos e interroga a los oráculos. Ni él mismo se traza la ruta y determina su fin; se deja guiar por la divinidad. 

Italiam non sponte sequor 
(Que no por mi voluntad voy a Italia). 

    Querría detenerse en Tracia, en Creta, en Sicilia, en Cartago con Dido: fata obstant (los hados se lo impiden). Entre él y su deseo de reposo, entre él y su amor, se interpone siempre el dictamen de los dioses, la palabra revelada: fata
    No hay que equivocarse: el verdadero héroe del poema no es Eneas: son los dioses de Troya, esos mismos dioses que han de ser algún día los de Roma. El asunto de la Eneida es la lucha de los dioses romanos contra una divinidad hostil. Obstáculos de todo género intentan detenerlos: 

Tantae molis erat romanam condere gentem! 
(¡Empresa tan grande era fundar el pueblo de Roma!). 

    Poco falta para que la tempestad los abisme o para que el amor de una mujer los encadene. Pero de todo triunfan y llegan al fin marcado: 

Fata viam in veniunt. 
(Hallarán los hados su camino) 

    He aquí lo que singularmente había de suscitar el interés de los romanos. En este poema se veían ellos, y veían al fundador, su ciudad, sus instituciones, sus creencias, su imperio; porque sin esos dioses la ciudad romana no existiría[5].

* En «La Ciudad Antigua», Ed. Obras Maestras, Barcelona, España – 1971; pp. 179-183.
_______________________
[1] Píndaro, Pit., v. 117-132, Olim., VII, 143-145. Píndaro llama al fundador «padre de las ceremonias sagradas» (Hiporchemes, frag. I). La costumbre de instituir un culto para el fundador está atestiguado por Herodoto, VI, 38. Diodoro de Sicilia, XI, 78. Plutarco, Arato, 53; describe los honores religiosos y los sacrificios que se instituyeron para Arato después de su muerte. 
[2] Plutarco, Rómulo, 29. Dionisio, II, 63. Ovidio, Fastos, II, 475-510. Cicerón, De Rep., II, 10: I, 41. No es posible dudar que desde este momento se compusiesen himnos en honor del fundador; tentados estamos de considerar como un eco de esos cantos algunos versos de Ennio que cita Cicerón. 
[3] Herodoto, I, 168. Pïndaro, Pit., IV. Tucídides, V, 11. Estrabón, XIV, 1. Cicerón, De nat. Deorum, III, 19, Plutarco, Cuest. griegas, 28. Pausanias, I, 34; III, 1. 
[4] Herodoto, VI, 38. Diodoro, XI, /8. El culto del fundador parece haber existido también entre los sabinos (San Agustín, Ciudad de Dios, XVIII, 19). 
[5] No nos toca examinar aquí si la leyenda de Eneas responde a un hecho real; nos basta con ver en ella una creencia. Y ella nos muestra lo que para los antiguos significaba el fundador de una ciudad, qué idea se forjaban del penatiger; lo importante para nosotros es eso. Añadamos que varias ciudades de Tracia, Creta, Epiro, Citeres, Zacinto, Sicilia, Italia, se creían fundadas por Eneas y le rendían culto.

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