«Presentación» (fragmento) - Alfredo Di Pietro (1933-2015)

      1. Para un joven actual, por lo menos en lo que se refiere al panorama habiente en nuestra Argentina, el nombre de Virgilio pasa disimuladamente desapercibido. Apenas si algunos –por supuesto que sin ningún sentimiento de admiración– lo alcanzan a rememorar como «algo aprendido en la secundaria», entremezclado en el recuerdo de una cantidad de nombres que, para el caso de haber sido «aplicados», pudieron adquirir de un enciclopedismo confuso, mal enseñado y peor asimilado.

Por ello es que, si ese joven se acerca a la lectura de esta bella obra, podrá resultar en parte sorprendido desde su mismo comienzo. En parte, por el título mismo, de apariencia un tanto pretenciosa, en cuanto hace del poeta latino el «Padre de Occidente», y en parte, por el ardiente consejo que nos trae Haecker en el acápite inicial extraído de un imaginario «Diálogo sobre Europa» donde nos pone a consideración que «en tiempos semejantes», refiriéndose a los actuales, y «antes de que sea tarde, (pensemos) qué debemos llevar con nosotros de entre los horrores de la devastación», y nos concluye, luego de recordarnos llevar la cruz –que aún podemos seguir usando como señal–, que «no olvidemos a nuestro Virgilio, que cabe en un bolsillo de la chaqueta».

El solo hecho de que se pueda manifestar sorpresa sobre tan grande importancia respecto del autor de «La Eneida» resulta signo interesante a computar sobre el grado en que culturalmente podríamos ubicar nuestra enseñanza. Bastaría tan sólo contraponerla con la representatividad que Virgilio tuvo durante las épocas anteriores del quehacer occidental, a tal punto que en la Edad Media difícilmente cabe señalar algún autor que hubiera escapado a su influencia, y el mismo Dante toma al poeta mantuano como guía en su viaje a las zonas infernales, honor que resulta de ningún modo exagerado computando los méritos de esta alma naturaliter christiana.

      2. La proposición que nos hace Theodor Haecker en esta obra –quizá la mejor escrita por este autor– no es la de establecer un relato de las vicisitudes biográficas de Virgilio, datos que en general da por supuesto como conocidos por el lector, ni tampoco el realizar un análisis de tipo literario o filológico de sus obras, sino la de venir a presentarlo en lo más íntimo y recóndito que tiene el espíritu del poeta romano.

Todas sus líneas están ensayadas para probar la razón profunda de su afirmación inicial, es decir que Virgilio es realmente Padre de Occidente. El sentido prístino de este apelativo significa que como Padre ha intervenido de algún modo en la procreación –ya no en cuanto a la carne, sino en cuanto al espíritu– de este hombre «occidental», de tal modo que, para usar la terminología latina, lo tenemos que considerar uno de nuestro Manes, dedicando a sus obras la reverencia debida a los Penates, en tanto y en cuanto que descubrimos en ellas nuestra filiación de interioridad espiritual.

Pero, por otra parte, se trata de remarcar no solamente que fue nuestro Padre espiritual, sino que actualmente también lo es, es decir que lo continúa siendo, por cuanto su obra no tiene rasgos caducos –aquellos que se arrojan por la borda en el transcurrir histórico– sino filosas verdades perennes que de algún modo nos están diciendo algo sobre nosotros mismos, sobre el significado perdurable de la vida y del mundo. De ahí que se tenga interés en la luz que pueda arrojar en nuestros complicados problemas actuales, sobre todo «en tiempos semejantes», donde vivimos «entre los horrores de la devastación».

Precisamente el mismo autor, en una obra posterior («Was ist der Mensch?»), traducida como «¿Qué es el hombre?», ed. Guadarrama, 1966)[1], nos acota el siguiente pensamiento sobre ese acápite inicial al que hicimos referencia: «Corresponde ello a un estado de ánimo fundamental, que no es un a priori irracional, sino que tiene su fundamento (pues él mismo no es el último fundamento) en una fe y en un saber. ¿A dónde va nuestro tiempo? ¿Cuál será la figura del mundo, cuál su nueva apariencia, una vez que se destruya en este planeta muchas cosas que todavía no fueron destruidas? No lo sabemos; nadie lo sabe excepto Dios. Sólo esto sabemos: en este mundo, cuando hay que edificar una casa en el lugar que ocupa otra debe ésta desaparecer, o pacífica y reposadamente, o por la violencia, en una catástrofe. En un mundo así de espacio y de tiempo, de cosas que nacen y cosas que perecen, vivimos nosotros, y su modo de ser no está en nuestra mano cambiarlo, sino sólo en la de Dios» (pp. 33-34).

Y dentro del desaliento mistérico con que están enfocadas estas líneas, el tornar de nuevo la vista hacia la obra virgiliana, es lo que, para el autor, resulta lo aconsejable dentro de las tribulaciones.

      3. Cuando hablamos del hombre occidental podemos discernir que los ingredientes espirituales que lo han conformado han sido expresados por un lado por el alma griega, por el otro por el genio latino y conjuntamente con ellos, la religiosidad del pueblo vétero-testamentario, todo ello tamizado, perfeccionado y coronado por el Cristianismo.

El hombre griego fue ante todo el homo theoreticus, es decir, el hombre contemplativo, que despierta a la realidad de las cosas, que intuye el misterio del cosmos y trata de develarlo mediante la theoria. Por ello es que su dedicación principal y eminente es el inquirir las causas de las cosas, tratando de determinar la aletheia, palabra que sirve para designar la verdad, pero con la particularidad que etimológicamente hace relación a un de-velar, es decir a un descorrer los velos que ocultan la realidad mistérica de las cosas. Por ello es que sienta los principios del Ser y del No Ser, y nos induce infatigablemente a la búsqueda siempre incesante de la sophia. Como un niño curioso que trata de lograr las respuestas a sus inquietudes se pregunta por el todo y por todas las cosas, y ya sea en el vuelo platónico o en la sistematización aristotélica, nos ha dejado la impronta del quehacer intelectual.

El hombre vétero-testamentario, o por decirlo más correctamente, el pueblo vétero-testamentario, fue el populus fidei, es decir el Pueblo de la Fe. En medio de la religiosidad de los pueblos antiguos, se destaca con caracteres nítidos la vivencia religiosa del pueblo hebreo, para quien la voluntad del Señor, que está por encima de todas las cosas, debe ser acatada, aunque humanamente sea inescrutable en su proceder. Así fue para nuestro padre Abraham, que no alcanzaba a entender por qué Dios le exigía el tributo del sacrificio del único hijo –habido milagrosamente en la senilidad de Sara, su esposa–, pero que no discute sino que acata el mandato divino. En este ejemplo, está el modelo paradigmático de la virtud por excelencia de la interioridad de este hombre bíblico, que es aquella que le permite discernir lo que Dios quiere de nosotros, manteniéndonos fieles a los dictados de su Voluntad.

Y luego está el hombre romano, cuyo espíritu está vertido sobre lo operacional. Tal como nos lo recuerda Haecker, si la palabra más cordial que nos legaron los griegos fue el vocablo «logos» -«universo espiritual que todo lo llena y penetra de sentido todo, desde el artículo, desde la más insignificante partícula del idioma hasta la divinidad y sus profundidades»– la palabra concordantemente develadora de los romanos, es el vocablo «res» (cosa), la cual lo señala bien claramente como el espíritu vertido sobre la realidad, pero no con un criterio de materialidad apesantada ni como muestra de un huero pragmatismo, sino como tarea espiritual del obrar, en tanto y en cuanto que nos descubre la cualidad fundacional que tiene el hombre dedicado a operar con las cosas.

Por ello es que lo podemos establecer al romano como el «homo conditor», es decir el «hombre fundador». Al igual que el griego, da una respuesta positiva sobre si corresponde «el hacer en la realidad», pero se diferencia del espíritu heleno porque más que el afán investigativo de las cosas, su virtud consiste en saber actuar con ellas, en discernirlas en cuanto al operar, en organizarlas en cuanto a su disposición al servicio del hombre. Como pueblo agricultor que era, sabe la inmensa dimensión que tiene toda labor fundacional, ese inefable placer espiritual mediante el cual a lo «dado» por la naturaleza le sabe agregar aquello que corresponde para que el todo resulte más perfecto y bello. La noción vivencial de ese «plus» que se adita a la tierra –ya sea un planta, ya lo sea una civitas, ya el imperio– representa su rasgo más íntimo y su contribución más valiosa.

Pero ese triple ingrediente con que está formado el hombre occidental, es decir la «religiosidad» del hombre bíblico, la contemplación teorética del hombre griego y la operatividad fundacional del hombre romano, confluyen dentro del misterio de la historia como tres raíces que se conjugan en un punto determinado, para verse transfiguradas por la Buena Nueva evangélica. El Cristianismo no vino al mundo para abolir aquello que de suyo naturalmente bueno tenía el hombre precristiano, sino para acogerlo, receptarlo, aunarlo y coronarlo con la Luz de la Cruz, de tal modo que el Logos –que es Cristo– reina ahora como el verdadero Dios, al cual debemos nuestra Fe, y es por Él por quien las cosas en realidad son, ya que «todo se hizo por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto existe» (Juan 1, 3), siendo en el acto creativo el summum  de cualquier tarea fundacional.

Por ello es que el hombre occidental, para ser tal, debe reconocer su filiación respecto de este triple aporte humano, fructificado por la coronación glorificante del Cristianismo.

[...]

* En «Virgilio Padre de Occidente» de Teodoro Haecker. Ediciones Ghersi, Buenos Aires, 1979.


[1] Con anterioridad hemos publicado en este blog un fragmento de esa obra de Haecker referida por Di Pietro -¿Qué es el hombre?-, el que puede leerse aquí  (Nota de «Decíamos ayer...»)

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