«Lejana despedida» - Enrique Díaz Araujo (1934 – 2021)
Ha muerto Enrique Díaz Araujo. Ejemplar patriota y nacionalista católico. «Si quieres conocer a un hombre, pregúntale lo que ama» decía San Agustín. Nada mejor, entonces, para comprender su verdadera talla, que este panegírico, en el cual se ve él mismo reflejado, escrito con ocasión de la muerte de su tan querido maestro Julio Irazusta. Vaya pues esta publicación en su memoria...
Falleciste,
en efecto, en tu Gualeguaychú natal el 5 de mayo de 1982, cuanto se recibía la
noticia del hundimiento del HMS Shefield por la acción de la Fuerza Aérea
Argentina. Según me informó tu esposa «Mecha», estando sentado en el comedor de
tu casa, le pediste que abriera una botella de champán que tenían en la
heladera, para brindar por el acontecimiento. Ella así lo hizo; brindaron por
la Patria, y luego la esposa se dirigió con las copas a la cocina. Cuando
volvió a la sala, él estaba muerto. Esa mañana, más temprano, había recibido la
Santa Comunión.
Tú, el
testigo veraz, describiste aquella parábola de similar manera con tu caso
personal. Desde la penosa enfermedad de los últimos tiempos, soportada
estoicamente, hasta el instante postrero sacudido por la fausta noticia de una
victoria de las armas patrias en el mar austral.
Calvario y Resurrección
de la tierra para la que viviste, que, con premonición certera anunciaste.
Profeta y Bautista de la redención nacional. Has muerto, pues, en olor de
cordita y en gracia de Dios. Saludado por las salvas de los fuegos antiaéreos y
de los misiles, levantado hasta el cielo por los atletas de la juventud heroica
que a esa hora morían en el campo de la batalla atlántica. Guardia marcial,
para ti, el campeón de la Argentina Soberana. Muerte magnífica del antiguo
bajel insignia que arribaba al puerto de la Tierra Prometida en el momento
mismo en que las legiones del relevo se encaminaban hacia la postergada
Revolución Nacional, aquella que tú anunciaste por más de cinco décadas. «¡Felices
los que han muerto en una guerra justa!». ¿Y quién, como tú, ha librado su buen
combate por la sagrada tierra de los padres? Adelantado de la vanguardia osada
que denunciara al enemigo secular y al Régimen inicuo que apañó a la pérfida
Albión. Allá lejos, en 1928, en 1934, quedó flameando la bandera de la Nueva República,
la que en fraterna compañía alzaste para enfrentar, con fortaleza
inclaudicable, al imperialismo británico.
Ruge el
viento y brama el mar, abatiendo de un golpe las falsas banderolas de los mitos
ideológicos, que afeaban la fachada de la Argentina de la crisis. Permanece
enhiesto tu genuino pabellón nacionalista. Apenas unos meses atrás, cuando la
noche se había tornado más cerrada, nos auguraba el despuntar de la alborada. ¿Por
qué tú solo la presentías? Porque Dios te dotó del eje diamantino del
patriotismo, invulnerable al desaliento, inaccesible al pesimismo. Porque
disponías de una fe absoluta sin beneficio de inventario, en el destino de
grandeza de la patria. Porque en ti alentaba, como en nadie, la esperanza
contra toda esperanza, aunada con la caridad generosa para con los
connacionales extraviados en las penumbras del ciclo agonizante.
No puedo
trazar tu panegírico, desde que lo más no cabe en lo menos. No soy tu juez,
sino, acaso, el más humilde de tus discípulos. Sé, sin embargo, como lo saben
tantos, que tus facetas eran múltiples: filósofo político, historiador
revisionista, crítico literario, militante nacionalista, ensayista de temas
universales... Que tenías una inteligencia profunda, laboriosamente cultivada
al estilo clásico, del humanista sereno que con lucidez develaba la realidad
escondida a los profanos. Que contabas con una voluntad acerada, entusiasta,
coherentemente asociada a tu mentalidad –espejo espléndido de tu célebre idea
de la «Voluntad Esclarecida»–, colocada sin desmayos al servicio del Bien
Común, aquilatada en empresas partidarias. Que aliabas tu pensamiento y tu
volición al sentimiento hondo, entrañable, de la amistad dispensada con nobleza,
al exquisito sentido del honor y al gesto señorial, que de casa te venía. Que
todos esos méritos reunidos arrojaban el saldo lógico del hombre ejemplar, del
maestro singular, de quien renunció por anticipado a los honores fáciles de la
vida vana, para quedarse a la intemperie de los fastos oficiales y así mejor
velar por su amada patria. Que fuiste –¡qué duda cabe!– el enamorado fiel de tu
Dulcinea: la Grande Argentina, que algún día dictará su justa ley al mundo
hostil. Eso lo sé, sí, como lo comprenden otros y como lo aceptarán mañana, los
demás. Pero en esta hora dura, de la amarga despedida, quiero mensurarte de
otra forma.
Quiero volver
la vista hacia mis años mozos y evocarte presidiendo gentil, una tumultuosa mesa
de universitarios en La Plata. Quiero reencontrarte allí, cuando reflexivo, tu
mirada mansa y tu risa amplia, nos adoctrinabas y nos confortabas, compartiendo
el pan de las cosas altas del espíritu. Sí, sí; claro que te veo a ti, con tu
magistratura consagrada, dignándose reiterarme, con paciencia de sabio, con tu
bonhomía imperturbable, la trascendental lección. Y me advierto a mí mismo,
envuelto en la bruma del recuerdo, pletórico de avidez intelectual, con los
bríos veinteañeros, con tu vigorosa mano descansando en mi hombro adolescente.
Cual los jóvenes de hogaño, que marchan jubilosos a la lucha, sin entender
quizás del todo las recónditas motivaciones que en ella se juegan, así, a
través de tu intensa palabra, atisbábamos los estudiantes de antaño el porvenir
venturoso de la Patria. Porque te debo tanto, porque te debo todo, es que he
querido retornar a las fuentes, y desde la época de la primavera florida tornar
a medirte en tu sólida madurez, con tu gallarda estatura y tu incomparable don
de gentes.
Y ahora te
lloro. Porque sé, mejor que entonces, que ya nadie ocupará la cátedra vacante y
que el sillón magistral quedará vacío. Porque: ¿quién como tú, podrá internarse
en los vericuetos de la historia romana, para extraer de Tito Livio la
conclusión de la relatividad de las fórmulas de gobierno? ¿Quién investigará a
la monarquía inglesa, para establecer cómo se construye, flexiblemente, un imperio
mercantil? ¿Quién, partiendo de Anchorena, describirá el formidable parangón
entre el desarrollo inverso de los Estados Unidos y del Río de la Plata, por
sus reales causas? ¿Quién se paseará por la historia nacional, desde Colón al
presente, fijando los sucesivos hitos, con innúmeras monografías, centrando los
caminos en la figura del Dictador, estadista del empirismo organizador, con la
obra colosal, para rematar en la síntesis espléndida que hace poco nos dejaste?
¿Quién, con limpia erudición, nos aportará la lectura de Santo Tomás, de Burke,
de De Maistre, de Johnson, de Gierke, de Ortega, de Maurras, de Bainville, de
Santayana, para que entendamos sus consejos desde la perspectiva americana?
¿Quién nos proporcionará el fino análisis de los actores y espectadores de la
Europa de la entreguerra, del genio y figura de Leopoldo Lugones, de la crisis
que engendró Perón, de la teoría prudencial del estado medieval, del dolido
balance de siglo y medio de la Argentina? ¿Quién...? Pero: ¡basta! ¿O es que
por azar aun alguien ignora que fuiste nuestro pensador mayor, brillante,
realista, original, al anti-Alberdi, el sagaz constructor de la Empresa
Nacional Bien Lograda por obra de la Voluntad Esclarecida?... ¡No! Tu mensaje
fue tan intenso y proficuo que, tal vez, tan sólo la conciencia nacional en su
conjunto sea la única heredera de tu obra egregia.
Sí. Ha
callado la voz de bronce de la Historia, ha cesado el caudal vuelo del águila
de la filosofía política, la Argentina ha perdido al mejor dotado y al más
desaprovechado de sus estadistas y la cultura americana a su paladín. Tu nombre
es ya patrimonio nacional y no alcanzarán las campanas para repicar por este
duelo. Pero, más allá de las honras fúnebres que te rinda la ciudadanía libre
del presente y de las que te otorgue la posteridad, cuando llegue el momento
definitivamente triunfal de tus proyectos, tus simples alumnos te arrimamos
ahora una sencilla hoja de laurel para tu corona. Así, con recogimiento, desde
el jardín íntimo de los sentimientos recoletos, vengo yo también a saludarte.
Mientras marchas hidalgamente altivo y bondadosa hacia el Panteón de los Patricios,
mientras desfilas, apolíneo abanderado y doctor del Nacionalismo, hacia el
descanso luminoso con el que Dios premiará tu vigilia constante, tu lejano
discípulo, con el corazón transido, sólo te dice: ¡Adiós, Julio Irazusta!
* En «Ensayos Ásperos», Ed. E.D.A., Buenos
Aires - 2018, pp.240-243.
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