«El 'espíritu de Caseros'» (fragmento) - Atilio García Mellid (1901-1972)

En un nuevo aniversario de la derrota nacional en la batalla de Caseros...

       ¿Qué es Caseros? ¿Cuál es el espíritu de Caseros de que tanto se habla? Porque no hay uno sino varios Caseros en el pronunciamiento de 1852. Hay, primero de todos, el Caseros de los brasileños, ese Caseros con que una potencia extranjera ejecuta un plan perfectamente elaborado en beneficio exclusivo de su propia política nacional. Ese Caseros es una derrota argentina, es la venganza de Ituzaingó. Hay el Caseros del general Urquiza, que es el de la Confederación Argentina y el de las provincias lanzadas a una política de constitución orgánica y federal. Y hay el Caseros porteño, el de los emigrados revanchistas, el de los unitarios y liberales dispuestos a no desperdiciar la oportunidad de someter el país a los intereses mercantiles e ideológicos de la oligarquía portuaria y entregadora. Suponemos que es éste el Caseros al que la historia «oficial» atribuye una importancia y una grandeza excepcionales, el Caseros al que se asigna un espíritu que –quiérase o no– deben reverenciar todos los argentinos para no incurrir en las iras totalitarias de nuestros democráticos liberales.

No hay nada más irritante que esta imposición de Caseros que pesa sobre el alma de la ciudadanía. Porque en Caseros no hay nada argentino en juego, salvo el derrocamiento de un partido y de un hombre para reemplazarlos por una facción y unos cuantos hombres que no representan, sino antes bien contrarían, la voluntad nacional que, mejor o peor, aquellos representaban. El cuento de que Caseros destruye una tiranía, aún admitido, no puede ocultar la realidad de que fue para entronizar otra tiranía, mucho más brutal y de más perniciosos efectos que la desalojada. La mentira de que se puso fin a un régimen de terror ya no engaña ni a los bobalicones de la «prensa seria»; pues es sabido que el fallo del juez caserista, doctor Sixto Villegas, que condenó a muerte al «criminal famoso» de don Juan Manuel de Rosas, le atribuye 285 asesinatos en los veinte años de su «tiranía», en tanto en una atroz «purga», al día siguiente de Caseros, se fusilaron a 608 personas en la urbe y a varios miles más en San Benito de Palermo; y, cuatro años después, a raíz del levantamiento federal del general Jerónimo Costa, fueron fusilados por orden de Pastor Obligado y de Bartolomé Mitre, el nombrado general y otros 130 jefes y oficiales rendidos. Y esto no fue sino la iniciación de una larga serie de asesinatos, degüellos y salvajadas que culminaron con la alevosa muerte del general don José Vicente Peñaloza, el Chacho. En cuanto a que Caseros trajo el imperio de la ley y aseguró los derechos de los pueblos, ésta es una monserga que no engaña sino a los que gustan de ser zonzos, pues es sabido que el despotismo de los liberales se prodigó e expediciones militares que arrasaron el interior argentino, en intervenciones federales que anularon la autonomía de las provincias, en comicios fraudulentos que desconocieron la personalidad libre del hombre, y en una política de entrega económica, que sumió en la más espantosa esclavitud a los trabajadores. ¿Qué es por lo tanto, lo que tenemos que agradecer a Caseros, encrucijada de apetitos y odios que frustró por un siglo el destino de la nacionalidad?

 El Imperio de Brasil fue el artífice principal de la liquidación del poder del general Rosas, en Caseros. No improvisó la cancillería imperial, para afrontar el «caso Rosas», una política distinta de la que invariablemente venía aplicando a todo cuanto se refiriera al Río de la Plata. Esto que tantos argentinos ocultan, lo vio con claridad un extranjero de penetrante mirada, el historiador mexicano don Carlos Pereyra. «El Brasil –dice– era antes de Rosas, como lo fue más tarde, el peligro mayor para la República Argentina. Rosas combatió el peligro y lo habría conjurado plenamente su victoria contra Urquiza en 1852, pero la derrota de Caseros dejó abierta una vía de penetración en el Río de la Plata, que la despreocupación y la miopía de Mitre, pusieron francamente a disposición del Imperio. Rosas no pudo, pues, resolver este problema capital, y su caída fue, precisamente, un fracaso histórico para la República Argentina»[1].

¿Puede, pues, loarse como acierto del general Urquiza su sometimiento a los sutiles planes de Itamaraty? Dejemos al propio general Urquiza la respuesta. La cancillería brasileña venía trazando de antiguo planes para destruir la política nacionalista y de defensa de nuestra soberanía sobre los ríos interiores, que sostenía con singular energía el general Rosas. En 1850 ya tenía resuelto invadir las provincias mesopotámicas para atacar a Buenos Aires; interesó en el proyecto al general Urquiza por intermedio de su agente confidencial en Río de Janeiro, don Antonio Cuyás y Sampére. La respuesta del caudillo entrerriano califica certeramente el propósito. «¿Cómo cree el Brasil –afirmaba–, cómo lo ha imaginado por un momento, que permanecería frío e impasible espectador a esa contienda en que se jugase nada menos que la suerte de nuestra nacionalidad o de sus más sagradas prerrogativas, sin traicionar mi patria, sin romper los indisolubles compromisos que a ella me unen y sin borrar con esa ignominiosa mancha, mis antecedentes?»[2].

Tenía el general Urquiza, como se ve, clara conciencia de la gravedad de las intenciones brasileñas y de la condenación que provocaría cooperar con tales propósitos. No obstante ello, cedió posteriormente a la presión de los intereses foráneos que se movilizaron en tal sentido y a las cínicas exhortaciones de los unitarios refugiados en el exterior. Se fue deslizando insensiblemente hacia lo que poco antes había condenado y el 29 de mayo de 1851 firmó un tratado de alianza, con el Brasil y la Banda Oriental, para proceder en común al derrocamiento de un gobierno argentino. Posteriormente, el 21 de noviembre, suscribió una convención con el Imperio de Brasil, por la cual se le prestó ayuda financiera; se preveía que, si la empresa militar proyectada fracasara, las provincias de Entre Ríos y Corrientes «hipotecan desde ya las rentas y los terrenos de propiedad pública de los referidos Estados». Cuando las tropas extranjeras entraron en nuestro territorio ya tenían hipotecadas a su favor parte de la propiedad territorial argentina. ¡Estupenda cruzada «libertadora»! Pero la «bendita convención» que nos permitió la «gloria de Caseros» llegaba aún más lejos. Pues también establecía que «los gobiernos de Entre Ríos y Corrientes se comprometen a emplear toda su influencia cerca del Gobierno que se organice en la Confederación Argentina para que éste acuerde y consienta en la libre navegación del Paraná y los demás afluentes del Río de la Plata».

No se necesita más para caracterizar como corresponde al llamado «espíritu de Caseros». Lo que fue el pronunciamiento, la proclama del general Urquiza y la batalla de Caseros, es material de escasa o ninguna importancia frente a este tremendo «fracaso histórico argentino», que nos duele todavía como una herida abierta en el depósito sagrado de nuestra soberanía. El pueblo repudió a Caseros y a sus actores; la intuición del pueblo no yerra y en sus espontáneas repulsiones se refugian las que un día se levantarán como fuerzas vengadoras.

[...]

* En «Proceso al Liberalismo Argentino»; 2ª edición - Editorial Theoría, Buenos Aires, 1964.


[1] Carlos Pereyra: Rosas y Thiers. La diplomacia europea en el Río de la Plata, 1838-1850; Edit. América; Bibl. De la Juventud Hispano Americana. Madrid, 1919.

[2] Respuesta del general Urquiza a su Agente confidencial en Río de Janeiro, don Antonio Cuyás y Sampére. 20 de abril de 1850 (Cfr. Ricardo Font Ezcurra: La unidad nacional, apéndice. Edit. La Mazorca. Buenos Aires, 1944). 

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