«El Trabajo» - Charles Peguy (1873-1914)

    Si vivimos lo bastante para alcanzar la edad de las «confesiones», si tantas empresas iniciadas a manos llenas nos dejan sitio para poner por escrito un mundo que hemos conocido, trataré de representar un poco lo que era hacia 1880 el admirable mundo de la enseñanza primaria: y más generalmente trataré de representar lo que era entonces todo ese admirable mundo obrero y campesino, digámoslo en una sola palabra, todo ese admirable pueblo.
    Era rigurosamente la antigua Francia y el pueblo de la antigua Francia. Era un mundo en el cual ese hermoso nombre, ese hermoso nombre de pueblo, recibía su plena, su antigua significación. Cuando hoy se dice pueblo, se hace literatura y además una de las más bajas literaturas: la literatura electoral, política, parlamentaria. Ya no hay pueblo. Todo el mundo es burgués. Porque todo el mundo lee su periódico. Lo poco que quedaba de la antigua aristocracia se ha transformado como las otras en una burguesía de dinero. La antigua burguesía se ha transformado en una baja burguesía, en una burguesía de dinero. En cuanto a los obreros no tiene más que una idea: transformarse en burgueses. Es lo que ellos llaman hacerse socialistas. Solamente los campesinos han seguido siendo profundamente campesinos.
   Nos hemos criado en un mundo enteramente distinto. Es posible afirmar en el más riguroso sentido de la palabra que un niño criado en una ciudad como Orleans entre 1873 y 1880, ha tocado literalmente la antigua Francia, el antiguo pueblo o simplemente el pueblo, que ha participado literalmente de la antigua Francia, del pueblo. Puede decirse además que ha participado enteramente, porque la antigua Francia subsistía aún toda, e intacta. La catástrofe se ha producido de golpe y en menos de pocos años.
    Trataremos de expresarlo: hemos conocido, hemos tocado la antigua Francia y la hemos conocido intacta. Hemos sido de ella cuando niños. Hemos conocido un pueblo, lo hemos tocado, hemos sido del pueblo cuando existía un pueblo [...] 
   Trataremos, si es posible, de representar eso. Una mujer muy inteligente y que se encamina alegremente hacia los setenta y tantos años, decía: el mundo ha cambiado menos durante mis primeros sesenta años que en estos últimos diez años. Es necesario ir más lejos. Es necesario decir con ella, más que ella: el mundo ha cambiado menos desde Jesucristo de lo que ha cambiado en estos últimos treinta años. Ha existido la edad antigua (y bíblica). Ha existido la edad cristiana. Ha existido la edad moderna. Una granja en Beocia estaba mucho más próxima a una granja galo-romana o más bien a la misma granja galo-romana, en cuanto a las costumbres, en cuanto al estatuto, en cuanto a la seriedad, en cuanto a la gravedad, en cuanto a la estructura misma y a la institución, en cuanto a la dignidad, de lo que hoy ella se asemeja a sí misma. Trataremos de expresarlo. Hemos conocido un época en la cual, cuando una buena mujer decía una frase, eran su raza misma, su ser, su pueblo, los que hablaban. Los que se manifestaban. Y cuando un obrero encendía el cigarrillo, lo que él iba a deciros no era lo que el periodista ha dicho en el diario de la mañana. Los librepensadores de entonces eran más cristianos que nuestros devotos de hoy. Una parroquia cualquiera de entonces estaba mucho más cerca de una parroquia del siglo XV o del IV, pongamos del V o del VII, que una parroquia de hoy.
    ¡Será posible creerlo!, nos hemos criado en medio de un pueblo alegre. En esa época un taller era un sitio de la tierra donde había hombres dichosos; hoy es un sitio de la tierra donde hay hombres que se recriminan, se odian, se golpean; se matan.
    En mi época todo el mundo cantaba (excepto yo; pero es que yo era ya indigno de pertenecer a aquella época). En la mayor parte de las corporaciones se cantaba. Hoy se rezonga. En ese tiempo no se ganaba nada, por decirlo así. Los salarios eran de una insignificancia de la que no tenemos ya ni idea. Sin embargo todo el mundo engordaba. Había hasta en los más humildes hogares una especie de bienestar del que no nos queda ni el recuerdo. En el fondo, no se hacían cuentas. Y no había que contar. Y se podía educar a los hijos. Y se los educaba. No existía esa suerte de espantosa estrangulación económica que ahora de año en año nos da una vuelta más. No se ganaba nada; no se gastaba nada; y todo el mundo vivía.
    Se podrá creernos por acaso –y así volvemos al mismo tema–, hemos conocido obreros que tenían el deseo de trabajar. Sólo se pensaba en trabajar. Hemos conocido obreros que desde la madrugada sólo pensaban en trabajar. Se levantaban de mañana, ¡y a qué hora!, y cantaban gozosos por la idea de que iban a trabajar. Y a las once cantaban cuando iban a almorzar. En suma es siempre Hugo; y a Hugo siempre debemos volver. «Iban, cantaban». Trabajar era toda su alegría y la raíz profunda de su ser. Y la razón de su ser. Había entonces un honor increíble del trabajo, el más hermoso de todos los honores, el más cristiano, el único quizás que tenga una razón de ser. Por eso digo que un librepensador de entonces era más cristiano que un devoto de nuestros días. Porque un devoto de nuestros días es forzosamente un burgués. Y hoy en día todo el mundo es burgués.
    Hemos conocido un honor del trabajo exactamente igual a aquel que en la Edad Media regía la mano y el corazón. Hemos conocido ese cuidado llevado a la perfección, igual en el conjunto, igual en el más ínfimo detalle. Hemos conocido esa piedad de la «obra bien hecha», llevada, mantenida hasta en sus más extremas exigencias. He visto en mi infancia fabricar las sillas con el mismo espíritu y con el mismo corazón y con la misma mano con que ese pueblo había tallado sus catedrales.
    ¿Qué queda hoy en día de todo eso? ¿Cómo ha podido transformarse así al pueblo más laborioso de la tierra y quizás al único pueblo laborioso de la tierra, el único pueblo quizás que amaba el trabajo por el trabajo y por el honor? Será esa en la historia una de las más grandes victorias, y la única sin duda de la demagogia burguesa intelectual. Pero es necesario confesar qué cuenta esta victoria.
    Hubo la revolución cristiana. Hubo la revolución moderna. He ahí las dos que deben tenerse en cuenta. Un artesano de mi época era un artesano de cualquier época cristiana. Y seguramente de cualquier época antigua. Un artesano de hoy en día no es más un artesano.
   En ese hermoso honor del oficio convergían todos los más hermosos y los más nobles sentimientos. Una dignidad. Un orgullo. «No pedir nunca nada a nadie», decían ellos. He aquí en qué ideas fuimos educados. Porque pedir trabajo no era pedir. Era lo más normalmente, lo más naturalmente del mundo, reclamar, ni siquiera reclamar. Era ponerse en su sitio en un taller. Era en una ciudad laboriosa, ponerse tranquilamente en el sitio del trabajo que esperaba. Un obrero de ese tiempo no sabía lo que es solicitar. La burguesía es la que solicita. La burguesía haciéndolos burgueses, les ha enseñado a solicitar. Hoy en día en esta misma insolencia, en esta brutalidad, en esta suerte de incoherencia que ponen en sus reivindicaciones es muy fácil percibir esta vergüenza sorda, de estar obligados a solicitar, de haber sido reducidos, por el acontecimiento de la historia económica, a solicitar. ¡Oh sí! Y bien que piden ahora algo a alguien. Piden todo a todo el mundo. Exigir es aún pedir. Es aún servir.
    Aquellos obreros no servían. Trabajaban. Tenían un honor absoluto como lo es todo honor. Era necesario que una pata de silla estuviera bien hecha. Estaba sobreentendido. Era lo primordial. No era necesario que estuviera bien hecha por el salario o mediante el salario. No era necesario que estuviera bien hecha para el patrón ni para los entendidos, ni para los clientes del patrón. Era necesario que estuviera bien hecha por sí misma, en sí misma, para sí misma, en su ser mismo. Una tradición que venía, que se remontaba a lo más profundo de la raza, una historia, un absoluto, un honor exigían que esa pata de silla estuviera bien hecha. Toda parte en la silla que no se veía, estaba tan perfectamente hecha como la que se veía. Es el principio mismo de las catedrales.
    Por lo demás soy yo el que investigo tanto, yo, degenerado. En cuanto a ellos, en ellos no había ni la sombra de una reflexión. El trabajo existía. Y se trabajaba bien.
    No se trataba de ser visto o no visto. Era el ser mismo del trabajo el que debía ser bien hecho.
   Y un sentimiento increíblemente profundo de lo que llamamos hoy el honor del «sport», pero que entonces existía en todo. No sólo la idea de producir lo mejor, sino también la idea en lo mejor, en el bien, de producir lo más posible. No sólo quién haría lo mejor, sino también quién haría lo más posible; tal era el bello «sport» permanente, de todas las horas, que penetraba la vida entera y formaba su tejido. Un disgusto inconmensurable por la obra mal hecha. Un desprecio más que de gran señor por quien hubiera mal trabajado. Pero es que ni siquiera concebían una idea semejante.
    Todos los honores convergían en ese honor. Un decencia, una finura de lenguaje. Un respeto del hogar. Un sentido del respeto, de todos los respetos, del ser mismo del respeto. Una ceremonia por decirlo así, constante. Por lo demás el hogar se confundía muy a menudo con el taller y el honor del hogar y el honor del taller eran un mismo honor. Era el honor del mismo sitio. Era el honor del mismo fuego. ¡Qué ha quedado de todo eso! Todo era un ritmo y un rito y una ceremonia desde el amanecer. Todo era un acontecimiento; sagrado. Todo era una tradición, una enseñanza, todo había sido legado, todo era la más santa costumbre. Todo era una devoción interior y una oración, durante todo el día; el sueño y la vigilia, el trabajo y el poco de descanso, la cama y la mesa, la sopa y la vianda, el jardín y la casa, la puerta y la calle, el patio y el umbral y los platos sobre la mesa.
    Decían bromeando y para fastidiar a los curas que «trabajar es rezar», y no sabían cuánta razón tenían al decirlo. A tal punto su trabajo era una oración. Y el taller un oratorio.
( De «El Dinero»)

* En Revista «Baluarte», Buenos Aires, septiembre de 1933, n° 15 y 16.

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