«Borges» - Roberto H. Raffaelli (1945-1989)

«La Nación» del 30 de diciembre pasado[1] dedicó su suplemento literario a Jorge Luis Borges, de cuyo primer libro de versos se ha cumplido el cincuentenario. Rectificamos: no lo dedicó a Borges, sino a la imagen de Borges que «La Nación» cultiva. Y así, junto a grotescas trivialidades, pudimos leer confusas efusiones no estrictamente literarias de venerables matronas, una fábula, un poemita, y –no sin horror– una escolar y pervertida composición sobre las manos(¡!) de Borges. En suma, en esa colección de «testimonios» de amigos y literatos, casi todo es grotesco, superfluo o inferior: el «entourage» literario y social de Borges ha dado allí su medida.
Pero si tales son los amigos del escritor, no son mejores sus enemigos de la izquierda: desde hace unos años, no hay en esta tierra mulato resentido o circunciso indigenista que no se permita a su respecto los rigores de una crítica ideológica y falsa. Y si sus amigos (por su culpa, por su íntima vocación) lo convierten en un juguete para snobs, sus enemigos –justificación ideológica aparte– no le perdonan en el fondo, que no sea un espíritu vulgar.
Acaso el único «testimonio» en parte cabal (salvo en su tono, ya habitual en reiteradas manifestaciones similares, de saboreada auto-necrología), sea el del propio Borges, quien espera que algunas de sus páginas, acaso, lo justifiquen. Pero ¿cuáles?
No «Fervor de Buenos Aires», ni esos primeros libros de poemas, lacios, minuciosos, esforzados, de ultraísmo gélido e inventariador, cuya única gracia suele ser –de tanto en tanto– el hallazgo de un adjetivo feliz.
Tampoco sus «ensayos» metafísicos (la eternidad, el tiempo), pobres monografías que ni siquiera garantizan el conocimiento serio de las fuentes clásicas y que denotan, más bien, la frecuentación de previsibles «morceaux choisis». En lugar de re-vivir a los clásicos para transmitírnoslos enriquecidos (como hace Marechal en «Descenso y Ascenso...»), Borges nos deja librados al desorden de su información, desorden que presenta en un alarde snob de erudición sin consecuencias. Sus ensayos literarios («El Martín Fierro», p. ej.) son mejores, aunque prescindibles.
Ni sus últimos libros, que –en conjunto– son rezagos de sus antiguos temas.
Una sola idea, modulada en diversos tonos, hay detrás de las cosas válidas de Borges: la de la identidad personal, la del destino personal. Los temas del tiempo y del sueño, los laberintos, los espejos, las «boutades» del idealismo, los soñadores-soñados, no son sino expresiones de una auténtica perplejidad ante la idea del destino personal. «El Aleph» y «Ficciones» –sus mejores libros de cuentos– y algunas de las poesías de «El otro, el mismo», muestran que es escritor de esa sola idea, susceptible de diversos desarrollos.
«De todo lo que se escribe, sólo me gusta lo que un hombre escribe con su propia sangre», asentó Nietzsche para siempre. Nosotros, que hemos deplorado las caudalosas hemorragias de Unamuno (que lo tomó demasiado a la letra), apenas soportamos la expresión linfática que suele dar Borges a su obsesión central. Sólo cuando roza la emoción verdadera, el tema del destino personal adquiere –«El Sur», «Poema Conjetural»– su expresión más alta.
Ahora bien: es dueño de un estilo. Huérfana (o libre) de la riqueza metafórica de la de Marechal y de la sensualidad decoradora de la de Mujica Láinez, su prosa –afectada, preciosista, reticente– es un instrumento elegante y exacto, siempre fiel a sí mismo. Acaso fueran fundadas en parte las críticas que mereció a Ramón Doll hace cuarenta años, pero hay que reconocer que en el horizonte contemporáneo, de literatura degradada a panfleto, a innoble periodismo, es imposible dejar de admirar su dignidad.
La argentinidad de Borges... Negada por Doll en 1934, afirmada por razones pueriles por sus amigos de «La Nación», fue resumida así por Castellani en un artículo reciente: «Borges representa la mentalidad común del argentino; le tenemos admiración y horror a la vez porque se parece a la mayoría de nosotros... es decir, de ellos».
Recordemos el tópico del destino personal. Pues bien: en su obra, los artilugios (tiempo, sueño, laberintos) sirven casi siempre, no para encontrar el destino personal, sino para escamotearlo, para eludirlo, para negarlo oblicuamente. Justamente «El Sur» y «Poema Conjetural» son excepciones, y acaso nos gusten más bien por razones éticas: son destinos asumidos, cumplido, consumados.
La regla es la inversa: la perplejidad central del escritor suele resolverse en un radical escepticismo. Así, el destino, la vida, el mundo, Dios, se diluyen en una meditación soberbia y vana. Por eso no es sorprendente que falte el amor en su literatura, ni que en reciente reportaje («La Opinión», 15.12.73) abunde en pequeñas blasfemias de miserable bibliotecario jubilado. Hay en él, en efecto, algo oblicuo, resbaloso, mezquino: una imposibilidad de entrega, un «no te metás» esencial.
Eso tal vez refleje –junto con su propensión al macaneo– viejos vicios colectivos, acaso más porteños que argentinos.
Su literatura también plantea la sugestión de lo remoto. Pero no nos engañemos: quien quiera penetrar el rumoroso, mágico y vasto Oriente; quien quiera seguir las estelas de plata de los navíos vikingos y sajones, no hallará su camino en las páginas de Borges. En ellas, el Oriente y el Norte son, o coartadas, o campos de un fácil turismo metafísico.
Porque, para entender a los bárbaros, hay que ser bien romano: para saber de Oriente, hay que sentirse entrañablemente occidental. La actitud suburbana, el reniego de la tradición materna, lejos de otorgar la universalidad, reducen el universo al prisma provinciano. No reprochamos a Borges su exotismo; le reprochamos la superficialidad de su exotismo.
En «La Nación», varios profesores de literatura certifican la importancia del prestigio internacional de Borges. Nos alegramos. Y si del Premio Nobel se trata, convenimos que lo merece mucho más –al fin y al cabo es un compatriota, y tiene buen gusto– que Asturias, que Neruda, que el vario y confuso mulataje del «nouveau-roman-latinoamericano».
Que lo lean, pues, en Harvard y en la Sorbona. A nosotros, aunque nos ha deparado momentos agradables, nos cansa un poco. Le hacemos este último saludo, y viramos, alegres, hacia costas más claras.

*En «Revista Cabildo», Año I, n° 10, febrero de 1974.



[1] Se refiere el autor a la edición del domingo 30 de diciembre de 1973 (N. de «Decíamos ayer...»)

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