«Zumalacárregui - Un genio militar» - Ramiro de Maeztu (1875-1936)
Ya Galdós, en su famoso
«episodio nacional», había hecho justicia al genio extraordinario y al absoluto
desinterés de don Tomás Zumalacárregui, el general carlista. No hace mucho que
un escritor joven, don Benjamín Jarnés, dedicó una biografía al héroe de Ormáiztegui.
En él se reconocía que Zumalacárregui fue el mayor genio militar que España ha
tenido en los últimos tres siglos, pero se incurría en el capricho de llamarle
romántico. Quien lea el libro de memorias del inglés Henningsen[1],
que fue capitán de lanceros con los carlistas durante un año y publicó sus
memorias en 1836, no llamará romántico a Zumalacárregui, aunque pudiera
llamárselo al autor de la obra.
Estas memorias se habían ya
publicado en francés. Ahora las ha traducido al castellano don Rafael Oyarzun y
servirán seguramente para que no vuelva a hablarse del romanticismo de
Zumalacárregui. Aquel hombre fu un genio militar en perfecto equilibrio, porque
lo reunía todo: el conocimiento y amor de sus hombres, el sentido del terreno y
la visión estratégica. Era al mismo tiempo señor de los detalles y del
conjunto. De espaldas ciclópeas, de cuello de toro, de oscuros ojos grises,
sombreados de cejas inmensas, insensible al silbido de las balas, era más bien
un hombre antiguo, abrupto y breve en la conversación, dueño de sí mismo,
aunque dado en los últimos años de su vida a accesos de pasión. Henningsen le
llama el Cid moderno, y al mismo tiempo le reconoce el firme entusiasmo de los
cruzados de la Edad Media.
Era un hidalgo pobre que, a la
edad de 20 años, dejó su casa para alistarse con el guerrillero Mina en la
guerra de la Independencia contra los franceses. Era por tanto, un hijo de
aquella guerra de la independencia de donde salieron los caudillos de la
primera guerra civil. Al acabar la guerra era capitán y quedó relegado al
olvido, pero en 1882 se alistó en el ejército de Quesada contra el de la
Constitución y mandó dos batallones. Después fue pasando de cuerpo en cuerpo,
porque adquirió pronto fama de saber disciplinar a los hombres e instruir a los
oficiales. Había nacido con el don de mando. Llauder, inspector de infantería,
le dejó sin mando y arrestado, por comprender que, cuando muriera el rey don
Fernando, sería Zumalacárregui enemigo inexorable de la reina.
Así fue, en efecto. Se escapó de
Pamplona y se presentó a los carlistas. Éstos eran mandados por Iturralde,
quien se negó a obedecerle, alegando la anterioridad de su nombramiento. Envió
dos compañías a arrestarlo, Zumalacárregui las recibió como si fuera a ponerse
a su frente, y no sólo se hizo obedecer, sino que las obligó a detener a
Iturralde, a quien poco después nombró su segundo. A ningún general se le ha
seguido con tanta confianza como a él. Era, sin embargo, duro con los suyos e
implacable con los cobardes, por los que sentía repugnancia física. Sus
soldados, sus guías sobre todo, tenían que ser bravos, pero los bravos lo
adoraban. Y tal maña se daba para infundir a sus tropas valor y disciplina, que
un general cristino, sorprendido de la conducta de los carlistas en batalla, dijo
de él: «Ese hombre sacaría soldados de los árboles, si no tuviera otros
materiales».
El problema que se ofreció a
Zumalacárregui habría sido insoluble a cualquier otro general. El ejército de
la reina se componía de 116.000 hombres, aparte de los voluntarios (unos
12.000) y de las guarniciones de Ceuta y Baleares. Zumalacárregui no empezó su
campaña más que con 800 infantes, armados de escopetas de caza o mosquetes, 16
jinetes y una pieza de campaña. Es verdad que contaba con la simpatía popular,
que se comprometía a ir a Madrid desde el Norte y a encontrar ayuda en los
campesinos. Los carlistas podían contar con que cualquier informe suyo sería
trasmitido más de prisa que los enemigos. Hasta Zaragoza y Burgos se podía ver
a diario a los aldeanos corriendo gratuitamente para darle informes de todos
los movimientos de tropas enemigas.
Es curioso que hubo numerosos
extranjeros que pelearon en uno y otro bando, pero los gobiernos de Francia e
Inglaterra estuvieron todo el tiempo del lado de la reina y en contra de don
Carlos. La bolsa de Londres cotizaba las supuestas victorias de los cristinos,
y cuenta Henningsen que entre veinte y treinta casas quebraron en Londres a
consecuencia de la victoria de Zumalacárregui sobre las fuerzas de Valdés, tan
inmensamente superiores que parecía que tenían que aplastarlo. Por cierto que
Zumalacárregui había previsto la contingencia de un intervención francesa o anglofrancesa
en beneficio de la reina. En ese caso, licenciaría a las tropas, ordenándose
que enterrasen sus fusiles, y se quedaría con sólo seis batallones, que
recorrerían todo el tiempo las montañas del Norte, desde Galicia hasta Gerona,
en espera de que llegase la hora de organizar otro ejército realista.
Para vencer a las tropas de la
reina, que tenían la enorme ventaja que da la posesión del gobierno, el plan de
Zumalacárregui, plan genial, y que de no haber sido muerto el general se
hubiera realizado íntegramente, según todas las probabilidades, consistía en
atraer las fuerzas al país vasconavarro y destruirlas en él, aprovechándose del
terreno. No ofrecía combate sino en terreno favorable, al amparo de la montaña
y del bosque. Generalmente caía sobre una parte de la tropa enemiga y luego
mantenía durante el día la posición lograda. Por la noche, y cuando se veía
amenazado por el flanco se retiraba rápidamente dejando que unas cuantas
compañías dificultaran el avance enemigo. A veces bastaban unos cuantos
soldados, escondidos en los árboles.
Así era como vestía y armaba y municionaba
a sus tropas: cayendo sobre el enemigo y apropiándose sus recursos. La razón de
que limitara su campaña a las Vascongadas y Navarra era exclusivamente
geográfica. Es que en esas montañas caía el enemigo como en una trampa. Pero el
propósito suyo era el de marchar sobre Madrid y apoderarse del gobierno, tan
pronto como hubiera destruido las tropas enemigas y constituido un ejército
suficiente para su empresa, cosa que estaba a punto de lograr cuando fue herido
en Begoña, para morir a los pocos días. Desde que empezó la campaña hasta la
hora de su muerte, no pasó semana sin que sus fuerzas y armamentos fueran
aumentando. Hasta las supuestas derrotas le fueron siempre provechosas. El
sitio de Bilbao se hizo contra su voluntad. Zumalacárregui creía llegado el
momento de caer sobre Madrid, porque el enemigo estaba derrotado y apenas le
hubiera sido posible salirle al paso en número considerable, pero los
cortesanos de don Carlos creyeron
preferible conquistar Bilbao, en vista de la falta de recursos y como medio
de impresionar a los banqueros extranjeros para hacer un empréstito, aparte de
los recursos que Bilbao mismo pudiera proporcionar a sus dueños. Zumalacárregui
pensaba que el asedio de Bilbao era una pérdida inútil de tiempo, con lo que se
permitiría al enemigo armar nuevos ejércitos. Triunfaron los cortesanos.
Zumalacárregui, obediente a su
rey, se instaló con sus guías en Begoña y allí se mostró partidario de tomar la
villa por asalto, para acabar cuanto antes. A don Carlos le repugnó el asalto,
por su brutalidad. Y así fue herido el general en el palacio de Begoña, a
doscientos metros de los sitiados. La herida no era grave, pero le faltaron
médicos cuidadores y falleció a los once días. Con él se perdieron las
probabilidades de victoria. Henningsen termina su libro con una afirmación
exacta, pero que suele olvidarse; la que no se trataba de una guerra de
sucesión o dinástica: «sino la lucha entre el principio conservador contra el
espíritu destructor en todo el país y de la gran masa de la nación española contra
una fracción pequeña pero poderosa.
Así es en efecto. Ahora no se
podría decir que la gran masa de la nación española está con la causa de
Zumalacárregui, pero es un hecho que de cuatro años a esta parte sus principios
han ganado las simpatías de buena parte de las clases educadas del país.
1935
* En «España y Europa», Ed.
Espasa-Calpe Argentina S. A., Buenos Aires-México, Colección Austral, 2ª
edición, 1948, págs. 115-119.
[1] Con fecha 13 de noviembre de 2018,
hemos publicado en este blog un fragmento del magnífico libro de Henningsen, titulado
precisamente «Zumalacárregui - Campaña de doce meses por las provincias Vascongadas y Navarra». (Nota de «Decíamos ayer...»).