«Ricardo Güiraldes»
IGNACIO BRAULIO ANZOÁTEGUI (1905-1978)
Ricardo Güiraldes tenía el nombre
gaucho como él solo. Nombre de estanciero con estancia grande en la mitad de la
pampa, abandonada y quieta.
Nombre anudado de años, en la
silenciosa paciencia del descampado. Nombre para decirlo en el guitarreo largo
de los anochecidos, como si fuera el santo y seña de la pampa.
Ricardo Güiraldes supo llevar su
nombre igual que una esperanza, al tranquito, y acariciándole el cuello, en
dirección a la fama. Y la noche del campo se le venía encima como una
purificación.
Él conoció la gloria de que la
pampa misma le llamara por su nombre entero, en las tardes tranquilas y
silenciosas. Y se sintió nombrar en las roldanas madrugadoras de los claros
aljibes embaldosados de cielo y de mañana.
Como nadie, él recorrió la pampa
de punta a punta, al galope tendido, con su constancia larga.
Él se sabía todas las mañas del
pampero que se viene caracoleando desde lejos. Y que en los árboles de la
estancia se infla fuerte, como azotando sábanas mojadas entre árbol y árbol.
Pampero que en el campo liso atropella como un búfalo alzado. Y va
desovillándose rodando largo en la llanura.
Ricardo Güiraldes era un hombre
entero en el sentido hondo de la frase. Hombre hecho para todas las tormentas y
para todos los vientos, para todas las horas y para todos los años, para las
mañanas lindas y los atardeceres claros. Y también para las noches de la pampa,
cuando los perros cimarrones ladran a la luna en la dureza hosca de los
pajonales. Noches de la pampa, donde las parvas se alzan como nunca de grandes,
y parece que conversaran de la noche aquella ancha y solitaria. Parvas que se
alzan graves como molinos de viento parados en aquel silencio. Parvas donde a
veces se ha echado a dormir la luna.
Ricardo Güiraldes tenía el
corazón fuerte del hombre del campo: fuerte para la vida y para la muerte,
fuerte y corajudo como el puño apretado. (Dicen que al dar la mano le golpeaba
duro el corazón en la mitad del pecho). Corazón de hombre, firme en la tristeza
y en la alegría. Corazón que era firme para el lazo.
Todo él se agigantaba en la
soledad de la pampa. Allí, entre cielo y campo, galopando distancias, iba
acompasándose de soledad, contra el ángulo mismo del horizonte. Allí reconoció
el asombro de sentirse solo en el tamaño de la pampa suya. Y se midió en la
pampa como en un espejo. (Hace trescientos años más o menos, Góngora –otro
baquiano de las metáforas– le hizo decir al Cíclope, ponderando su tamaño:
«espejo de zafiro fue luziente
la plata azul, de la persona mía».)
Ricardo Güiraldes tenía encima
toda la tristeza de los reseros gauchos. Tristeza linda para sufrirla. Tristeza
sufrida, a fuerza de aguantar la vida como se presenta el cielo en el
descampado grande. Reseros que se amanecieron cabeceando sobre los caballos
entre pitada y pitada. Reseros que iban juntando un sueño largo por el camino.
Sueño duro y porfiado aquel de los reseros gauchos.
Ricardo Güiraldes escribió la
historia verdadera de la pampa, y le puso el nombre de su padrino don Segundo
Sombra, aquel gaucho más gaucho que todos y más hombre que nadie. Él le enseñó
a sentarse en el caballo, y a dispararle a la gente y a enfrentársele a la
vida. Él le dejó su campo, y se fue a perderse al otro lado de una loma. Y
también le dejó su nombre para que se lo anidara. Por eso su ahijado se lo puso
al frente de su historia, como si fuera una vincha.
En el campo mudo, Güiraldes
escucharía la presencia de Dios. Allí, sobre la tierra, debió sentir el halago
de dejarse hundir en el remanso de su bondad tranquila, o adivinaría en el
viento que se entra por la estancia zamarreada de trigo y ondulada de alfalfa;
y en la lluvia que se cuela fina por la lona de las nubes, o cae a sacudones
como si levantaran el cielo con un palo; y en la noche de la pampa, y en las
mañanas iluminadas, y en las siestas llenas de sol y de chicharras.
Por eso, recordando la pampa,
Ricardo Güiraldes escribió unos versos para dedicárselos a Dios.
Y después se nos fue para
siempre, en una ventolina de ángeles blancos.
* En «Criterio», Año I, N°21, 26 de julio de 1928; reproducido en «Ignacio B. Anzoátegui», de Jorge N. Ferro / Eduardo B. M. Allegri. Ediciones
Culturales Argentinas, Bs. As., 1983, p. 31.