Jardín Cerrado
LEÓN BLOY (1846 - 1917)
Jesús salió de María como Adán
del paraíso terrenal, para obedecer y para sufrir. María está figurada, pues,
por el jardín de delicias «plantado por Dios desde el principio...». El segundo
capítulo del Génesis es absolutamente incomprensible si no pensamos en María,
y, aunque es cierto que todo es incomprensible sin ella, ¡cuánto más esto!
Este jardín cerrado desde la
Desobediencia, hortus conclusus, para
tribulación o desesperación de una multitud de millares de seres, era el
término de las «generaciones del cielo y de la tierra», según la expresión
enormemente misteriosa del Libro santo.
Era un maravilloso jardín donde
no llovía nunca. Una fuente subía de la tierra para regarlo y un río, anterior
a todas las geografías, salía de aquel paraíso para dar luego en cuatro grandes
ríos cuyos nombres significan o parecen significar: Prudencia, Templanza,
Agilidad del Espíritu, Fecundidad –según dicen los intérpretes más sabios. Es
preciso creer que esos cuatro nombres envuelven de una manera que ningún hombre
puede entender, la vocación de María: Reina, Virgen, Esposa del Espíritu Santo,
Madre de Dios.
¡Adorables lugares comunes! Más
allá de ellos no se ve nada; encima, debajo, a derecha, a izquierda, en lo
infinito, nada que pueda verse. Por más que sepamos que Dios es nuestro fin,
¿qué medio tendríamos sin María para poder formar tan sólo un pensamiento
semejante?
Nuestro espíritu no puede
recibir a Dios si no es por María, así como el Hijo de Dios no pudo nacer más
que por la operación del Espíritu Santo en ella. La palabra humana cobra en
esto tal incapacidad que todos los vocablos dan lástima. La inmaculada
concepción de María, que nos separa de ella indeciblemente, es, a pesar de
todo, el único punto de contacto. Es por la Inmaculada Concepción que Dios pudo
posar su pie sobre la tierra; tal es la puerta única por donde pudo escaparse
del Jardín de delicias que es su Madre, aunque mil siglos de beatitud no puedan
hacérnoslo entender.
Sería necesario saber lo que
fueron Adán y Eva, lo que fueron las plantas y los animales de aquel jardín, lo
que fue la Desobediencia y lo que ha costado. Sería necesario borrar todo lo
que los hombres han podido pensar desde hace setenta y ochenta siglos, para que
resultara posible, no digo la evidencia ni la percepción lejana, menos aún tal
vez el presentimiento, sino apenas algo semejante a un latido del corazón, ante
esto: que todo estaba perdido para siempre (como entre los ángeles maldecidos),
y que hubo sin embargo una gota de savia divina preservada –lo suficiente para
salvar millares de mundos, y que al fin floreció esta Flor, más bella que la
inocencia, que los cristianos llaman sin entender, la Inmaculada Concepción:
María misma, el Jardín sublime recuperado.
Sin embargo, ¿me atreveré a
decirlo?, nada existía aún. Fue necesario que este jardín, cerrado desde
tantísimo tiempo por la desobediencia del primer Hombre, se abriese de sí mismo
para expulsar al último de los hombres, semejante a un gusano, que debía rescatar
a todos los otros. Y para esto (me da miedo escribirlo) la obediencia de María
no bastaba: eran necesarios también, reunidos en ella, la impaciencia y el
dolor de todos los siglos.
No era bastante la Inmaculada
Concepción para obtener la salvación del mundo; la impaciencia y el dolor de la
Inmaculada Concepción eran necesarios.
No podemos entender nada, lo
sabemos. Sin embargo es posible imaginarnos una tierra entregada a todos los poderes
siniestros, una raza humana desolada multiplicándose de día en día y pervirtiéndose
más y más a cada generación. Y a pesar de eso, y a través de todo eso, el
pequeñísimo rayo luminoso, el hilo de luz que nada podía destruir, la
Inmaculada Concepción atravesando las edades y los pueblos hasta la hora
milagrosa, ignorada de los mayores ángeles, en que se manifestaría en María
llena de gracia, concebida bajo la Puerta de Oro, sin mancha de pecado
original. ¿Cómo figurarnos una criatura semejante sin el cortejo infinito de
lamentaciones y llantos de toda la raza humana, de la que es el único brote
vivo?
Sabemos por la Tradición que
nuestra madre Eva sufrió durante siglos una penitencia infinita por todas las
naciones que habían de venir. María, sin pecado, recogió toda la herencia de
aquella penitencia e hizo con ella lo que Ella podía; es decir, un dolor como
no hay dolor en el mundo, el dolor de todas las generaciones, de todos los
hombres, de todas las almas, de todas las inteligencias –el dolor mismo de los
demonios y de los precitos, dirían algunos visionarios. Este infinito, de
llanto y de tortura en un alma infinita, debió llevar una repercusión de
impaciencia adecuada rigurosamente a la impaciencia de Redención que la
Teología mística atribuye a la Segunda Persona.
Cuando el día de la Anunciación,
el ángel Gabriel vino a golpear a la puerta del Paraíso perdido, esta puerta
hubiera podido no abrirse. Se trataba de enviar el Hijo de Dios a la carne de
los hombres y a la muerte. Pero la impaciencia pudo más, y la puerta se abrió
con esta respuesta de la Dolorosa: Fiat
mihi secundum verbum tuum. ¡Mundo miserable, ya no sufrirás un solo día en
adelante!