El ingenioso hidalgo
FELIPE XIMÉNEZ DE SANDOVAL (1903-1978)
Si hubiéramos
de buscar en el hombre de la piel de toro el tipo medio humano del español del
siglo XVI, que vive, sufre, trabaja y muere mientras sus grandes Reyes,
capitanes y diplomáticos hacen la gran historia, no necesitaríamos la linterna
de Diógenes para el difícil hallazgo. El prototipo del español de esa centuria
gloriosa y fracasada es Miguel de Cervantes Saavedra. Miguel de Cervantes y su
obra genial que sintetiza un pueblo.
Miguel de
Cervantes, soñador y escéptico, socarrón y lírico, caballeresco y plebeyo,
realista e idealista, prosaico y poético. Miguel de Cervantes, militar y
cautivo, escritor y burócrata, católico y pícaro, andariego y estático, ingenuo
y truhán, quijotesco y pancista en suma. Aunque el libro inmortal aparezca en
el XVII, Cervantes es el español del siglo XVI que ha pasado por los estados de
alma de la Unidad, el Descubrimiento, la guerra comunera, el Imperio y la
Contrarreforma. El español, primero reflexivo y desconfiado; luego apegado a su
bolsa; después sediento de aventura y gloria; más tarde fatigado y
desilusionado de esa aventura y gloria que secan de sangre su tierra; de esa
aventura de fiebres y quimeras a la que marchó armado de todas armas para
regresar tundido de golpes, amargo de desengaños, vacíos la escarcela y el
estómago, tan pobre y vencido como honrado y glorioso. Mares y tierras fueron
recorridos por su pie trotamundos y su alma crédula y ardiente en pos de
ínsulas de fantasías. Y al morir, el terruño desnudo de ínsulas y castillos en
el aire y Dios –sobre todo– endulzando de la buena fe materna el acre sabor del
encantamiento quebrantado.
No son Carlos
V ni Felipe II en la realidad del ajedrez político que juegan –matemática de
Reyes y Reinas, caballos, torres y peones– quienes hacen al Cervantes español
soñar la Monarquía universal, el Imperio español sobre la tierra y la
supremacía de la estirpe hispánica en el mundo. Son los Cervantes de la Mancha,
la Alcarria, la tierra de Campos, la Rioja o la Ribera quienes sueñan a voces y
contagian del sueño alguna vez a los Monarcas. Si Felipe II no creyó nunca en
la invencibilidad de la Armada contra Inglaterra, seguramente no dudó de ella
ninguno de los quijotes marineros de su tripulación, reclutada tanto en el
interior como en la costa. El Rey ordenaba la leva para ir a combatir con la
Inglaterra hostil políticamente. Pero el alférez y el pregonero enrolaban a la
gente para la Escuadra «Invencible» que había de batir en su guarida al hereje
anglosajón. Para eso sí se alistaban los mozos. Ellos no veían el tambor
redoblando a política de gabinete; escuchaban un clarín que llamaba a Cruzada.
Carlos V y
Felipe II, soberanos europeos y reyes de la piel de toro, llevan de la mente a
la espada ideas generales de gran política europea. Mas los soldados que siguen
sus banderas únicamente sueñan continuar la gran empresa española dondequiera
que vayan. Ellos no siguen hasta Mülhberg, San Quintín o Amberes al Emperador
de Alemania, al Rey de Nápoles o al señor de Flandes, que empuñan las armas por
razones de estrategia continental, sino al Rey de Castilla, que continúa la
guerra contra el infiel en otros campos de batalla. Esta es la dramática
situación inevitable. Si Carlos y Felipe expusieran sus razones europeas, los
soldados no les seguirían. La gran victoria sobre las Comunidades no había sido
vencerlas, sino alistar a las tropas comuneras, derrotadas, en los Tercios que
iban con el Rey de Castilla a combatir el luteranismo en Alemania. Carlos y Felipe
han de dejar a sus soldados creer que la lucha en Europa es la lucha por Cristo
como en las Navas de Tolosa o la vega de Granada, aunque ellos no lo crean. El
soldado español hace magníficamente la guerra santa –cruzada sin fondo
intelectual–, pero no entiende de guerras políticas que requieren una frialdad
de razones inteligentes. El soldado español que cosecharía laureles en todas
las campiñas europeas sigue teniendo, después del Renacimiento, la mentalidad
de sus abuelos de Covadonga. Tiene más fe en Dios que disciplina militar y
patriotismo consciente. Aun cuando la victoria –enamorándose fiel de sus
banderas– cree inconscientemente para su alma y su petulancia el orgullo de ser
español: es decir, el orgullo de ser invencible en el campo de batalla... ya
que el soldado nunca llega a saber cómo en la negociación diplomática sus
victorias se disminuyen las más veces o, lo que es peor, se esterilizan.
El soldado
quijotesco cree que sale al campo a deshacer entuertos y a vencer malandrines.
Han de pasar muchas campañas y han de blanquearle los cabellos antes de que se
dé cuenta de que, aun venciendo siempre en el campo su tizona –ningún soldado
quijotesco dejará que su espada se llame menos que la del Cid–, los entuertos
siguen en pie y gozan de buena salud los malandrines. Ha paseado embriagado por
su gloria desde Nápoles a Amberes, peleando en Milán, en Lombardía, en Baviera,
en Flandes, en el Artois, en el Franco Condado y hasta en la Isla de Francia;
sus hermanos del mar estuvieron en la Goleta y en Túnez y en Lepanto... Pero
Francia, Inglaterra y el Gran Turco siguen pirateando, adorando falsos dioses
sin querer reconocer como la más hermosa de las damas a la simpar Dulcinea del
Toboso, o de Burgos, Valladolid, Sevilla, Zaragoza o Salamanca... ¿Qué extraño
encantamiento hay en todo esto?... ¿Cómo es posible vencer y no vencer?
En el camino
de regreso, con el brazo inválido, los pies aspeados y la bolsa vacía –si hubo
botín en el saqueo, pronto volvieron los collares y zarcillos a adornar a las
mujeres de los saqueados y los escudos y doblones a enriquecer a taberneros y
tahúres–, despierta el Sancho a quien se le llenara de ínsulas la cabezota
dormida. ¡Qué pobres los lugares, qué sobrias las ciudades, qué austeras las
mujeres de España!... ¡Qué contraste el de estos campos sin cuidar, estos
arroyos pedregosos, este cielo quemado, con aquellos de Flandes o de Italia!...
Pero ¿Flandes e Italia no son nuestros, no son de España?... ¿Y el oro de las
Indias? ¿Y las esmeraldas?... Yantar de mesón: pan duro, berzas y cordero
guisado... ¿Y las pimientas y el clavo y la nuez moscada con que aromar los
manjares? ¡Ni siquiera el laurel de la victoria sirve para sazonar el condumio,
pues es un laurel metafórico!... ¿La gloria?... Bajo el mostacho cano del
veterano curtido, la sonrisa se hace amarga y cervantina. Hay que dormir en la
paja, cerca de las bestias. Arrieros y trajinantes hacen la noche inquieta de
voces y de ternos. Y en el sueño pesado del cuerpo tundido, una voz razonable y
embustera dice al soldado que los gigantes que venció eran molinos de viento...
La boca sabe a lágrimas de mal despertar al despertarse... Sí, sí, molinos de
viento... Tal vez eran molinos de viento...
Leguas y
leguas de desierto bajo la solana, entre nubes de polvo sobre el que nunca
llueve... Allá lejos... Sí, es la Corte... ¡La Corte!... ¡Madrid, la capital
del mundo!... Allí está el Rey en su Alcázar... El Rey que velará por los
soldados que le escriben con sangre mil crónicas de gloria. Allí estará el Rey
en su Alcázar y con él estarán el premio y el descanso, aguardando al soldado con
licencia. Pero antes del descanso y el premio están el garito y el prostíbulo,
el naipe y el aloque, el jaque y la alcahueta, el corchete y el alguacil, el
hospital y la cárcel. Son miles de soldados los que vuelven lo mismo a la Corte
con el rostro curtido y la piel taladrada soldados quijotescos que despiertan de
su ensueño en almohada de piedra. Miguel de Cervantes ambula por corrillos y
mentideros. Él, además de soldado, es poeta. No le dejan relatar aquella «alta
ocasión» en que perdió su brazo. Lepanto ya está lejos. Y además, ¿qué
significa Lepanto? ¿Se llegó hasta Constantinopla? ¿Se terminó con el Turco?...
Hay epigramas ingeniosos contra la inutilidad de la guerra, contra la torpeza
de la paz, contra esto y aquello. Nada del habla ruda del vivac, sino sutil
conceptismo se escucha por la Corte. Es menester buscarse la vida, difícil para
el que llega y no tiene valedores. Los nobles comentan y pasean, cortejan
tapadas en el Prado y corren lances de muerte y amor por el nocturno. Los
segundones que no son soldados, cantan misas. Las gentes del Estado llano llenan
las mil y una covachuelas de los Consejos. Los plebeyos no artesanos de las
ciudades laboriosas se ensayan en los cien oficios no santos de la picaresca,
haciendo quiebros garbosos al Santo Oficio... ¿Qué hace el pobre licenciado
quijotesco?... ¿Mendigar?... ¿Apicararse?... Ni sus cicatrices mueven lástima
ni el exacto romance de sus hazañas tiene admiradores.
¿Qué hará
Miguel de Cervantes, el más quijotesco de los soldados, no derrotado, pero sí
vencido, devuelto mutilado de la carne y los sueños a la Patria? Correrá una
vida triste, mordidos los talones por el hambre primero y la envidia después.
Adulará a señores, recorrerá covachuelas burocráticas –¿no será en ellas donde
se asesinan las quimeras que llenaban el corazón de los soldados?– y verterá su
corazón puro y desencantado en un libro inmortal, que bien puede considerarse
el libro de todos cuantos volvieron de Flandes, de Italia, de Francia, de las
Indias... Don Quijote de la Mancha es el libro de todos los ex combatientes del
mundo.
Nadie lo entiende
así. Su grandioso sarcasmo, lleno de heroica antipoesía, no lo ven los
contemporáneos más que como una parodia de los libros de Caballerías. Pero es
mucho más. Es la confesión de un Quijote que se ha hecho Sancho a pesar suyo.
Es la humillación de un Amadís vencido sin saberlo. Es la alegría de la
Caballería y de la Caballerosidad, ahogadas de burocracia y de leguleyismo; es
el más doloroso llanto por el Héroe y la maldición al Mediocre que empieza a
ascender en España. Es el más vivo cuadro de Historia. No es cierto que sea una
sátira contra Carlos V y mucho menos contra Felipe II, que tan escaso
quijotismo tenía en su gran inteligencia. Ni siquiera es una sátira contra
España. Le dolía demasiado España en el corazón a Miguel de Cervantes para
querer hacerle el escarnio de morir devuelta a la razón. El Ingenioso Hidalgo
es la autobiografía de un soldado quijotesco –uno entre tantos miles cruzados
de la quimera– que se llama Miguel de Cervantes. Si de alguien se burla
Cervantes es de sí mismo, de su manera de ser quijotesca y de su modo de pensar
pancista. Autobiografía, disección implacable del alma propia. Nos imaginamos a
Cervantes en la cárcel de Argamasilla ante el primer pliego, virginal todavía,
riéndose de su donquijotismo, pero pensando ya la inmensa frase doliente del
último capítulo: «No tengo de ver más a Dulcinea»... Es decir: al ensueño, a la
gloria, a la divina locura del Héroe... ¡Ningún español, durante muchos siglos
«tendría de ver más a Dulcinea!...».
Cervantes
empieza a escribir la crónica de su desencanto... y escribe, sin saberlo, tres
siglos largos de Historia de España.
* En «La
Piel de Toro – cumbres y simas de la Historia de España», Editorial Juventud – Barcelona, España – 1a. edición - 1941.
blogdeciamosayer@gmail.com
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