La configuración sacramental del mundo material (fragmento)
JOHANNES PINSK (1891 – 1957)
En el Rituale Romanum
encontramos bendiciones para los diversos alimentos y bebidas; una bendición de
los puentes y las fuentes; bendiciones de los vehículos –desde el simple
carruaje hasta el avión– una bendición para las farmacias, para los molinos,
para el barco pesquero, para los sismógrafos, para las bombas de incendio, para
las camillas y la lencería de los enfermos; bendiciones de los caballos y otros
animales domésticos como también de sus piensos; una bendición de las abejas y
gusanos de seda; bendición de los montañistas y sus aparejos; en una palabra,
todo lo que de alguna manera tiene importancia y valor en la vida humana, tiene
su especial bendición.
Además existe como para abarcarlo todo, una Benedictio ad omnia una Bendición
para cualquier objeto.
Se puede añadir que en la Edad Media se unía a estas bendiciones una
copiosa superstición. Pero prescindiendo de este uso supersticioso, la íntima
justificación de estas bendiciones está en su referencia a la Encarnación del
Hijo de Dios y a la muerte redentora que perdona y santifica al universo y en
la cual se apoya, ante todo, el poder de reconstrucción universal.
Por eso muchas de estas bendiciones están vinculadas a la representación
eucarística de este sacrificio en la Santa Misa, en cuyo transcurso
primitivamente, al fin del Canon, se había previsto una bendición para los
medios de vida como señal de que la «Consagración» no se circunscribía
exclusivamente al pan y al vino.
Muchas y significativas bendiciones están dispuestas en la fiesta de
Pascua, como la consagración del agua bautismal y de los óleos; la bendición de
las palmas, del fuego, de la luz, de las casas, de los alimentos.
Hermosísimamente esta renovadora asunción de todo en la Resurrección de
Cristo, está expresada en un sermón de San Máximo, Obispo; en unión con el
salmo pascual 117 (Confitemini) dice:
«El santo profeta invita a todas
las creaturas a la celebración de este día. Pues hoy se abren los infiernos
gracias a la Resurrección de Cristo, se renueva la tierra por los nuevos
bautizados de la iglesia y se abren los cielos por el Espíritu Santo. El
infierno abierto entrega los muertos, la tierra renovada germina al Resucitado
y los cielos abiertos reciben al que asciende. El buen ladrón sube al Paraíso,
los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa, los muertos vuelven a
vivir y en un cierto progreso, todos los elementos se levantan, en la
Resurrección de Cristo, hacia la altura. El mundo inferior los da al mundo
superior, la tierra entrega sus muertos al cielo; el cielo lleva los que
recibe, a la presencia del Señor. La victoria de la Redención sobre el dolor
surge de lo profundo en una sola acción, se levanta de la tierra y se traslada
a la altura. Pues la Resurrección de Cristo es vida para los muertos, remisión
para los pecados y gloria eterna para los Santos. A toda la creación, por ende,
invita el profeta David para celebrar a Cristo. Dice que el júbilo debe dominar
en este día que el Señor ha hecho, junto con la alegría. Sin embargo alguien
podría objetar: si se ha de desear la felicidad en este día, ha de ser la de
aquellos a quienes este día abarca; el cielo y el averno están fuera del día de
este mundo... ¿Cómo pueden ser llamados a festejar este día los elementos que no
están comprendidos en la corriente de este día?
»Pero es que el día hecho por el
Señor, lo penetra todo, lo contiene todo y abraza el cielo, la tierra y los
infiernos. Porque la luz de Cristo no se intercepta con muros, no se deshace
por los elementos ni se obscurece por las tinieblas. La luz de Cristo, digo yo,
es día sin noche, día sin ocaso, brilla en todas partes, resplandece siempre,
no pasa jamás... Todos los elementos, pues, se glorían en la Resurrección de
Cristo. Creo que el sol en este día es más lúcido que antes. Debe también él
alegrarse en la Resurrección de Aquel en cuya muerte se dolió; si su muerte
acompañó con triste oscuridad, justamente debe acoger su vida con el brillo de
una luz más esplendente. Y así como se obscureció en su sepultura, así ahora
reluce como buen servidor, para servir a su Resurrección».
El Cristianismo significa pues, llegada de nueva vida, introducción de la
vida divina en el Cosmos; y la Iglesia extiende temporal y espacialmente al
círculo de la vida humana lo que aconteció en la actividad de Jesús de Nazaret.
Y por ende la Iglesia ni es un puro sistema de ideas abstractas ni una
suma de normas éticas igualmente abstractas; y pues es vida real para este
mundo, las cosas de este mundo deben de alguna manera ser incluidas en la
heredad de Cristo.
Entra absolutamente en la línea de su misión la Iglesia cuando con las
palabras de sus bendiciones se sitúa ante todas las manifestaciones de este
mundo para hacer concretamente manifiesta en lo posible, la irrupción de la
vida divina y su actividad como factor de la estructura del cosmos.
Si todas las cosas y manifestaciones del mundo creado en cuanto obra de
Dios, tienen con Él una natural analogía, en estas bendiciones de la Iglesia que
lo abarcan todo, toma relieve y se anuncia la especial relación de este mundo
divino con el Hijo de Dios encarnado.
Allí se evidencia pues, una cierta clarificación de lo natural al hacerse
transparente a las cosas celestiales.
Por ejemplo, en el Itinerarium
(oración antes de viajar) bajo la expresión del camino que debe conducirnos a
un término natural, brillan el «camino de Salvación» y el «puerto de la eterna
salud»; en la bendición del avión se pide «que el avión en todos aquellos que
lo utilizan encienda desideria caelestia
(los deseos del cielo)».
Esta incitación que suscita naturalmente la máquina de vuelo (pues se
habla del «vértigo de altura»), adquiere aquí para los Cristianos un nuevo
sentido más profundo, mediante su referencia a las desideria caelestia.
Es particularmente digno de atención que suscitar los desideria caelestia, se aplique al avión
que no sólo debe llevar al hombre a las alturas terrenas sino que debe
despertar además, el gusto y aspiración por aquellas cumbres, de las que las
terrenales son débil imagen; o dicho con otras palabras, las máquinas de vuelo
no aparecen solamente como medios de transporte, sino en cierto sentido, como
medios de la gracia.
También en la bendición de los aparejos para ascender a los montes se
expresa este mismo pensamiento.
En la primera oración sobre los aparejos o instrumentos se ora, es
verdad, exclusivamente para evitar los peligros terrenos. En la segunda, la
cumbre que ha de subirse se transforma en símbolo «del monte que es Cristo».
También aquí es característica la relación: «otorgarle la fuerza para que mientras ascienden estas cumbres, alcancen
el monte que es de Cristo».
Evidentemente el cristiano que sube a las alturas terrenas, no debe
contentarse con las alegrías sensibles lícitas; todo el hecho debe volverlo a
otro mundo cuya cumbre es Cristo, que sobrepasa a todas las cumbres.
Si se consideran estas cosas a la luz de la recapitulación del universo entero en Cristo,
recordada al comienzo, entonces recién se entiende el pleno sentido de estas
bendiciones que de lo contrario no pasan de ser fórmulas vacías.
Caminar, volar, ascender los montes, para circunscribirnos a esto, se
cumplen para los cristianos en la misma forma, con la misma alegría y pena que
para el común de los mortales; pero para ellos son más; pues son señales y
servidores de un nuevo mundo que tuvo realidad en Cristo y para nosotros en la Iglesia,
el mundo nuevo de la gracia, que aun cuando escondido está próximo.
El poder y la riqueza de los cristianos resplandece en esto: con el mismo
acto goza la forma del mundo y goza de Aquel a quien él mira, Cristo; pues para
Él y en Él han sido creadas estas cosas y en Él tienen su consistencia.
Se realiza en la bendición de tan singulares cosas aquello que en la
esfera total se llama la Consecratio
Mundi.
Con esto la Iglesia sale al encuentro de la expectación de la creatura que con esto llega a participar en la gloria de la libertad de los hijos de Dios
(Romanos VIII – 19.22).
Con relación a esta serie de sacramentales podría intentarse hablar de un
mecanismo sacramental.
Pero esto significaría la misma incomprensión que si se intentase hablar
de magia en función de los verdaderos sacramentos.
En ambos casos se olvidaría que tras esos ritos, siempre está la persona
de Cristo, sumo sacerdote que actúa en su Iglesia. Por eso tales actos son
siempre personales del Salvador que salva al mundo en toda su amplitud, con su
amor y con su vida.
Él actúa sacerdotalmente en los miembros de la jerarquía y actúa
sacerdotalmente en todos los miembros vivos de su Cuerpo.
Y justamente aquello que últimamente se dijo de muchas bendiciones para
las cosas y actos ordinarios, debe considerárselo siempre en función del
sacerdocio, en general, de los bautizados y confirmados; del cual se habló ya
en otro lugar.
Estas bendiciones que son normas, desenvuelven toda su virtud de Consecratio Mundi, en la actividad
sacerdotal de los laicos.
El mundo como totalidad alcanza en Cristo y en la Iglesia un sentido y
contenido más elevado que el conferido en la creación.
El nuevo hombre en Cristo vive en un mundo nuevamente configurado en
Cristo. El valor sacramental del universo está subordinado al valor sacramental
humano.
Esto es lo que la Iglesia evidencia y manifiesta con exuberancia en la
totalidad de sus unciones y bendiciones.
* En «El valor
sacramental del universo». Traducido del alemán por Juan R. Sepich.
Editorial “Surco”, La Plata – Buenos Aires – 1947, págs. 185-191.
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