Declaración
GUSTAVO MARTÍNEZ ZUVIRÍA (HUGO WAST) (1883-1962)

Ya nos damos cuenta de que este nuevo libro puede resultarnos, como varios de los anteriores, una nueva aventura.
Confiamos en salir de ella sin ofensa para nadie y con la bendición de Dios, que no nos ha faltado nunca.
Efectivamente, nuestro papel no tiene «buena prensa», tal vez desde los tiempos en que se concedió a Desierto de Piedra (1926) el primer premio de la literatura nacional, lastimando con ello a los de la cáscara amarga, que esperaban ver premiado a cualquier otro de pura estirpe liberal.
Nuestra culpa vino a agravarse en 1943 cuando, siendo Ministro de Justicia e Instrucción Pública, dispusimos que se enseñara la religión católica en las escuelas públicas y colegios nacionales, acabando con aquella degollación de inocentes, que era la enseñanza atea, que llaman laica.
La enseñanza religiosa había existido hasta 1880, pero se abolió después de largo y tormentoso debate, en que los representantes católicos en el Parlamento fueron derrotados. Su restablecimiento en 1943, fue para el Ministro que lo proyectó y lo realizó, una especie de suicidio intelectual.
No duró mucho aquella victoria católica, que las estadísticas escolares demostraron ser la victoria de la inmensa mayoría del pueblo argentino, pues como la enseñanza de la religión fuese optativa, cada año se invitaba a los padres de familia a expresar si querían que en el colegio de sus hijos se les impartiera o no dicha asignatura. Y cada año se renovaba el asombroso plebiscito con un 95 por ciento de votos favorables.
No duró, decimos, esta victoria nuestra, porque a los doce años, en 1954, el célebre Perón, obedeciendo vaya uno a saber qué misteriosas órdenes de qué secreta autoridad, los colmó de regocijo a los que apenas formaban el 5 por ciento, y arrasó con la enseñanza religiosa, y de nuevo, gracias a él, bueno es recordarlo, volvieron los niños argentinos a ser espiritualmente degollados por la enseñanza atea en escuelas y colegios nacionales. Para honra y prez de ellas, algunas provincias persisten en hacer enseñar la religión en sus propios establecimientos.
Pero aunque no fue duradera aquella vitoria, se comprende que los del 5 por ciento no nos la perdonaron, tanto más cuanto que no tardamos en mostrarnos incorregibles, al publicar en 1960, como un libre homenaje al sesquicentenario de la Revolución de Mayo, una historia nueva del año más fecundo de la patria argentina.
Al aparecer nuestro Año X sintiéronse heridos algunos sedicentes historiadores, herederos mentales de los que desde hace 150 años nos guisan con los elementos de nuestra historia esa pitanza con que oficialmente se nutren las escuelas, los colegios y hasta ciertas corporaciones.
Solamente ellos y aquellos a quienes ellos les pegan su estampilla pueden elaborar libros de historia.
Como el autor de Año X publicó la obra sin pedirles su imprimatur originó la más vocinglera conjuración, y fue agredido, sin nombrarlo, para no hacerle una propaganda que a toda costa se quería evitar.
No fueron réplicas eruditas ni demoledores, sino manifiestos vacuos, gritos incoherentes, que no alcanzaron la categoría de rugidos ni bramidos. Más bien maullidos. Puro viento que en el seno de alguna docta cofradía generó un minúsculo tifón, digno del Mar Caribe, no por su estrago, que no se produjo, sino por la malignidad de su naturaleza.
Por algo nos han catalogado entre las naciones subdesarrolladas. Una cosa es proclamar la libertad de prensa y de opinión y otra cosa es respetarla, cuando esa opinión choca con fanatismos o intereses.
El resultado fue que la algarabía con que se honró al libro, despertó la curiosidad de millares de lectores, quienes pudieron comprobar la utilidad de que de cuando en cuando algún argentino auténtico y libre de prejuicios, se metiera en bibliotecas y archivos y llegara hasta las fuentes vivas de la historia patria, y sin recabar el auxilio de lazarillos cegatones, trabajar concienzudamente delante de los papeles originales y luego, en buen castellano, con absoluta honradez, y la indispensable valentía moral (porque ello puede ser otro suicidio intelectual) nos refiriese las verdades «verdaderas», que descubriese y que hasta ahora, en 150 años, ninguno de los historiadores estampillados ha querido ver o se ha animado a propalar.
Pretendieron arcabucearnos por tamaño delito. No han podido.
Así suelen terminar estas guerrillas literarias. Se decreta la muerte civil de un autor. Se le persigue y cuando lo creen a tiro, se le apunta, se aprieta el gatillo y el tiro sale por la culata.

     Con tales antecedentes aparece este hermano de Año X, para tratar un tema de enorme trascendencia, pero profundamente antipático al espíritu materialista y liberal.
     Su autor no piensa pactar con ese espíritu, porque sería pactar con el mundo, que es enemigo de Dios, aunque no lo diga, y aunque para ser más eficaz en su política proclame a veces lo contrario.
«¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? –dice el Apóstol Santiago–. Quien quiere, pues, ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Sant. 4,4. Straubinger).
Jesucristo pendiente en la Cruz, rogó al Eterno Padre por sus crudelísimos verdugos. Poco antes, en el discurso de la despedida, había manifestado expresamente que no rogaba por el mundo (Juan, 17,9).
¡Qué había de rogar, si hubiera sido como rezar por el Diablo, que es el rey del mundo (Juan, 14,30) o por el Anticristo, que siendo su copia más perfecta, pretenderá no ser enemigo de Cristo, sino un buen amigo suyo y a su tiempo, según lo vaticinan algunos Santos Padres, llegará a hacer adorar su imagen en todas la iglesias del verdadero Dios!
Por eso, en nuestro ambiente católico, los actuales precursores del Anticristo no quieren desafilar sus armas, mostrándose inmorales o sectarios.
«Las armas del Anticristo –dice Straubinger, el sabio traductor y comentador de la Biblia–, son falsas ideologías y doctrinas que Satanás, el príncipe de este mundo, va introduciendo desde ahora, bajo la etiqueta de cultura, progreso y aun virtudes humanas que matan la fe, gracias a los medios que la técnica moderna le da para monopolizar la opinión pública» (Straubinger, nota al cap.2, vers. 4y 6, de II. Tesal. en su traducción directa del Nuevo Testamento).
El autor de este libro ha tenido siempre la vocación de la impopularidad. No quiere tener que tomarse el trabajo de juntar sus propios huesos el día de la resurrección de la carne, pues según la Vulgata (Trad. de Torres Amat), «Dios dispersa los huesos de lo que agradan a los hombres» (Ps. 52,6).
Puesto que para agradar a los que están imbuidos en el espíritu del mundo es necesario paliar las verdades fuertes y disimular la buena doctrina, afrontamos gustosos las consecuencias de no allanarnos a ello.
Si con él, lográsemos evitar que se disipara la vida de un niñito –¡no más que uno!–  antes de que fuese engendrado, o que lo asesinara una comadrona venal o un «especialista» sin conciencia, antes de que naciera, nos consideraríamos ricamente pagados, sin que nos importase nada el odio sobreviviente al haber expuesto con palabras claras las leyes de Dios y las enseñanzas de la Iglesia, en materia pocas veces novelada.
Muchos años hacía que nos tentaba el difícil asunto, y que nos lo aconsejaban moralistas sabios y prudentes.
Pero íbamos postergándolo, porque no hallábamos la manera artística, digamos con más precisión, novelística, en que pudiéramos abordarlo.
Hasta que, no hace mucho, encontramos en una revista católica argentina un breve extracto de una obra de Schwab, que estaba difundiéndose y discutiéndose en Europa.
No había otros pormenores, pero esas dos páginas nos inspiraron la forma en que podríamos novelar el tremendo tema.
Y aquí está la obra, que arrojamos al inmenso mar del público, como un mensaje de amor y de confianza en la Divina Providencia.
Buenos aires, marzo de 1962.


*  «Declaración», a modo de prólogo del libro «Autobiografía del hijito que no nació» –obra póstuma de Hugo Wast–, Thau Editores, 1ª edición, 1963, págs. 17 a 24.


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