Zumalacárregui
CHARLES FREDERICK HENNINGSEN (1815-1877)

Tomás de Zumalacárregui[1], como la mayoría de los hombres de temperamento ardiente, tenía el defecto de ser rápido y precipitado, y en su apasionamiento fue con frecuencia culpable de actos de los que (aunque, en medio de todo no eran más que severa y estricta justicia), hubiera sido incapaz a sangre fría. Más de un oficial del ejército carlista debe su ascenso a haber sido reprendido por él en alguna ocasión en términos que él mismo reconocía que eran demasiado ásperos, una vez pasada su cólera.
Yo creo que él (en cuanto es posible juzgar del carácter de un hombre durante un año de observación y trato) ha estado tan libre de toda ambición de engrandecimiento personal como lo estaba de amor al dinero. Entregado por completo a la causa que había adoptado, no pensaba ni soñaba sino en ella; y creo que desde que se encargó de mejorar la suerte precaria del partido realista, hasta el momento en que murió, en medio de sus triunfos, el único móvil fue ser testigo del éxito triunfal del carlismo. El deseo de aumentar su gloria militar, la fama efímera que anima al soldado en su peligrosa carrera, tal vez añadía un nuevo incentivo. Un rasgo notable de su carácter es el desprecio que siempre mostró hacia el oro. El siguiente detalle servirá para mostrar su desinterés y para hacer ver qué ligera es, a veces, la base de las calumnias dirigidas contra hombres públicos. Recuerdo que yo leía con frecuencia en los fragmentos de periódicos franceses que nos llegaban de vez en cuando, relatos de las sumas que había enviado a Francia. El «Faro de Bayona», en particular, en una ocasión, como prueba del estado desesperado de los asuntos carlistas, manifestaba que sus jefes, y en particular Zumalacárregui, parecían decididos a «hacer heno mientras el sol brillaba» (refrán inglés cuyo sentido es claro); que Zumalacárregui acumulaba todo el dinero que podía, y que había remitido treinta mil dólares a un cierto Banco del otro lado de la frontera; que el levantamiento de las Provincias Vascongadas era, sin duda, un plan tramado por él y otros para robar y saquear a los campesinos y escapar después con el fruto de su rapiña. Todo esto se dijo de un hombre que, cuando murió, después de haber pagado al ejército durante dos años y de haber impuesto contribuciones a cuatro provincias, dejó como todo capital, para ser repartido entre sus familiares, catorce onzas de oro, o sea, alrededor de cuarenta y ocho libras esterlinas, y cuatro o cinco caballos. Su mismo barbero, el chocarrero Robledo, era más rico que el general en jefe del ejército carlista. Cuando Zumalacárregui salió de Pamplona tenía unas doscientas libras, que constituían entonces todos los fondos de su ejército. No poseyendo nada, o casi nada, para vivir, más que su paga, que, si no me equivoco, era aún más baja que en los últimos días del reinado de Fernando, su generosidad era proverbial, y tenía tan poca confianza en conservar lo que recibía, que lo entregaba inmediatamente en manos de su señora. Cualquier suma que poseyera por la mañana, había desaparecido invariablemente para la noche. Lo daba, «a estilo de marinero (Sailor’s fashion)», a puñados a sus soldados o al primer mendigo que le importunase, y éstos, conociendo bien su flaco, no dejaban de rodearle. Acostumbraba exclamar de mal humor: «¡Tomad, tomad; cuando os haya dado todo lo que tengo, me dejaréis en paz!».
Por la noche, sus oficiales subalternos se veían obligados a pagarle el café; y cuando su mujer le hacía ver que no era propio de un jefe superior el permitir esto y le preguntaba qué había hecho con el dinero que ella le había entregado por la mañana, él contestaba que le asaltaban todos los desgraciados o los que fingían serlo. «Nos parecemos más a Dios cuando damos», era su respuesta, si estaba de buen humor. «Nos puede devolver más de lo que podemos dar, y presiento que algún día seré millonario». Sus amigos reían y le decían que de ese modo iba camino de reunir una fortuna.
Al pasar por Libourne, después de su muerte, y visitar a la señora de Zumalacárregui, oí de sus propios labios lo que acabo de contar, al pedirle detalles acerca de la vida anterior del difunto. Un oficial, que se había alojado en la misma casa que él en Madrid, me dijo que en aquella época le tenían por un carácter extraño y excéntrico, que trataba con mucha sencillez y «bonhomie» a sus inferiores, pero que era tieso y rígido con los de rango superior.
No soñaba mi interlocutor que el pobre coronel provinciano llegaría a ser el jefe de los ejércitos del presunto heredero que luchaba en contra de la usurpación a favor de un infante que aún no había nacido, y el vencedor de los mejores generales del «Ejército Español». Parece que siempre tuvo presentimientos de que llegaría a una posición elevada; y, sin embargo, rehusó constantemente mezclarse en ninguna clase de intrigas. La brusquedad y la franqueza de sus modales le habían granjeado enemigos en todos los partidos. Mientras vivió Fernando, Zumalacárregui siempre declaró, cuando fue tanteado por los partidarios de Don Carlos (que en cierta ocasión proyectaron, y de hecho efectuaron un movimiento en contra de los deseos del Príncipe), que si hacían algo por este estilo los consideraría rebeldes y los atacaría como a tales: pero al mismo tiempo añadió que cuando muriera Fernando reconocería únicamente a Don Carlos como legítimo heredero del Trono.
Recuerdo el caso de un teniente del batallón de Guías de Navarra, que, al mandar «ad interin» una compañía, se había jugado el dinero que le habían entregado para pagar a sus hombres, conducta que, como se merecía, era severamente castigada en el ejército. No obstante, como se carecía de recursos, tomó la resolución desesperada de arrojarse a los pies de Zumalacárregui. «Si vienes a pedir dinero, tómalo y vete con Dios; pero si vienes a confesar tu falta, no quiero oír nada; es una cosa que nunca perdono».
Un desertor francés, que no podía andar, por indisposición, era maltratado por un oficial, cuando el general, al pasar, lo reconoció como uno que se había portado bien en el combate; arrojándole una moneda de oro de media onza (treinta y seis chelines), ordenó al oficial que le proporcionara una mula, aunque, como todos los españoles, tenía un prejuicio profundamente arraigado contra Francia[2].

A pesar de ser Zumalacárregui duro y severo, y de que no ahorraba fatigas a sus hombres, conduciéndoles y guiándoles en largas marchas con una rapidez que parecía imposible que resistiera el cuerpo humano, era el ídolo de los soldados. Le dieron el sobrenombre de «tío Tomás», como los franceses llamaban a Napoleón «le petit Caporal», y era más conocido por el sobrenombre de «el Tío» que por su nombre gótico de Zumalacárregui. Su habilidad y valor, los peligros de los que salvó a sus soldados con frecuencia, y los éxitos a que les condujo, parecen insuficientes para explicar su apasionada adhesión al hombre a quien amaban y temían más que a nadie; una adhesión que, para poder explicarla, hace falta sentirla.
Sin ropa, sin paga, sin provisiones, su ejército le hubiera seguido descalzo por todo el mundo o hubiera perecido en el camino. Se sentía por él el mismo grado de entusiasmo que el desplegado en el ejército francés por el Emperador, y esto se extendía a la población de las provincias sublevadas, aunque era difícil decir si predominaba el amor o el temor, pues en los campesinos se hallaban ambos sentimientos curiosamente mezclados. De este modo, él se había convertido en un ejército por sí solo. Si un soldado desfallecía en la acción, o estaba cansado o hambriento en la marcha, en cuanto vislumbraba el caballo blanco de «el Tío» parecían desvanecerse su miedo y su descontento.
Una vez preguntaba yo a uno de los voluntarios qué fuerza había en Piedramillera, un pueblo de la Berrueza, cuando el enemigo estaba a poca distancia, y al enterarme de que sólo había dos batallones, no pude evitar esta exclamación: «¡Sólo dos batallones!». «¡Ah, pero el general está con ellos!», dijo el navarro, y parecía tan satisfecho como si todas las tropas que pudiéramos reunir estuvieran acampadas en aquel lugar.
Algunos hombres, sin que lo codicien, parecen dotados del poder de ganarse el afecto de sus compañeros, por un inexplicable magnetismo inherente a su genio. Hasta que yo mismo lo sentí, no pude comprender este amor militar, del que Shakespeare, este admirable maestro de todas las emociones humanas, y que ha tratado tan exquisitamente de todas las pasiones, habla de un modo tan imperfecto. Yo también creo que el amor del soldado, si hemos de juzgar del sentimiento de los demás por el nuestro propio, sólo puede ser un primer amor, el que, una vez desaparecido, no vuelve a palpitar por nuevos afectos.
Yo me uní a los carlistas y a Zumalacárregui cuando él no tenía sino la reputación de un jefe de guerrilla, que había hábilmente burlado la persecución de las tropas de la Reina y dado unos golpes muy atrevidos, pero a quien esperaba encontrar ignorante y feroz, de acuerdo con la descripción que de él hacían al otro lado de los Pirineos. Recuerdo que al principio me sentía incapaz de comprender la adhesión entusiasta a ningún individuo, independientemente de la amistad privada; pero terminé por participar completamente de los sentimientos de los soldados, y, mientras él vivió, en el triunfo y en la adversidad, yo le hubiera seguido hasta el final, aun en el caso de que no hubiera recibido muestra alguna de amabilidad por su parte. Era, sin embargo, por Don Carlos por quien yo vine a luchar; yo sentía prejuicios más bien en contra que a favor del general; mas en el breve espacio de unos pocos meses, me adherí tanto a él, que si Don Carlos hubiese abandonado su propia causa, yo hubiera seguido a Zumalacárregui.
[...]

* En «Zumalacárregui – Campaña de doce meses por las provincias Vascongadas y Navarra», Espasa-Calpe Argentina – Buenos Aires-México, 1947, en el Capítulo V, pp. 59-63.



[1] El autor del libro cuyo fragmento publicamos, nació en Escocia en 1815 y fue voluntario del ejército carlista cuando solamente tenía 19 años. Se incorporó a la caballería de Zumalacárregui, jefe de dichas tropas, participó en numerosas batallas y, sobre los sucesos allí vividos, escribió las crónicas que se relatan en esta obra. En un pasaje del interesante prólogo de la edición en español, escrito por quien también fue su traductor, Román Oyarzun, puede leerse: «Hace noventa y nueve años que se publicó en Londres la obra que, traducida al español, damos hoy a la imprenta. El mérito principal de ella estriba en haber sido escrita con indiscutible sinceridad, la que, de ordinario, suele ser compañera inseparable de la verdad, por un extranjero que, libre de prejuicios y pasiones que agitaron a nuestro pueblo en el turbulento siglo XIX, ha relatado lo que vio con sus propios ojos en los campos ensangrentados de Navarra y Vascongadas, sin que hubiera nada, ni egoísmos, ni pasiones, ni intereses, que pudieran oscurecer la visión exacta, a veces cruel y dolorosa, otras gloriosa y brillante, de unos ojos azules que, desde las brumas del Támesis, vinieron a inundarse de resplandores rojos en tierras españolas. C. F. Henningsen no sólo luchó bravamente al lado del invicto caudillo, sino que describió con vivo color los episodios más salientes de una campaña de doce meses... (N. de «Decíamos ayer...»)
[2] Nada tiene de particular, por estar aún fresco el recuerdo de la invasión napoleónica (N. del traductor).

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