«...esta sublime elevación del ideal
monástico fue lo que apasionó entre los bárbaros a las almas escogidas; se
dejaron seducir por el lado heroico de una vida tan nueva y tan extraña, y sin
regatear con el Dios que les llamaba, se dieron por entero a Él con el ardor de
su entusiasmo juvenil».
[...]El verdadero
patriarca de los monasterios de Occidente fue San Benito. Su regla era la más
sabia que había aparecido; se distinguía por un raro carácter de prudencia y de
buen sentido, y por la perfecta comprensión de todas las necesidades, y también
de todas las debilidades, del alma humana. Austera, y exigiendo de parte del
hombre esfuerzos vigorosos, guardábase sin embargo de sacrificar nada a los
excesos peligrosos de un entusiasmo irreflexivo, no queriendo ser más que un
pequeño comienzo de la vida cristiana[1].
Todos sus preceptos se hallaban dominados por la gran preocupación del
perfeccionamiento del individuo. Así llegó a sustituir a las demás
legislaciones monásticas de modo tan completo, que fue durante los primeros
cinco siglos de la Edad Media el código monástico por excelencia, y todas las
nuevas reglas parecen haber querido inspirarse en sus lecciones.
La historia de la civilización
no puede menos de estudiar una ley que durante tanto tiempo ha dirigido la vida
de las almas más elevadas y puras de la sociedad cristiana. Penetremos, pues,
para comprender su esencia, en uno de aquellos lugares en que, haciendo cesar
todas las influencias exteriores, la regla sola va a apoderarse del individuo y
a rehacerlo –digámoslo así– por completo. Evidentemente, para vivir en el
claustro y someterse a su régimen es necesario un dominio sobre sí mismo que no
se encuentra en cualquiera; el que aspire a la perfección debe despreciar al
mundo, renunciar a su familia, a sus bienes y a su voluntad, despojándose por
entero del hombre viejo, y no siendo, en una palabra, más que un alma nueva y
desnuda que todo lo espera de la gracia de Dios. Si no puede hacerse frente a
este terrible compromiso, cuyas cláusulas recuerda al novicio una lectura
frecuente de la regla, es que no está llamado a la vida religiosa. Sólo es
admitido aquel que, después de haber reflexionado y orado, se siente con el
valor de consumar, por fin, mediante juramento solemne prestado en manos del
abad, el acto grandioso que constituye la abdicación de sí mismo.

En efecto en la aniquilación de
la propia voluntad, en vista de la perfección moral, es en lo que se reconoce
al monje verdadero; todo lo que se le ordene dentro de los límites de la
conciencia y de la religión ha de ejecutarlo, aun cuando le parezca imposible.
Esto no significa que la autoridad del abad sea absoluta o arbitraria; es la de
un padre y no la de un señor. Elegido libremente por la comunidad, debe dejarse
guiar, en las medidas que tome, por la sola consideración del interés común y
del bien espiritual de las almas; es responsable ante Dios del rebaño cuya
dirección tiene, y en su conciencia encuentra la garantía mejor contra sus
propios abusos. Además, está obligado a consultar a sus hermanos en las
resoluciones más importantes, y, si se trata de cosas accesorias, debe por lo
menos tomar el parecer de los más ancianos. No tiene derecho a castigar a los
delincuentes como le agrade, sino que debe primero amonestarles en secreto, y
sólo puede imponerle una reprensión pública si el culpable se obstina. Si
persiste en su falta, se le separa de los otros hermanos; después de los cual,
si no se enmienda, se procede a la corrección corporal; por último, si todos
los medios resultan impotentes, se le abandona a sí mismo y se le arroja de la
comunidad.
Para los monjes, el día
transcurre silencioso y lleno de recogimiento, ocupados en el trabajo, con el
cual alternan la oración; se levantan antes de romper el día, entonan en la
oscuridad las alabanzas a Dios, y después se entregan a la tarea cotidiana del
día, alternando la lectura con el trabajo manual. La obligación de la lectura
imponía al monje, como necesidad imperiosa, el conocimiento de las letras, pues
mientras no lo había adquirido, no podía participar por completo en la vida de
su orden; por él penetraba en el mundo sagrado de la tradición cristiana; sus
estudios se referían sobre todo a los Libros Sagrados y a los Santos Padres, y
nutrían su espíritu con la sustancia del pensamiento religioso. El libro de
cabecera del monje, el que cantaba en los oficios, el que meditaba en su celda,
el que se le recomendaba que supiese de memoria y que recitase por completo al
menos una vez por semana, eran los salmos de David, ese precioso depósito de
las lágrimas más puras del alma, ese libro incomparable en que la oración
reviste la forma más sublime que jamás haya tenido en labios humanos. En esta
perpetua comunicación con los grandes espíritus de la humanidad, hasta la
inteligencia más inculta perdía cada día algo de su rudeza y de su ignorancia,
y sufría, sin darse cuente de ello, un trabajo de roturación cuyos frutos debía
recoger el porvenir.
A pesar de la insistencia con
que la regla inculcaba la obligación de la lectura y del estudio, estipulaba
sabiamente que la mayor parte del día se consagrara al trabajo manual; ocupaba
éste siete horas diarias, mientras que a la lectura sólo se reservaban dos.
Esclavos voluntarios de la fatiga, los monjes se sometían con gozo a todas las
labores penosas, que tanto los romanos como los bárbaros miraban con horror, y
las manos encallecidas por el trabajo no eran para ellos objeto de menosprecio.
Tomaban parte sucesivamente en las diversas faenas de la vida doméstica, y
ejercían todos los oficios, desde los más groseros hasta los que confinaban con
el arte mismo: arquitectos, albañiles, herreros, carpinteros, tejedores,
sastres, cocineros y peones de todas clases, pues los monjes nunca empleaban
obreros extraños para sus tareas, cualesquiera que fueran éstas.
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De todas las formas de tan
variada actividad hay dos que ofrecen interés especialísimo para la historia de
la civilización: el trabajo agrícola y la copia de manuscritos. Eran empleados
en esta última ocupación los novicios y aquellos cuyas fuerzas no podían
soportar el rudo trabajo del campo. Reunidos en el tranquilo abrigo del scriptorium,
copiaban, unos solos y otros en grupos al dictado de algún hermano, aquellos
manuscritos que contenían unas veces los oráculos de la divina sabiduría y
otras los ecos de la elocuencia pagana. Cicerón y Virgilio revivían con San
Jerónimo y San Agustín bajo las plumas laboriosas que caminaban lentamente a
través de los senderos paralelos del pergamino, transmitiendo a la posteridad
los tesoros intelectuales del mundo antiguo desaparecido. Cualesquiera que
pudieran ser los fastidios y las repugnancias de este trabajo, se entregaban a
él con celo y convicción, porque encontraban la satisfacción del deber
cumplido, y quizá también a veces por presentir la grandeza de la obra de que
eran humildes obreros. Un proverbio monástico decía: «Da uno al diablo tantos
golpes como letras traza en el pergamino»[2].
¡Noble pensamiento que ha sostenido el valor de los copistas, y al cual debemos
la conservación de los monumentos de la inteligencia antigua!
La agricultura ocupaba en la
economía de la vida monástica un lugar todavía más grande, pues era la forma de
trabajo más normal, habitual, generalizada y necesaria; de ella procedían los
recursos más sólidos de la comunidad, pero era muy penosa, dadas las
condiciones en que trabajaban la mayoría de los monasterios. En general era un
verdadero combate el que emprendían con el suelo; eran muchos los sudores que
debían regar la gleba virgen o los troncos del bosque descuajados antes de que
los surcos consintiesen en abrir su seno y en dar mieses. Pelotones enteros de
monjes, inclinados todo el día sobre una tierra ingrata, rompían su corteza y
luchaban contra su esterilidad; el hacha y el arado, esas dos armas pacíficas
de la civilización, se encarnizaban sin descanso contra la tenaz resistencia
del suelo y del bosque. El monje, semejante al legionario romano, aportaba a
aquella empresa una paciencia tranquila y continua, unida a una energía
disciplinada que triunfaba de todo. Tales fatigas
eran sanas y fortificantes; ahuyentaban las ideas frívolas y los pensamientos
malsanos, mantenían el equilibrio entre el cuerpo y el alma, templaban la
naturaleza humana con ejercicios viriles e infundían en las almas más humildes
el sentimiento de su dignidad, nacido de la conciencia que tenían de ser útiles
para algo.

En lugar del bárbaro brutal y
cruel que unos siglos antes vagaba por estas mismas selvas como animal feroz,
derramando sangre sólo por diversión, se complace uno en figurarse aquellos
humildes y dulces labradores que marchan recogidos y pacíficos, dejando tras sí
un suelo embellecido y una tierra fertilizada. ¿Quién es aquel hombre vestido
de cogulla que aguijonea ante él a una yunta de bueyes y que, al mismo tiempo
que guía sus bestias, sostiene con una de sus manos unas tablillas enceradas
con las que se ejercita en adquirir el conocimiento elemental de las letras? Es
un joven llamado Wulmar; pertenece a una ilustre familia franca, y mientras
vivió en el mundo hubiera considerado como igualmente indignos de él la aguijada
del boyero y el estilete del copista. Ahí está, convertido en monje, y su
biógrafo, levantando un trozo del velo que cubre su vida laboriosa, nos la
muestra resumida toda entera en aquel esfuerzo generoso que hace para vencer a
la vez la barbarie de la tierra y la de su inteligencia[3].
Cuando, llegada la noche, la
hora de la cena reunía en el mismo refectorio a los trabajadores esparcidos por
las celdas, los campos y los bosques, todos se sentaban con placer alrededor de
la mesa común. La carne estaba desterrada de la frugal comida de los ascetas, y
las conversaciones, ociosas allí, eran sustituidas por la lectura en alta voz,
con lo que el espíritu se confortaba a la vez que el cuerpo. Por última vez las
alabanzas a Dios reunían a los hermanos al pie del altar, para encaminarse
después al dormitorio común a disfrutar del rápido descanso del trabajador.
Dormían vestidos, como soldados en vísperas del combate; la lámpara ardía toda
la noche, y en más de un monasterio, mientras el sueño descendía sobre tantos
párpados cansados, la palabra del lector se elevaba en el silencio, como la voz
infatigable de la eternidad[4].

Todos los días del año se
asemejaban al descrito, con la única diferencia del acrecentamiento de
austeridades cuando llegaban sus épocas más solemnes. A las grandes fiestas no
acompañaban frívolos recreos, y la tranquila uniformidad de la existencia monástica
no conocía interrupción. Ligado para toda la vida a la ley que él mismo se
había impuesto, el monje no salía del recinto de su convento sino por razones
muy graves, y hasta cuando emprendía algún viaje llevaba, por decirlo así, su
atmósfera con él, apresurándose a volver a su querido oasis en donde estaba su
familia espiritual y su celda, que era su paraíso. No abandonaba esta dulce
morada más que para ir a dormir, esperando el día de la resurrección, en el
cementerio-jardín que rodeaba su iglesia, a la sombra de aquellos sagrados
muros que habían cobijado su oscuro paso por esta vida.
Es verdad que había en aquella
vida enteramente espiritual algo indicadísimo para aturdir a la sensualidad
bárbara, y comprende uno qué impresión de sorpresa y de espanto produciría
desde el primer momento el monje a los germanos; a estos hombres, tan orgullosos
de su independencia soberana, tan apasionados por las distracciones ásperas y
fuertes de los sentidos, tan alejados de todo lo que costase sudor, no había de
serles fácil doblar su voluntad ante la de otro, renunciar a todos los goces
que esperaban de la vida e imponerse el yugo de un trabajo tan penoso como
humillante. Pero precisamente esta sublime elevación del ideal monástico fue lo
que apasionó entre los bárbaros a las almas escogidas; se dejaron seducir por
el lado heroico de una vida tan nueva y tan extraña, y sin regatear con el Dios
que les llamaba, se dieron por entero a Él con el ardor de su entusiasmo
juvenil. Un impulso generoso arrastró a la soledad a los más distinguidos; ni
la juventud, ni la belleza, ni las riquezas ni el poder prevalecieron contra el
atractivo del ascetismo cristiano; los propios reyes renunciaban a su trono, a
su prometida y a su patria para ir a esconder bajo la librea de la servidumbre
monástica una carrera que se les abría llena de gloria y de prosperidad. Sólo Inglaterra
dio al claustro, durante los dos primeros siglos subsiguientes a su conversión,
treinta reyes y treinta reinas, y la mayoría de los monjes ilustres tenían en
sus venas la sangre más noble del país. Entre los francos se vio a San Arnulfo
de Metz, llegado al apogeo del poder, despedirse de la corte a pesar de las
súplicas de su rey y retirarse a una austera soledad, donde, rodeado de
miserables, leprosos y enfermos, a los que servía como si fuese su esclavo,
expiró, ignorado y pobre, él, que había tenido en sus manos los destinos de
Austrasia y Neustria.
[...]
Tales eran las primicias de la
Iglesia entre los germanos; tenía, pues, ésta derecho a esperar mucho de una sociedad
que, desde las primeras generaciones, la recompensaba con frutos tan hermosos.
Y no se crea que los santos germanos fueron los únicos de su raza que sintieron
la acción regeneradora del cristianismo, pues tal acción fue bastante profunda
y poderosa para penetrar toda la nación; bajó hasta el fondo de las almas más
endurecidas e hizo conquistas por todas partes; hubo conversiones ruidosas que
transformaban en humildes y mansos anacoretas a caracteres violentos y
desenfrenados; hubo ladrones que se convirtieron en santos, y almas borrascosas
y manchadas que, asaltadas por la gracia en medio del fango de las pasiones,
reconquistaban repentinamente la blancura de la inocencia.
[...]
* En «Los orígenes de la civilización moderna»,
EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948.
[1]
Regul. S. Benedict., c. 73.
[2] Tot enim vulnera Satanas accipit quot
antiquarius Domini verba describit. Cassiod., De Instit. Divin. Litt.,
c.30.
[3]
Vita Wulmari, c.1.
[4]
Conc. II, Tur., c. 14.
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