«La ventura de un desventurado» - Giovanni Papini (1881-1956)
«...Siempre he sostenido la superioridad del espíritu sobre la materia:
sería un tramposo y un villano si ahora, llegado el momento de confirmarlo,
cambiara de opinión bajo el peso de los padecimientos. Pero he preferido
siempre el martirio a la imbecilidad...».
Pero no conviene tener en poco lo que me ha quedado; ello es mucho mejor.
Es sin lugar a dudas verdadero
que las cosas y las personas se muestran como formas indeterminadas y
empañadas, casi fantasmas a través de una niebla cinérea, pero es también
verdadero que no estoy condenado a la tiniebla total: todavía me las arreglo para
gozar de una festiva invasión de sol y de la esfera de luz que se irradia de
una lámpara. Además puedo entrever, cuando están muy cerca del ojo derecho, las
coloridas manchas de las flores y los rasgos de un rostro. Y, sin embargo,
estos últimos y tenues restos de la visión abocada parecen milagros jubilosos
para un hombre que, desde hace más de veinte años, vive en el terror de la
oscuridad perpetua.
Y hay más: tengo todavía el gozo
de poder escuchar las palabras de un amigo, la lectura de una bella poesía o de
una bella narración, puedo oír un canto melodioso o una de aquellas sinfonías
que dan un calor nuevo a todo el ser.
Y todo esto es nada todavía si
miro a los bienes aún más divinos que Dios me ha dejado. He salvado, aun al
precio de una guerra cotidiana, la fe, la inteligencia, la memoria, la
imaginación, la fantasía, la pasión de meditar y de razonar y aquella luz interior
que se llama intuición o inspiración. He salvado también el afecto de los
familiares, la amistad de los amigos, la facultad de amar a aquellos que no
conozco personalmente y la felicidad de ser amado por aquellos que me conocen
sólo a través de mis obras. Y todavía puedo comunicar a los otros, aunque con
lentitud martirizante, mis pensamientos y mis sentimientos.
Si pudiera moverme, hablar, ver
y escribir pero tuviese la mente enredada y obtusa, la inteligencia torpe y
estéril, la memoria llena de lagunas y tarda, la fantasía débil y apagada, el
corazón árido e indiferente, mi desventura sería infinitamente más temible.
Sería un alma muerta en un cuerpo inútilmente vivo. ¿De qué me valdría poseer
un lenguaje comprensible si no tuviera nada que decir? Siempre
he sostenido la superioridad del espíritu sobre la materia: sería un tramposo y
un villano si ahora, llegado el momento de confirmarlo, cambiara de opinión
bajo el peso de los padecimientos. Pero he preferido siempre el martirio a la
imbecilidad.
Y ya que estoy en vena de
confesiones quiero ir más allá de lo verosímil y azuzarme hasta lo increíble.
Las señales esenciales de la juventud son tres: la voluntad de amar, la
curiosidad intelectual y el espíritu agresivo. A pesar de mi edad y a despecho
de mis males siento fortísima la necesidad de amar y de ser amado, tengo deseo
insaciable de aprender cosas nuevas en todos los dominios del saber y del arte,
y no rehúyo las polémicas y el asalto cuando se trata de la defensa de los
supremos valores.
* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 5, n°15 - Tercer trimestre de 1977, pp.28-29.
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