«San León el Grande» - Santiago de Estrada (1908-1985)
«...¡Gloria fue de nuestro
gran Papa, que no concedió ni un instante de reposo al enemigo, ni quiso para
él la cómoda salida de contemporizar con el mal!»
El orgullo diabólico de Eutiques
y el desenfreno de Dióscoro, alentados por la debilidad de las autoridades
civiles, desencadenaron una conmoción religiosa y social que amenazaba
extenderse a todo el Oriente. Era el primero un monje con fama de asceta,
acabado ejemplar de heresiarca, que llegó a seducir a muchos cristianos de
buena fe, deslumbrados quizás por el celo fanático con que en otros tiempos
había disputado con Nestorio; el segundo (otro lobo con piel de cordero), a
fuer de astuto y simulador, había sucedido nada menos que a San Cirilo en la
sede de Alejandría, desde la cual apoyaba a los eutiquianos y los hacía cómplices
de sus desafueros. Hacía ya tiempo que en Oriente las herejías se sucedían unas
a otras, y que, inducidos por apetitos bastardos, hombres sin paz lograban
apoderarse, en repetidas ocasiones, de las sillas episcopales más importantes.
San León tuvo que enfrentar
estos conflictos. Forzoso es reconocer, sin embargo, que bien pronto contó con
auxiliares poderosos, pues, en Constantinopla terminó por imponerse la santa
princesa Pulqueria que, poco después, llegó a ocupar el trono con su esposo
Marciano, e, investidos ambos de la plenitud del poder, renovaron los buenos
tiempos en los cuales la potestad imperial, ejercida con dignidad y justicia,
se afanaba por el bien común de los pueblos confiados a su custodia. Por otra
parte, el Obispo San Flaviano, condenó a su debido tiempo los errores de
Eutiques y se mantuvo en estrecho contacto con la corte para refrenar los
abusos. Fue así posible convocar con éxito un concilio, en el cual, reunidos
más de seiscientos obispos, quedó definitivamente condenada la herejía y
solemnemente proclamada la doctrina que sobre el misterio de la Encarnación,
había definido el Sumo Pontífice en carta a San Flaviano, leída con religiosa
reverencia en el Concilio[1].
Otro género de dificultades tuvo
que superar León en Occidente. Atila, el Azote de Dios, como se complacía en
hacerse llamar, envanecido por la potencia destructora de sus huestes, tenía
consternada a la Europa civilizada. Lleno de furia y de maldad, quiso saciar su
odio contra Roma (la cual entre sus múltiples privilegios cuenta el de haber sido
y seguir siendo blanco de las iras infernales). Pero, lo que no habría podido
lograrse con las armas ni con la astucia humana, lo consiguió la heroica
caridad de San León, el primer Papa (y no el último) que salvó la Ciudad Eterna
de la destrucción.
Evidentemente el Imperio de
Occidente estaba viviendo las últimas etapas de la crisis política que terminaría
con él. Llevada por un bajo deseo de venganza, la emperatriz Eudoxia llamó a
Genserico, hereje y jefe de los vándalos, que desde el otro lado del
Mediterráneo tenía inquietos a los romanos por sus continuas asechanzas y
atemorizados a los cristianos de África por sus tiránicas tropelías. Llegó a
Ostia el vándalo, y otra vez la Ciudad Eterna puso en León sus esperanzas.
Genserico igualaba a Atila en lo bárbaro pero carecía del noble sentido de la
grandeza que el jefe de los hunos poseía; de ahí que, incapaz de magnanimidad,
no quisiera perder el saqueo de la Ciudad, y fue milagroso que el Pontífice
lograra hacerle respetar la vida de los habitantes y el sagrado derecho de
asilo, a cuyo efecto fueron señalados tres templos.
A todo esto en Oriente no
cejaban los desórdenes desencadenados por los eutiquianos. Palestina y Egipto
fueron teatro de las más crueles fechorías, y más de un católico auténtico
debió dar testimonio con su sangre de la Verdad que León había hecho proclamar
en Calcedonia. Pero, a despecho de herejes ambiciosos y demagogos, la doctrina
pontificia se impuso: ¡Gloria fue de nuestro gran
Papa, que no concedió ni un instante de reposo al enemigo, ni quiso para él la
cómoda salida de contemporizar con el mal!
Ni
los fanáticos de Oriente, ni los bárbaros de Occidente pudieron hundir la barca
de Pedro, que, bajo la dirección de León, navegaba segura. Con razón la
Sagrada Liturgia, radiante de júbilo, recuerda cómo el Santo Pontífice y
Doctor, a quien el Señor colmó de inteligencia y sabiduría, abrió su boca en
medio de la Iglesia para enseñarnos la verdadera doctrina e imponernos su
disciplina; y con justicia cumplida repite aquel pasaje del Santo Evangelio en
que Simón Pedro, contemplando la sagrada humanidad del Divino Maestro, da la respuesta
exacta y exclama: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Verdaderamente fue bienaventurado León, porque no fue ni
la carne ni la sangre, sino el Padre mismo quien, mientras se oían las más
absurdas explicaciones sobre la Encarnación del Verbo, le reveló la definición
dogmática del gran Misterio de nuestra reconciliación, en virtud del cual,
reuniendo en una persona la forma de Dios y la forma de siervo, el Creador de
los tiempos nació en el Tiempo y Aquél por quien fueron hechas todas las cosas
entre todas ellas fue engendrado.
* En Revista «Nuestro Tiempo», Buenos Aires, viernes 6 de abril de 1945 – Año 2 – N° 29, y reproducido en «Santos y Misterios», Colección CRIBA Grupo de Editoriales Católicas, Buenos Aires – 1945.
[1]
Se refiere al Concilio de Calcedonia, celebrado en el año 451. (Nota de «Decíamos ayer...»).
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