«Moscú» (fragmento) - Antoine de Saint- Exupéry (1900-1944)
«…Pero para los hombres no hay
jardinero. Mozart niño será marcado como los demás por la máquina moldeadora.
Mozart tendrá sus mayores alegrías de música corrompida en el hedor de los café-concerts.
Mozart está condenado…»
Es medianoche y, tendido en mi
camarote, bajo la pálida luz de la lamparilla, me dejo llevar. Los ejes se
entrechocan. A través de los cobres y las maderas recibo el mensaje de esos
latidos arteriales. Algo, afuera, corre. La calidad del sonido varía. Un puente
o un muro raspa contra nosotros; pero una estación con sus amplias calzadas
produce el silencio como un lecho de arena. Y no sé nada más.
Cientos de viajeros duermen en
los coches, dejándose llevar con la misma facilidad que yo. ¿Sienten la misma
inquietud que yo siento? Quizá no logre lo que busco. No creo en lo pintoresco.
Puede que haya viajado demasiado como para no conocer cuánto engaña. Si un
espectáculo nos entretiene, y nos intriga, es porque lo juzgamos aún desde el
punto de vista del extranjero. Porque no comprendemos su esencia. Pues lo
esencial de una costumbre, de un rito, de una regla de juego, es el sabor que
dan a la vida, es el sentido de la vida que crean. Pero, cuando poseen ese
poder, ya no aparecen como pintorescos, sino como naturales y simples. Sin
embargo todos adivinan confusamente la profunda naturaleza del viaje. El viaje
se nos presenta un poco a todos como una mujer que viene hacia nosotros. Una
mujer perdida en la multitud y a la que hay que descubrir. Una mujer que en un
comienzo no se diferencia en nada de las demás. Pero aunque abordásemos a mil
mujeres, habríamos perdido nuestro tiempo pasando de largo junto al
descubrimiento si no supimos reconocer a ésa, la única vulnerable. Así es el
viaje.
Quise visitar la pequeña patria
en que me encerré por tres días, prisionero durante tres días de ese ruido de
guijarros que ruedan en el mar, y me levanté.
A eso de la una de la mañana
recorrí el tren en toda su longitud. Los coches dormitorios estaban vacíos. Los
coches de primera estaban vacíos. Me recordaban esos hoteles de lujo de la
Riviera, que se abrían todo un invierno para algún único cliente, último
representante de una fauna extinguida. Señal de tiempos amargos.
Pero los coches de tercera
albergaban centenares de obreros polacos despedidos, que regresaban a su
Polonia. Y yo avanzaba por los corredores pasando por encima de sus cuerpos. Me
detenía para mirar. En esos vagones sin división que se parecían a una cuadra
que olía a cuartel o a comisaría, distinguía de pie bajo la lamparilla, toda
una población confusa, entremezclada por las sacudidas del rápido. Una
muchedumbre sumida en pesadillas que retornaba a su miseria. Cabezotas rapadas
que rodaban sobre la madera de las banquetas. Hombres, mujeres, niños, todos se
revolvían de derecha a izquierda, como atacados por todos esos ruidos, todas
esas sacudidas que los amenazaba en su olvido. No habían encontrado la
hospitalidad de un buen sueño. Y yo tenía la impresión de que habían perdido a
medias la calidad humana, arrojados de un extremo a otro de Europa por las
corrientes económicas, arrebatados a la casita del Norte, al minúsculo jardín,
a las tres macetas de geranio que viera antaño en la ventana de las casas de los
mineros polacos. Sólo pudieron reunir los utensilios de cocina, las mantas y
las cortinas en paquetes mal atados, estallando de hernias. Pero tuvieron que
separarse de todo lo que acariciaron o hicieron grato, todo lo que habían
logrado domesticar en cuatro o cinco años de residencia en Francia: el gato, el
perro y el geranio, y sólo llevaban consigo esas baterías de cocina.
Un niño mamaba de una madre tan
cansada que parecía adormecida. La vida se trasmitía en medio del absurdo y del
desorden de ese viaje. Miré al padre. Un cráneo tosco y desnudo como una
piedra. Un cuerpo doblado en el incómodo sueño, aprisionado en las ropas de
trabajo hechas de bultos y concavidades. El hombre parecía un puñado de
arcilla. Así, por la noche, restos de naufragio que perdieron su forma pesan
sobre los bancos de la estaciones. Y yo reflexionaba:
«El problema no reside en esta
miseria, en esta suciedad, ni en esta fealdad. Pero ese hombre y esa mujer se
conocieron cierto día. Y sin duda el hombre sonrió a la mujer. Sin duda le ha
traído flores, después del trabajo. Tímido y torpe, quizá temía ser rechazado.
Pero la mujer por coquetería natural, la mujer, segura de su gracia, se
complacía en inquietarlo Y el otro, que hoy no es más que una máquina de cavar,
golpear, sentía así en su corazón una deliciosa angustia. El misterio consiste
en que se haya convertido en ese montón de arcilla. ¿Por qué molde terrible ha
pasado, marcado por él como por una máquina de forjar? Un ciervo, una gacela,
un animal, conservan su gracia al envejecer. ¿Por qué esta hermosa pasta humana
se ha arruinado?».
Y proseguí mi viaje entre ese
pueblo de sueño turbio como una casa mal afamada. Flotaba un ruido vago, hecho
de ronquidos sordos, de quejas oscuras, del raspar de zapatones de quienes,
doloridos de un costado, probaban volverse sobre el otro…
Y siempre, en sordina, ese
incesante acompañamiento de guijarros sacudidos por el mar.
Me senté frente a una pareja.
Entre el hombre y la mujer, el niño, como pudo se había hecho un huevo y
dormía. Se dio vuelta durmiendo y su rostro se me apareció bajo la lamparilla.
¡Ah! qué rostro adorable. De esa pareja había nacido un fruto dorado. ¡De esos
toscos trapos había nacido ese triunfo de la gracia y el encanto! Me incliné
sobre esa frente lisa, sobre ese dulce hociquito, y me dije: «Este es un rostro
de músico, este es Mozart niño, ¡qué bella promesa de vida! Los principitos de
las leyendas en nada se diferenciaban de él. Protegido, cuidado, cultivado,
¿qué no podrá llegar a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa
nueva, todos los jardineros se conmueven. Se aísla a la rosa, se la cultiva, se
la favorece… Pero para los hombres no hay jardinero. Mozart niño será marcado
como los demás por la máquina moldeadora. Mozart tendrá sus mayores alegrías de
música corrompida en el hedor de los café-concerts. Mozart está
condenado…».
Volví a mi vagón. Me dije:
«Esta gente no sufre por su
suerte. Lo que me atormenta no es la caridad. No se trata de conmoverse ante
una llaga perpetuamente abierta. Los que la llevan ni la sienten. Quien está
herido, lastimado, no es el individuo, sino quizá la especie humana. No creo en
la piedad. Lo que esta noche me atormenta es el punto de vista del jardinero.
Lo que me atormenta, no es esta miseria en la que después de todo es tan fácil
instalarse como en la pereza. Generaciones de orientales viven en la mugre y se
complacen en ello. Lo que me atormenta no puede ser remediado por las sopas
populares. Lo que me atormenta no son ni esa concavidades ni esos bultos, ni
esa fealdad. Es, que en cado uno de esos hombres, hay algo de Mozart
asesinado».
Volví a mi coche. El mozo de
dirige a mí. Vacila en el balanceo seco, bajo la lamparilla. Me habla. En los
trenes todas las voces, de noche, parecen confiar secretos. Me pregunta a qué
hora deseo me despierten. Aquí no hay misterio aparente. Sin embargo, entre ese
hombre glacial y yo, siento todos los espacios vacíos que separan a los
hombres. En la ciudades se olvida lo que es el hombre. Este está reducido a su
función: cartero, vendedor, vecino que incomoda. En el fondo del desierto se
descubre mejor lo que es un hombre. Luego del desperfecto del avión hay que
marchar largo rato rumbo al fortín de Noutchott. Se espera verlo, al abrirse
los espejismos de la sed. Sólo está allí un viejo sargento, perdido hacía meses
en las arenas y tan emocionado que llora. Uno llora también. Y se abre una
noche inmensa en que cada uno cuenta toda su vida, da al otro todo ese peso de
recuerdos en que se descubren parentescos humanos. Dos hombres se han
encontrado y se otorgan presentes con dignidad de embajadores[1].
El coche comedor. Para llegar a
él, tuve que volver a atravesar todos los coches de los polacos. De día, han
varado aquí. Y ya se ha extinguido por completo la verdad de la noche. Han recogido
sus miembros, limpiado las narices de sus hijos, arreglado sus ropas. Miran el
paisaje y bromean. Uno de ellos canta. Lo trágico se ha desvanecido. Comprendo
que se puede vivir en paz considerándolos tal como son. No sabrían hacer con
sus manos toscas otra cosa que cavar. No plantean problemas, ya que, moldeados
por su destino, parecen haberlo sido para su destino.
Podría alegrarme al verlos sacar
tranquilamente su comida de entre papeles grasientos y sentir un sencillo
placer al ver pasar los campos. Me tranquilizaría decirme que no hay problemas
sociales. Esos rostros están cerrados como bloques de piedra. Pero la magia
nocturna me ha mostrado, bajo la ganga, a Mozart niño que dormía…
El coche comedor va a través de
llanuras y bosques. Ya aparecen las tierras pobres a las que se adhieren
bosques ralos como una piel raída. El coche comedor se sumerge en el corazón de
Alemania. Los mozos circulan con una amabilidad fría de grandes señores. ¿Por
qué, ya sean alemanes, polacos o rusos, tendrán hasta el fin ese aire de
grandes señores? ¿Por qué se descubre, cada vez que se sale de Francia, que en
Francia había algo relajado? ¿Por qué habrá en Francia esa atmósfera un tanto
vulgar de complacencia electoral? ¿Por qué los hombres se desinteresan de sus
funciones, se desinteresan de lo social? ¿Por qué esa somnolencia? Resultan
simbólicas estas inauguraciones de provincia en que algún ministro, en el transcurso
de un discurso que no ha escrito, frente a la estatua de algún mediocre
arribista al que no ha conocido, vierte sobre él mil alabanzas en las que ni la
gente ni él, piensa un solo instante. Juegan a un juego que no compromete a
nada, algo así como un juego benévolo. ¡Y todos piensan en el banquete!
Bruscamente, del otro lado de la
frontera, se siente que los hombres retoman sus funciones. El mozo del coche
comedor, impecablemente vestido, sirve impecablemente. El ministro, si
inaugura, toca puntos que ganan a los hombres. Sus palabras llegan al corazón y
la pesada armadura de la policía cubre la erección de la más insignificante
estatua a causa del fuego subterráneo. El juego compromete algo. Sí, pero en
Francia esa dulzura de vivir, esa sensación de parentesco universal… Ese chófer
de taxi que, por efecto mismo de su familiaridad, acepta al pasajero en la
intimidad: esa oficiosidad de los mozos de los cafés de la rue Royale, que
conocen medio París y todos sus secretos, que consiguen los teléfonos más
íntimos y, cuando es preciso, prestan 100 francos; que cuando se abren los
primeros brotes se vuelven hacia sus viejos clientes para alegrarlos con la
buena noticia y anuncian:
–¡Ahora sí que llegó la
primavera!
Todo es contradictorio. Lo
trágico es optar o descubrir hacia dónde va la vida. Pienso en ello al escuchar
al alemán de enfrente que me dice: «Francia y Alemania unidas serán dueñas del
mundo. ¿Por qué los franceses temen a Hitler que es una barrera contra Rusia?
Sólo ha devuelto al pueblo su calidad de pueblo libre. Es de los que construyen
y dejan a la ciudades avenidas rectas que llevan su nombre. Representa el
orden».
Pero, en la mesa de al lado,
unos españoles que, como yo, se dirigen a Rusia, ya se entusiasman. Los oiga
hablar de Stalin. Y del plan Quinquenal. Y de todo lo que allá florece… ¡Como
ha cambiado el paisaje! Una vez que se ha franqueado la frontera francesa, ya
no se piensa en la primavera, pero quizá preocupa más el destino del hombre.
[…]
* En «Un sentido de la vida», Editorial Troquel, Buenos Aires, 1962, pp. 22-29.
[1] Saint Exupéry cuenta este lindísimo episodio en «Tierra de Hombres», Cap. 6, y también hace referencia al mismo en «Correo del Sur», Cap. VI. (Nota de «Decíamos ayer…»).
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