«Poetas, metafísicos y guerreros» - P. Carlos M. Buela (1941-2023)
Ha muerto nuestro querido P. Buela. Sacerdote
de Cristo, sacerdote para siempre. Bien le caben las palabras del Apóstol San
Pablo: «He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la
fe. En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el
Señor, el Juez justo» (2 Tim. IV, 7). Vaya en su recuerdo, y como honra de su
memoria, éste, uno de sus numerosos textos que muestra muy bien su anhelo y
afán para sus hijos espirituales sacerdotes.
Queridos hermanos: nos
encontramos como peregrinos ante el Señor y la Virgen del Milagro, porque cuatro hijos de este pueblo fueron consagrados sacerdotes. Hemos venido como
peregrinos ante el Señor y la Virgen a «cumplir nuestras mandas», como se
decía antes.
Y de manera especial, yo vengo
para pedirle al Señor y la Virgen para estos jóvenes sacerdotes y para todos
nosotros sacerdotes que los acompañamos, y para los demás –ya que son cuarenta
y cinco los que han sido ordenados sacerdotes este año para nuestra pequeña
familia religiosa del Verbo Encarnado–, y para todos los sacerdotes del mundo,
tres gracias. Que sean poetas, que sean metafísicos, y que sean guerreros.
Y lo voy a hacer como me enseñó
a hacerlo Monseñor Carlos Mariano Pérez, Arzobispo de Salta, quien me pidió que
predicara la novena del Señor y de la Virgen del Milagro y la predicaba desde
ese púlpito, y él me enseñó que siempre terminase hablando al Señor y hablando
a la Virgen, es decir, haciendo coloquio, porque al pueblo le gusta mucho que
el sacerdote hable con el Señor y con la Virgen.
Por eso voy a hacer todo el
sermón coloquiado:
I
¡Señor del Milagro!, vos que
sos, según el decir de San Agustín, «el arte del Padre», vos que sos el gran
poeta de la humanidad, ya que supiste hablarnos de una manera maravillosa a
través de parábolas, nos hablaste de ovejas, pastores, semillas y sembradores,
redes y peces… Nos hablaste a través de imágenes bellísimas: Mirad las
aves del cielo, no cosechan, no guardan en granero, sin
embargo mi Padre Celestial las alimenta. Mirad los lirios del campo, no
tejen no hilan, sin embargo, ni Salomón con todo su
esplendor, se vistió como una de estas flores del campo que existen
por un día (Mt 6,26–30).
Querido Señor del Milagro, te
pido por los sacerdotes, que tengan alma de poetas, es decir que sepan tener la
delicadeza del artista que sabe de medidas, sabe de proporciones, sabe de
matices, sabe de armonías. Viendo qué poca cosa es la que basta para realizar
una obra buena como vos mismo, por tu Espíritu, hiciste en la Virgen por su sí.
Una mosca muerta pudre una
copa de ungüento de perfumista… (Qo 10,1). Sucede como con la
comida: uno echa un poco más de sal y se arruina; pues también en
el ministerio sacerdotal es así: hay que saber hacer la comida, hay que saber
las proporciones, hay que manejar los matices. Que entiendan que pastorear las
almas es «arte», como decía san Gregorio Magno, es ars artium, es
«el arte de las artes»[1].
Arte dificilísimo, pero hermoso arte.
Deben saber entregarse con alma
de artistas a la predicación; evidentemente, el buen predicador no habla
siempre la misma historia, porque sino la gente se duerme; ni reitera ideas
trilladas que como si fuesen muletillas se van agregando dentro de la predicación,
de tal manera que uno no distingue un domingo de otro, ni Pentecostés de
Viernes Santo. Deben saber entregarse en la predicación, de tal manera que no
solamente prediquen sobre la justicia, sino también sobre la misericordia; y no
sólo sobre la misericordia, sino también sobre la justicia. Que sean
predicadores, así como son las palomitas cuando vuelven al palomar y lo
encuentran cerrado y empiezan a dar una y mil vueltas buscando una rendijita
por donde entrar; que sean como esas palomas, buscando entrar en el interior de
las almas de sus hermanos para que en ellos brille la luz del Evangelio de
Jesucristo.
Del mismo modo, también en el
gobierno, en el pastoreo, tienen que saber entregarse. Las personas, al igual
que las plantas, no crecen simplemente porque uno las riegue; uno puede estar
regando con una manguera todo el día y no van a crecer más por eso. Deben tener
su tiempo, su proceso, su evolución. No se puede exigir lo mismo a todos, no se
debe coaccionar absolutamente a nadie, por nada, por ninguna razón; no deben imponer
sus propios juicios y pareceres, ni sus opiniones, ni sus gustos. «En lo
necesario unidad, en lo opinable libertad, y en todo, caridad» como decía San
Agustín. Ese es el lema del auténtico sacerdote católico. Decía hermosamente el
P. Castellani: «los católicos estamos unidos en doce cosas: los doce artículos
del credo, y discutimos en torno a lo demás».
Respecto del culto: que sepan,
Señor, tener buen gusto; que sepan mostrar tu santidad, tu majestad, como lo
pudieron hacer los mayores al hacer esta catedral, como lo pudo hacer Mons.
Roberto José Tavela al hermosearla con tanta dignidad. Que cuando tengan que
construir un templo no hagan hangares, esas especies de cajas de zapato
gigantes, que la gente no sabe qué es lo que está adentro. Que sepan también
buscar la hermosura en las imágenes, que sean de material noble, hermosas, no
esas cosas hechas en serie, de mal gusto. Que sepan buscar la belleza de los
cálices, las casullas, con alma de poetas. Que nunca se olviden que «sólo la
belleza salvará al mundo», tal como lo recuerda Solzhenitsyn citando a
Dostoievski[2].
Los hombres de nuestro tiempo, nosotros, estamos como cerrados a la verdad, porque
hay tanta mentira…, «el aire lleva mentiras, y el que diga que no, miente, que
diga que no respira». Y pareciera que toda la humanidad está cerrada por razón
de tanto mal; pero siempre quedará un camino para llegar a Dios, que es la
belleza.
Que sepan ser poetas, es decir,
que sepan sacar a luz la dimensión no trivial de la existencia. Que sean
poetas, es decir que sepan expresar «lo que la razón percibe con dificultad»,
como dice santo Tomás de Aquino. Que sean poetas, es decir que sepan mover
a los pueblos, porque como decía José Antonio: «a los pueblos no los han movido
más que los poetas…»[3].
Que sean, por tanto, creativos,
es decir, que no sean meros repetidores de cosas sabidas, de cosas, incluso mal
dichas, de cosas que no tienen fuerza porque se repiten cansinamente. Nos damos
cuenta que basta una sola palabra para convertir a millones de almas; bastaría
que sepan pronunciar ¡Dios! con toda la fuerza que tienen para hacer almas de
gran santidad.
Que sean originales, no para
repetir novedades tontas, que finalmente no son más que herejías antiguas,
sino que sepan conducir a los auténticos orígenes. El origen de todo sos Vos
Señor. Que sepan volver una y otra vez a beber de esa fuente purísima que sos
Vos, Señor del Milagro.
Que no sean aburridos. Estamos
cansados de clérigos de misa y olla que aburren con su cantinela de
funcionarios fracasados, de meros administradores, de burócratas eclesiales.
Señor del Milagro, que en la
poesía de la Eucaristía aprendan día a día a ser más poetas.
¡Virgen, Santísima Virgen del
Milagro!, que cuando estén por las costas de coral de Papúa Nueva Guinea, en
las accidentadas estepas rusas, o en los juncos de los ríos chinos, o en las
altas cumbres de Tajikistán, o en la selva amazónica o en el desierto egipcio o
en la Quinta Avenida de Nueva York, nunca se olviden del Martín Fierro:
«Cantando me he de morir,/ Cantando me han de enterrar,/ Y cantando he de llegar/
Al pie del Eterno Padre:/ Dende el vientre de mi madre/ vine a este mundo a
cantar»[4].
Vos, que sos una insigne
Poetisa, ya que el Magnificat debe ser la pieza poética más maravilosa que
jamás nadie ha compuesto en el mundo, dales la gracia a estos jóvenes de ser
grandes poetas de esa santísima poesía que es el Evangelio de tu Hijo, y
de manera especial hoy, a estos que desde niños aprendieron poesía, aprendieron
poesía a tus pies y podrían decir de tus labios, como te canta el pueblo
salteño y que pone en tus labios, de manera muy atrevida, dirigiéndote a tu
Hijo: «Perdona –decías– mi Dios a este pueblo; si no la corona de Reina aquí os
dejo»[5].
II
¡Señor del Milagro!, también te pido para estos jóvenes la gracia de que sean metafísicos, es decir, que tengan una inteligencia aguda, capaz de penetrar las complejidades de los graves problemas modernos. Que tengan además la capacidad de bucear las soluciones para esos problemas; que sepan trascender lo meramente sensible y lo emotivo, porque la cabeza debe estar sobre el corazón y es la cabeza la que debe regir al corazón. Que tengan motor propio, es decir, Señor, que sean capaces de ver, de juzgar, de juzgarse y de obrar; que sean locomotoras y no vagón de cola. Que sepan ser libres, que nunca estén como decía Larreta: «bajo el corbacho del cómitre» (bajo el látigo del galeote), del «se dice» de la opinión pública, de los medios de comunicación social, del run–run; que sepan leer dentro, «intus legere»; eso es inteligencia, «leer dentro» de la realidad natural y sobrenatural. Que sean capaces de ciencia y de gran cultura; que sepan trascender las apariencias, lo fenoménico, para llegar a la realidad profunda de los hombres, de las cosas y de la historia.
¡Señor del Milagro!, que en la
metafísica de la Eucaristía aprendan a ser metafísicos, a trascender
la apariencia del pan y del vino para saber que debajo de ellos está tu Cuerpo
y tu Sangre. Que sepan trascender los velos sacramentales para comprender que
allí se perpetúa el sacrificio cruento de la cruz, de manera incruenta.
Que sepan trascender el propio ser de hombres falibles y pecadores para
descubrir que están actuando in persona Christi. Que se convenzan,
cada día más, en la celebración de la Misa y por la metafísica de la
Eucaristía, de que sólo la verdad los hará libres (Jn 8,32).
¡Señora del Milagro!, alcánzales
de tu Hijo la gracia de que sean auténticos metafísicos, que lleguen a conocer
a la gente, no por la apariencia exterior, sino por lo profundo de su corazón y
de su alma, que es en definitiva lo que debe aprender a leer
en cada hermano y hermana quien se consagra a Dios, para saber
proponer a las almas nobles altos ideales, a pesar de que la predicación de la
verdad les traiga dificultades.
III
¡Señor del Milagro!, que lleguen a ser guerreros, luchadores. La vida del hombre sobre la tierra es milicia, ya decía Job (7,1), y luchar es una gracia y esto está escrito, está en el Evangelio, el reino de los cielos padece violencia (Mt 11,12). Solamente los violentos llegan a alcanzar el reino de los cielos, es decir, aquellos que se hacen violencia a sí mismos. Tienen que saber que tienen enemigos poderosos que no perdonan, como es el mundo, con sus máximas, con sus burlas, con sus ideologías anticristianas; como son, finalmente, aquellos que se dejan manejar por el espíritu del mundo. La existencia del enemigo de la naturaleza humana, de aquel a quien la Escritura llama príncipe de este mundo (Jn 12,31), no es una «ironía divina» como decía Raisa Maritain. Es una realidad en sí, que actúa, obra y busca, preferentemente, al sacerdote. Por eso tienen que saber, como san Pablo, luchar en la milicia cristiana revestidos de la armadura de Dios... para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre o carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad pues la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo; estad alertas, ceñidos vuestros lomos con la verdad; revestida la coraza de la justicia y calzados los pies prontos para anunciar el evangelio de la paz; emplazad en todo momento el escudo de la fe; tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu que es la palabra de Dios. Con toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo en espíritu y para eso velando con perseverancia y súplica por todos los santos y por mí para que al abrir mi boca se me conceda la palabra, para dar a conocer con franqueza el misterio del Evangelio… (Ef 6,11–12).
Y si les tocase vivir en la
época del Anticristo –como algunos intelectuales católicos sostienen que
podrían llegar a vivir–, van a estar convencidos de que luchando, siendo fieles
a Dios, siendo fieles al Señor y a la Virgen, perseverando, habrán de vencer.
Que en la divina «agoné»
de la Eucaristía aprendan a ser combativos, como decía nuestro prócer, Fray
Castañeda. En la época de Rivadavia, le decían, «Pero, ¿por qué no se dedica a
celebrar la Misa y no a pelear?», y él contestaba, «Porque justamente la
Misa es la que me enaltece, la que impulsa, la que me impele para luchar
con la verdad del Evangelio»[6].
¡Santísima Virgen del Milagro!,
que como el Cid Campeador, según aparece en los romances, puedan decir: «por
necesidad batallo/ y una vez puesto en la silla,/ se va ensanchando Castilla/
delante de mi caballo».
Que análogamente ellos,
batallando, vayan ensanchando el Reino de Dios sobre la tierra y se complete
así el número de los elegidos. Amén.
* En «Sacerdotes para siempre», Ed. «Del Verbo Encarnado», 2000 – pp. 408-415.
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