«Los Guerrilleros» - Francisco Miguel Bosch (1933-2006)
La presente publicación -un excelente
análisis de la idiosincrasia del «guerrillero» y de su accionar-, debe ser leída
y considerada dentro del contexto de la situación política y social de la época
en que fue escrita (año 1970), cuando el accionar subversivo, originado en las usinas internacionales de la ideología marxista, ya había puesto sus plantas en
la Argentina, generando así una dolorosa guerra cuyas heridas aún no han cicatrizado.
Porque la revolución es un hecho
político, cualquiera sea su dramatismo, mientras que la subversión –en su
versión contemporánea– no pasa de ser un índice, uno de los tantos índices de
la decadencia de un sistema de vida que se ha mostrado incapaz de satisfacer
las complejas pero irrenunciables potencias del hombre, de un sistema que
excluye al hombre en su dimensión esencial.
No se trata de descalificar las
motivaciones subjetivas de los protagonistas. Menos aún de sumarse al coro de
quienes –con el mismo apresuramiento– suponen una generosidad y un desinterés
que no se pueden afirmar ni negar a priori, sin un previo análisis
psíquico de cada individuo en particular. Con estos juicios que se dirigen al
ámbito de la moral, ya para condenar, ya para absolver, sólo se consigue poner
de moda un gesto. Y el gran inconveniente de la moda es que sus dictados se
admiten sin considerar su intrínseca naturaleza. Si en el campo del vestir esto
resulta medianamente razonable y nadie se atreve a hacer una metafísica de la
corbata, en el de la política constituye un grave vicio, puesto que contribuye
a desdibujar las finalidades, prescindiendo de los modos específicamente técnicos
que conforma al obrar político.
Casi parecería superfluo
recordar que no siempre la política exige la acción directa. Precisamente lo
que se busca a través de los moldes políticos implica siempre a la comunidad,
de modo tal que toda acción (tanto de los grupos que compiten entre sí por
apoderarse del gobierno, como del mismo sector que detenta el poder) persigue
siempre un efecto que va más allá del episodio. En esta medida el episodio en
sí sólo desempeña el papel de gesto significativo, ocasión de una adhesión o de
un repudio a un propósito que lo trasciende.
Violencia
ordenada
La violencia como carta política
debe ser examinada en base a estos supuestos. En primer lugar, admitiendo que,
ya sea ejercida por la oposición, ya por el gobierno (en cuyo caso su nombre es
coacción o represión), no procura resolver un problema sino imprimir una
dirección a la comunidad. El gesto posee una función didáctica o disuasiva; y
así, el obstáculo llamado a ser violentamente removido no es más que una
ocasión para enseñar o aglutinar detrás de esta enseñanza a la comunidad toda.
Por eso es que la violencia debe ser tan prudentemente esgrimida; porque en sí
nada resuelve, porque –y ello en determinadas circunstancias– constituye el
modo de proponer una empresa, una suerte de convocatoria estentórea. Pero no es
una convocatoria a poner bombas o asesinar a presidentes depuestos, sino a un
obrar positivo y esforzado, susceptible de comprometer a algo tan sutil pero
tan real como es la «voluntad del país».
Y entiéndase que me estoy
refiriendo a la violencia en su versión actual. Porque hay otra violencia que
se cristaliza en revolución cuando se trata de un proceso interno, y en guerra
cuando acaece en el obrar exterior de la nación; pero esta violencia no es la
que en este momento está en debate. No puede atribuirse a los petardistas la
condición de revolucionarios, ya que toda revolución importa la culminación de
un proceso y no su pretendida iniciación como sucede en el caso. No basta con
titularse revolucionario para serlo. No basta tampoco con abominar de las
estructuras políticas existentes. Para ser revolucionario hay que hacer una
revolución, es decir, comenzar primero por ordenar la fuerza adecuada para
apoderarse violentamente de la máquina del Estado y luego, a través de
procedimientos que no pueden ser sino progresivos, ir paulatinamente cumpliendo
con el proceso de reconstrucción de la sociedad conforme a pautas doctrinarias
serias y preexistentes. Ello acarrea necesariamente una infinita serie de
dificultades y compromisos totalmente ajenos al espíritu redentorista de los
románticos, jóvenes o viejos, que pretenden imponer un cambio sin sujeción a
las determinantes políticas fatalmente implicadas en toda empresa común.
El petardismo propuesto como
medio exclusivo de acción sólo reporta satisfacción a sus autores. Luego de un
período de ingenua popularidad (y es muy posible que nos encontremos en este
período primero, en que el guerrillero aparece ante la opinión pública como una
mezcla de Cristo y Robin Hood), se produce fatalmente el descreimiento general
respecto de una empresa que se ha vuelto estéril por su incapacidad de computar
los complejos factores que integran el prisma político. De este modo la
subversión no alcanza siquiera el modesto papel de revolución en ciernes: se
agota en gestos espectaculares, en un principio popular (por lo tanto, de
moda), y luego repudiados, restándole a los pocos de sus factores que por lo
menos posean la virtud de lealtad, el triste papel de profetas en el desierto.
Mientras tanto las causas
profundas que habrían justificado un auténtico obrar revolucionario, siguen
operando sólo como factor de descomposición. A través de todos estos procesos
los guerrilleros de pacotilla no han servido más que para convalidar las
estructuras ostensibles del régimen, estructuras que resurgen purificadas como
las únicas capaces de encuadrar a la Nación. E indudablemente, frente a la
vaciedad de quienes creen que basta con incendiar unas cuantas empresas y matar
unos cuantos ex presidentes para imponer un cambio, las estructuras que han
creado a las empresas y producido a los presidentes siguen en condiciones de
gobernar la sociedad con el sistema consagrado. Y es lógico que así sea, aunque
exista universal consenso en cuanto a la intrínseca injusticia de tales
estructuras. Es que por lo menos son estructuras y las estructuras no son
susceptibles de ser destruidas sin ser substituidas: quedan ellas en pie e
incluso resultan fortalecidas cuando el repudio social que merecen sólo
transcurre por las vías románticas de la denominada acción directa.
El
anarquismo adolescente
Quienes apelan únicamente a la
violencia (sean o no conscientes de ello) justifican el sistema preexistente
por el sólo hecho de ser éste un sistema. Son así cómplices de la sociedad
establecida, idiotas útiles no tanto del comunismo como se afirma generalmente,
sino aún más del mismo régimen capitalista al que combaten: subproductos de las
sacristías progresistas, carne de cañón de la corrupción orquestada por los
medios de información, últimas consecuencias de las náuseas sartrianas y
marcusianas, no poder crear nada ni determinar nada ni escapar a la
tenaza férrea de la disyuntiva clasista. A veces perversos y siempre pueriles,
se agotan en actitudes estéticas y sentimentales totalmente ajenas a la fría –y
a menudo inelegante– acción política, y no alcanzan a superar el anarquismo
ingenuo y vanidoso de la adolescencia.
Es perentorio y urgente
preservar a la juventud argentina de estos contagios esterilizantes, a cuyo
efecto ha de buscarse y encontrarse un modo político y verdaderamente
revolucionario de obrar. Pero esta búsqueda debe planearse al margen y con
prescindencia de los términos de la lucha tal cual hoy aparece planteada.
* En Revista «Tiempo Político», Año I
– N°3 – 14 de octubre de 1970, pág. 16.
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