«El estallido de la guerra de 1914» - Ernst Jünger (1895–1998)
Esta vez no había acompañado yo
a mis padres y hermanos; me había quedado en nuestra solitaria casa a fin de
preparar con calma el examen final de bachillerato. Sentía deseos de librarme
pronto de los bancos escolares, que me resultaban cada vez más agobiantes. Por
mi modo de ser tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin
duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania. Un año antes
había intentado ya un golpe de fuerza; me había escapado de casa al amparo de
la noche, para correr aventuras por el mundo. Como les suele suceder a los fugitivos
adolescentes, muy pronto fui devuelto a casa. Mi padre, hombre de sentido
práctico, había cerrado un pacto conmigo; primero haría el examen final de
bachillerato y luego me dedicaría a recorrer el mundo a mi gusto y capricho.
Esta agradable perspectiva espoleaba considerablemente mi diligencia.
Había realizado ya grandes
progresos en mis estudios cuando, hacia el final de las vacaciones escolares,
en aquel día de agosto tan henchido de significado, subí al tejado de nuestra
granja; aquel edificio había sido pasto de las llamas el año anterior y ahora
estaban reparándolo. Allí se encontraba trabajando Robert Meier, nuestro
jardinero, acompañado de un obrero desconocido para mí, que nos había enviado
por algunos días una empresa fabricante de cubiertas de tejado a prueba de
fuego. Mientras aquellos dos hombres clavaban en los cabríos los tableros de la
cubierta, yo les hacía compañía y charlaba con ellos.
Desde aquel tejado se podía
divisar en toda su amplitud el antiquísimo paisaje de llanuras en que estaba
situada nuestra casa. Hacia el este, cerraba el horizonte un lago de grandes
dimensiones llamado el Mar de Steinhude; hacia el oeste, la mirada se perdía en
una extensa zona pantanosa en la cual, según contaban viejas tradiciones, un
ejército de Germánico había sufrido un descalabro. Por el sur penetraban en la
llanura las últimas estribaciones de los montes del Weser; y hacia el norte se extendía
la planicie por los páramos de Nienburg, sembrados de oscuros bosques de pinos.
El campo de visión abarcaba, pues, todos los elementos de este paisaje que yo
sentía como mi verdadera patria.
Sentados en el tejado, que los
rayos del sol habían recalentado, nos hallábamos entregados a nuestra charla,
cuando pasó por la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, tal
como solía hacer siempre a aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres
palabras: «¡Orden de movilización!». Sin duda hacía ya horas que el telégrafo
estaba difundiendo incesantemente esas mismas palabras por todos los rincones
del país.
El tejador acababa de alzar el
martillo para dar un golpe. Detuvo su movimiento y con toda suavidad depositó
la herramienta sobre el tejado. En ese instante entraba en vigor para él un
calendario diferente. Había cumplido ya el servicio militar y en los próximos
días tendría que presentarse a su regimiento. Meier pertenecía a la reserva de
reemplazo y también para él era inminente el llamamiento a filas. Yo tomé la resolución
de participar en la guerra como voluntario, decisión que adoptaban a aquella
misma hora centenares de miles de hombres.
Nuestro pequeño y pacífico grupo se había convertido de golpe en un grupo de soldados, y eso mismo ocurría en todos los sitios de Alemania en que estuviesen reunidos unos cuantos hombres. Recogimos las herramientas y acordamos tomar un trago en la aldea. Cuando llegamos ante el ayuntamiento vimos que ya estaba expuesta en el tablón de anuncios la orden de movilización. En la taberna no se notaba ninguna excitación especial –al campesino de la baja Sajonia le es ajena la exaltación, su elemento propio es la tenaz fuerza de la tierra–. No regresamos a casa hasta bastante tiempo después; mientras caminábamos por la solitaria carretera íbamos cantando la hermosa canción que dice:
Auf auf Kameraden von der Infanterie,
es gilt für unser Leben...
(Arriba, arriba, camaradas de la infantería,
hemos de luchar por nuestra vida...)
Mis padres regresaron al día
siguiente; todos los lugares de veraneo se habían quedado vacíos de repente.
Por la tarde fui en tren a Hannover para inscribirme en un regimiento. De vez
en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se
bamboleaban al viento. Los guardavías habían colgado al zar Nicolás.
Por la Plaza de Ernesto-Augusto
pasaba desfilando un regimiento que marchaba al frente. Los soldados cantaban,
entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores.
Desde entonces he visto muchas multitudes arrebatadas de entusiasmo; ningún
otro ha sido tan hondo y poderoso como el de aquel día.
A la mañana siguiente me dirigí
al cuartel del 74° Regimiento de Infantería, que encontré sitiado por millares
de voluntarios. Era completamente imposible avanzar dentro de aquella
muchedumbre. Por fin al tercer día conseguí llegar hasta el 730 Regimiento de
Fusileros; allí me declararon apto y me apuntaron en las listas. Una vez
resuelto el problema de mi inscripción, un escribiente me gritó, cuando ya me
marchaba:
–¿Y usted qué es? ¿Está en el
último curso de la enseñanza media? ¿Quiere hacer también el bachillerato?
En medio de la agitación en que
me encontraba se me había olvidado del todo aquella cuestión, que tampoco me
parecía ya tan importante. De todos modos hice que me extendieran un
certificado, y así fue cómo durante cinco días sufrí, junto con otros
compañeros de infortunio, una serie de exámenes escritos y orales. Como es
natural, las pruebas fueron fáciles; en realidad resultaba menos difícil
aprobar que suspender. Aun así, hubo entre nosotros un ave de mal agüero que
logró realmente esto último. Una vez que me matriculé en la universidad de
Heidelberg, quedé libre de toda clase de preocupaciones.
Durante las semanas siguientes
me despertaba de muy buen humor por las mañanas, en especial cuando la noche
anterior había estado soñando que aún no tenía aprobado el examen final de bachillerato.
En realidad sólo había una cosa que me desazonaba; me llenaban de angustia las noticias
que los periódicos traían acerca de nuestras victorias. Según ellos, algunas
patrullas de la caballería alemana habían divisado ya las torres de París; si
las cosas continuaban progresando de ese modo, ¿qué iba a quedar para nosotros?
Pues también nosotros queríamos oír el silbido de las balas y vivir esos
instantes que cabe calificar como el bautismo propiamente dicho del varón.
La ansiada orden llegó por fin;
el 6 de octubre debía presentarme en el cuartel. Las semanas de instrucción
transcurrieron con rapidez; pasaba los días en el páramo de Vahrenwald o en la
Plaza de Waterloo; las noches, como es natural, con buenos camaradas o con una
chica. Aprendí a disparar y desfilar y entablé también conocimiento con la
disciplina prusiana. Y si bien es cierto que al principio choqué violentamente
con ella, con todas y cada una de sus normas, le debo más que a todos los
maestros de escuela y a todos los libros del mundo.
De repente, el 27 de diciembre
nos pusieron en estado de alerta; el frente nos estaba aguardando. Cargados con
un pesado equipaje y, sin embargo, eufóricos como en un día de fiesta,
desfilamos hacia la estación del ferrocarril. En el bolsillo de mi guerrera
había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias.
Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba
hacia ellas con suma curiosidad. También tendía, por mi propia manera de ser, a
observar las cosas; desde muy pronto sentí predilección por los telescopios y
los microscopios, instrumentos con que se ve lo grande y lo pequeño. Y entre
los escritores admiraba desde siempre a los que, además de poseer unos ojos
agudos para todo lo visible, se hallaban dotados también de un instinto para lo
invisible.
Cuando llegó el tren comenzaba a
oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos
pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda
los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
–Son soldados. Marchan a la
guerra.
Y tal vez los niños preguntaban:
–¿La guerra...? ¿Qué es eso?
* En «Tempestades de acero», Tusquets
Editores, S.A – Barcelona, España – 3ª edición 1998.
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