«La verdadera gloria» - Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) (1883-1962)
Hoy 28 de marzo, en un nuevo aniversario de su muerte, vaya a modo de recuerdo y homenaje, este escrito suyo, cuyos términos, sin duda, reflejan su vida de auténtico escritor católico. Censurado, silenciado y calumniado, su obra literaria, que se extendió por todo el mundo, nunca se apartó de los ideales del escritor por los cuales en este fragmento él clama.
No importe que ellas le susciten la contradicción o, lo que
suele ser más frecuente, la confabulación del silencio para ahogar sus libros.
Algo le falta a la gloria de un escritor católico a quien no
se le menosprecia por razón de su obra.
«Hay un regla segura –dice
de Maistre– para juzgar los libros como
los hombres, aun sin conocerlos: basta saber por quiénes son amados, por
quienes son odiados»[1].
Este criterio es todavía más seguro cuando los aplausos que
se prodigan a un hombre o a un libro provienen de los enemigos de las ideas que
debiera tener aquel hombre o defender aquel libro.
Alármese, pues, cuando advierta que no suscita
contradicción, porque es señal de que en alguna forma anduvo corto al cumplir
su misión, tuvo miedo, pactó con el enemigo, enterró algún talento, se cuidó a
sí mismo en vez de dejar a Dios que lo cuidara.
Lo que debe consolarle es saber que lo leen y que las gentes
buscan sus libros no sólo como una distracción sino como una enseñanza.
En cambio, ¡que desesperación vivir, envejecer y morir con
la llaga de una obra corruptora en la conciencia!
¡Suplicio diabólico!
Todo autor de malos libros es prisionero de ellos, prisión
tanto más estrecha y espantosa cuanto más se hayan difundido.
Si por lograr el éxito, esto es, por codicia o por soberbia,
escribe una obra que sea una mala acción, toda su vida la llevará atada al
cuello, como la piedra de molino de que habla el Evangelio. Podría humillarse y
renegar de ella, y hay ejemplos de escritores que así procedieron.
¡Pero qué inmensa dificultad, cuando gracias a ella se ha
logrado el éxito, la fama o la riqueza!
Una obra así es una definición, impone a su autor una
actitud, lo incita a escribir otras, a superar su propio récord.
¡Y qué fácil es ceder a esta sugestión cuando el ceder
implica ganar dinero y demostrar que se ha tenido razón escribiendo de esa
manera!
Un solo mal libro puede ser un error de juventud. Muchos
libros malos ya no son un error, son toda una doctrina.
Su autor quiere justificarse ante los hombres, y ante sus
propios ojos, y sigue amontonando sus obras, y clamando que no escribe por
mercantilismo, ni por soberbia, sino por amor al arte.
Su corrupción ya está elevada por él a la categoría de una
doctrina.
Tal vez convenza a alguno, pues no hay aberración que no
quepa en las teorías del arte; pero él sabe la falsía de sus argumentos, y
mientras alguien lo admira, él, en el secreto de su corazón, se desprecia.
Y si tiene hijos, ¿cómo dejarlos corromperse con los libros
de su padre? ¿Cómo esconderles lo que la mano de su padre ofrece por algunos
ochavos a los hijos de los otros?
Así envejecerá, prisionero de su obra, rechinando los
dientes por sentirse inferior a su vanidad; y ni la gloria, ni la riqueza,
compensarán la miseria y la desolación de su alma.
¿Hay situación más desesperada y humillante?
¡Oh, mil veces más prefiero vivir y morir, libre y oscuro
novelista, como tantos de quienes ya nadie se acuerda, pero cuyos libros han
hecho bien, que vivir y morir prisionero y desesperado como Zola, del cual dijo
Anatole France que era un miserable a que más le valiera no haber nacido; o
peor aún, como el mismo France, que pedía a su médico que lo envenenara, porque
era el hombre más desgraciado de la
tierra!
Dan frío en los huesos las postreras palabras de este cínico
autor y horror el desolado silencio de la muerte por asfixia junto a su
chimenea, de Zola, a quien la avidez del éxito corrompió en la raíz misma de su
arte.
Contadores de fábulas, que erraron el camino de la sabiduría
y se destruyeron por su propia locura (Baruch).
Casi siempre el novelista católico tiene «mala prensa». La
crítica, o los desdeña, o censura sus libros por tendenciosos o aburridos.
Y en esto vale la pena anotar una contradicción harto
frecuente, por desventura; y es que los mismo que censuraban a Alarcón y a
Pereda por El Escándalo y De tal palo, tal astilla, novelas
hermosísimas, pero que a ellos les desagradaban porque eran «novelas de tesis»,
ensalzaban a Galdós por Gloria o Doña
Perfecta, o, lo que es peor, por aquel dramón de Electra, que en su
tiempo causó escándalo universal y que ahora es punto menos que ilegible.
¡Y si hay obras de tesis en el mundo, fueron ésas, vive
Dios!
De todo lo que he dicho sólo me interesa dejar esta semilla
en el corazón de los jóvenes escritores que me hagan el honor de leerme: que el
arte, siendo, como es, una función social, no tiene derechos superiores a los
derechos de la sociedad; y en consecuencia, que arriba de la libertad del
artista, están los deberes del hombre para consigo mismo, para con la sociedad,
para con Dios.
El arte y especialmente la novela, que es la más completa y humana expresión artística, tiene que ser como la escala que en sueños vio Jacob, que se apoyaba en la tierra, pero tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles. La novela debe afirmarse en la tierra (realidad), pero llegar, en una u otra manera, hasta los cielos (idealismo).
* En «Vocación de Escritor», Biblioteca Dictio, Buenos Aires, 1976, 7ª edición; pp. 399-402.
[1]
De Maistre, Les Soirées de Saint
Petersborug, 6ème entretien, pág. 335.
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