«Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas...» (fragmento) - Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)
[...]
En estos y otros razonamientos
iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron, habiendo andado poco
más de una legua, que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus
capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres, vestidos de labradores.
Junto a sí tenían unas como sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que
debajo estaba; estaban empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas.
Llegó don Quijote a los que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les
preguntó que qué era lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
–Señor, debajo destos lienzos
están unas imágines de relieve y entabladura[1] que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
–Si sois servidos –respondió don
Quijote–, holgaría de verlas, pues imágines que con tanto recato se llevan, sin
duda deben de ser buenas.
–Y ¡cómo si lo son! –dijo otro–.
Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad que no hay ninguna que no esté en
más de cincuenta ducados; y, porque vea vuestra merced esta verdad, espere
vuestra merced, y verla ha por vista de ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y
fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostró ser la de San Jorge
puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada
por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecía una
ascua de oro, como suele decirse. Viéndola don Quijote, dijo:
–Este caballero fue uno de los
mejores andantes que tuvo la milicia divina: llamóse don San Jorge, y fue
además defendedor de doncellas. Veamos esta otra.
Descubrióla el hombre, y pareció
ser la de San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y,
apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:
–Este caballero también fue de
los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo
puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da
la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno, que, si no, él se la diera
toda, según era de caritativo.
–No debió de ser eso –dijo
Sancho–, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener,
seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que
quitasen otro lienzo, debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las
Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando
cabezas; y, en viéndola, dijo don Quijote:
–Éste sí que es caballero, y de
las escuadras de Cristo; éste se llama don San Diego[2] Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y
tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo,
y pareció[3] que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las
circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le
vido[4] tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía.
–Éste –dijo don Quijote– fue el
mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el
mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida, y santo a
pie quedo por la muerte[5],
trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien
sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el
mismo Jesucristo.
No había más imágines, y así,
mandó don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban:
–Por buen agüero he tenido,
hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros
profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la
diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo
divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a
fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza[6],
y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi
Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y
adobándoseme[7] el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.
–Dios lo oiga y el pecado sea
sordo –dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de
la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en
ellas decir quería. Acabaron de comer, cargaron con sus imágines, y,
despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si
jamás hubiera conocido a su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que
no debía de haber historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en
la uña y clavado en la memoria, y díjole:
–En verdad, señor nuestramo[8],
que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de
las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha
sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado
mano a las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos
hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
–Tú dices bien, Sancho –dijo don
Quijote–, pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de
una misma suerte, y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no
se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y
juzgar por buenos acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana,
sale de su casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San
Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo[9],
vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza[10] la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como
si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias
con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha
de andar en puntillos[11] con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando
en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el
suelo, dijo: «No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis
brazos». Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines ha sido para
mí felicísimo acontecimiento.
–Yo así lo creo –respondió
Sancho–, y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa por que dicen
los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego
Matamoros: «¡Santiago, y cierra, España!» ¿Está por ventura España abierta, y
de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
–Simplicísimo eres, Sancho
–respondió don Quijote–; y mira que este gran caballero de la cruz bermeja
háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los
rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido; y así, le invocan
y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces
le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y
matando los agarenos[12] escuadrones; y desta verdad te pudiera
traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.
[...]
* En «El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha», Parte II, Cap. LVIII.
[1]
Probablemente «con embalaje de tablas», dentro de una armazón de maderas.
[2] Santiago.
[3]
Se vio
[4] Vio
[5]
Santo «de a pie», por oposición a «caballero andante»
[6] San Mateo, c. XI, 12.
[7]
Adobar, reparar
[8]
Nuestro amo
[9] Animal fabuloso
[10]
Por atribución popular, los de este apellido eran considerados muy
supersticiosos.
[11]
Frivolidades